ECLESIOLOGÍA DESDE LOS POBRES EN LAS CARTAS PASTORALES DE MONSEÑOR ÓSCAR ROMERO
Introducción
¿Qué es la Iglesia? ¿Cuál es su misión en el mundo? ¿Cómo debe ser la Iglesia que quiere ser continuadora de la obra de Jesús de Nazaret? Estas preguntas – entre otras - suelen ser propias de la eclesiología. Las dos primeras no pueden responderse con independencia de la tercera, ésta última es principio y fundamento. Y es que lo específico de las iglesias cristianas es que sus miembros – discípulos y discípulas – vivan a nivel personal y comunitario los valores alternativos del reinado de Dios, que quedan programáticamente condensados en el Sermón de la montaña (Mt 5-7).
Por tanto, las respuestas no son puramente teóricas o doctrinales, sino testimoniales. Tienen que ver con una práctica concreta e histórica inspirada por Jesús de Nazaret, la tradición apostólica y la vida de las primeras comunidades cristianas. Con este espíritu buscamos, en el presente escrito, un acercamiento a la concepción y a la práctica eclesiológica desarrollada por Monseñor Romero. El hilo conductor que seguiremos son los contenidos eclesiológicos de sus cuatro Cartas Pastorales como Arzobispo de la Arquidiócesis de San Salvador. En ellas encontramos plasmadas parte del legado que nos dejó monseñor Romero. Legado de inobjetable valor histórico, eclesial y humano.
Acercarnos a la eclesiología que desarrolló monseñor Romero desde sus cuatro Cartas Pastorales, tiene por lo menos cuatro ventajas: primero, son los escritos de un pastor a su pueblo, en tal sentido – como afirma Monseñor Ricardo Urioste – expresan los sentimientos más profundos de un pastor que ha encarnado su ministerio en la vida concreta de los hombres y mujeres de su tiempo, especialmente, de los pobres; segundo, recogen los fundamentos teológicos en los que se apoyaba su magisterio y las opciones pastorales de la arquidiócesis (son verdaderos documentos eclesiales); tercero, en ellas se unen historia, fe, vida y doctrina y, cuarto, esos escritos son un buen referente de historización de lo que constituye la misión esencial de la Iglesia: la evangelización.
Una idea fuerza se hace presente en cada una de las cartas: que la Iglesia llegue a ser fiel a su identidad y a las urgencias humanas que se le presentan en la historia. Con excepción de la primera Carta (escrita en abril del 77), las tres siguientes fueron escritas en el contexto de las celebraciones de la transfiguración del Señor de los años 77, 78 y 79. La selección del momento tenía un profunda motivación de fe: actualizar, desde las propias circunstancias históricas de la Arquidiócesis, la voz del Padre que, a través de la liturgia de la Iglesia, proclama que Jesús (el Patrono del país) es el Hijo de sus complacencias y que nuestro deber es escucharlo (Mt 17,5).
2. Motivaciones y circunstancias de las Cartas Pastorales
(a) Iglesia de la Pascua (abril, 1977). Escrita al relevar a Monseñor Luis Chávez González. Según Monseñor Romero, esta es una carta de presentación y constituye “una profesión de fe y confianza en el espíritu del Señor que construye y anima, que da unidad y progreso a la Iglesia, aún cuando cambian los elementos humanos que la componen y dirigen”. El título Iglesia de la Pascua, quiso expresar las circunstancias reales y litúrgicas de cuaresma, pasión y pascua que marcaron aquella época difícil en la que se dio el relevo, caracterizada por la persecución contra la Iglesia, la represión que ahogaba los anhelos de liberación y el auge de la Doctrina de la Seguridad Nacional que instauró de manera sistemática la violencia y el terror.
(b) La Iglesia cuerpo de Cristo en la historia (agosto, 1977). En un contexto de difamación y persecución de la Iglesia hasta el martirio, Monseñor ahonda sobre la misión de Iglesia y de su servicio en el mundo como prolongación de la misión de Jesús. Siguiendo la más genuina tradición de la Iglesia, Monseñor plantea que la Iglesia es el cuerpo de Cristo en la historia, servidora del Reino de Dios y por ello con la misión de anunciar y realizar el Reino para los pobres. De esta manera se comunica esperanza, pero no una esperanza ingenua porque va acompañada por la sangre de sus sacerdotes y sus campesinos: sangre y dolor que denuncia la existencia de dificultades objetivas y de malas voluntades; pero sangre que también es expresión de voluntad de martirio y que, por tanto, es la mejor razón y testimonio de una esperanza.
(c) La Iglesia y las organizaciones políticas-populares (agosto, 1978). Escrita conjuntamente con Monseñor Arturo Rivera Damas (en ese tiempo obispo de Santiago de María) y como respuesta a la gravedad de dos problemas predominantes en la época: la violación al derecho de organización popular y los diversos tipos de violencia que se generalizaban en el país. La Carta fue considerada el primer intento serio de plantear teológica y pastoralmente ambos problemas.
(d) Misión de la Iglesia en medio de la crisis del país (agosto, 1979). Esta Carta está motivada por las nuevas formas de sufrimiento y atropellos que se viven en el país; pero también por lo que Monseñor llama “el nuevo Pentecostés” representado en la Tercera Conferencia Episcopal de América Latina, celebrada en Puebla (México) que, a juicio de Monseñor, capacita mejor a la Iglesia para acompañar al pueblo en sus angustias y esperanzas, en sus frustraciones y expectativas.
3. Algunos rasgos eclesiológicos en las Cartas Pastorales de Monseñor Romero
(a) La Iglesia existe para vivir y luchar por la misma causa de Jesús.
Según Monseñor Romero, “la Iglesia es la comunidad de hombres que profesan la fe en Jesucristo como único Señor de la historia. Es una comunidad de fe cuya primera obligación, cuya razón de ser está en proseguir la vida y la actividad de Jesús. Ser Iglesia es mantener en la historia, a través de los hombres, la figura de su Fundador. La Iglesia existe principalmente para la evangelización de todos los pueblos; es una institución formada por hombres con formas y estructuras determinadas, pero todo eso se organiza solamente al servicio de una realidad más fundamental: el ejercicio de su tarea evangelizadora. En esa tarea tiene que seguir proclamando su fe en Jesucristo y tiene que seguir la obra que el mismo Jesús realizó en la historia. Y, al hacer esto, está siendo el Cuerpo de Cristo en la historia” (2ª CP, p.79).
En consecuencia, ser cristiano, para Monseñor, no será otra cosa que vivir y luchar por la misma causa de Jesús: el reino de Dios. “El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca, conviértanse y crean en la buena nueva” (Mc 1,15). Así comienza y resume Cristo su mensaje evangélico, afirma Monseñor. Sus oyentes, agrega, entendieron lo que esto significaba: un modo de convivir entre los hombres de modo que se sintieran hermanos y de esta forma también hijos de Dios (cfr 2ª CP, p.16). Por tanto, la Iglesia no vive para sí. Su razón de ser es la misma de Jesús: un servicio a Dios para salvar al mundo (cfr 1ª CP, p.17). En su primera Carta – que tenía por objeto la presentación del nuevo pastor de la Arquidiócesis – Monseñor manifiesta que la agrada mucho subrayar ese sentido de servicio, porque al hacerse cargo de su nuevo ministerio busca “vivir y sentir, lo más cerca posible, los sentimientos del Buen Pastor que ‘no vino a ser servido sino a servir y dar su vida’ (Mt 20,28) ” [cfr 1ª CP, p.15].
Monseñor enfatiza que en la causa del reino de Dios, es evidente la preferencia de Jesús por los pobres (cfr Lc 4, 18-19). Esta preferencia, señala, recorre todo el Evangelio. A ellos se dirige fundamentalmente en sus curaciones, exorcismos; con ellos convive y come; se une, defiende y promueve a todas aquellas personas que, por razones sociales y religiosas, estaban desclasadas en su tiempo: los pecadores, los publicanos, las prostitutas, los samaritanos, los leprosos (cfr 2ª CP. p.17). Para Monseñor esto no significa un rechazo de las demás clases sociales, a las cuales también la Iglesia quiere servir e iluminar y a las cuales también exige su cooperación a la construcción del Reino. Significa, eso sí, la preferencia de Jesús hacia aquellos que han sido más objetos de los intereses de los hombres que sujetos de su propio destino (cfr 2ª CP, p.21).
Ahora bien, el anuncio del reino de Dios en la historia, en tanto misión fundamental de la Iglesia, supone también, según Monseñor, la clara denuncia de todo aquello que impida, imposibilite o destruya el proyecto de Dios (cfr 2ª CP, pp.18-19). En esto se sigue al mismo Jesús, quien al positivo anuncio del Reino, añade la denuncia del pecado de su tiempo: denuncia el falseamiento que se ha hecho de Dios, manipulado en tradiciones humanas que destruyen la verdadera voluntad de Dios (Mc 7, 8-13), denuncia el falseamiento del templo, que, siendo la casa de Dios, la han convertido en guarida de ladrones (Mc 11, 15-17), denuncia una religión sin obras de justicia, como en la conocida parábola del buen samaritano (Lc 10, 29-37), denuncia la actitud de todos aquellos que han hecho del poder, no un medio para el servicio a los desvalidos, sino una manera de mantenerlos en la opresión (Lc 6,24; Lc 11, 46; Lc 11,52; Mt 20,25).
Vivir y luchar por la misma causa de Jesús implicó para Monseñor Romero compromisos muy concretos: el fomento de una sólida orientación doctrinal, la denuncia profética del pecado histórico, la promoción de la liberación integral, el desenmascaramiento de las idolatrías predominantes en la sociedad salvadoreña, urgir cambios estructurales profundos y acompañar al pueblo en las clases populares y en el sector de las clases dirigentes (cfr 4ª CP, n.37).
(b) Una Iglesia solidaria con los pobres y su historia liberadora
Durante muchos años, plantea Monseñor, nos acostumbramos a pensar que la historia de los hombres, sus gozos y tristezas, sus logros y fracasos, son algo provisional y pasajero, de poca importancia en comparación con la plenitud final. Parecería que la historia de los hombres y la historia de salvación corrían por caminos paralelos. Parecía que nuestra historia profana, a lo sumo, no era más que un período de prueba para la salvación o condenación definitiva. La Iglesia actual – según Monseñor – tiene otra noción de lo que es la historia de los hombres. No es oportunismo ni mero deseo de adaptarse al mundo lo que la lleva a pensar distinto. Es porque ha recobrado eficazmente la intuición, que recorre toda la Biblia, de que Dios está actuando en la historia humana. Y por eso, debe tomar muy en serio la historia de los hombres (cfr 2ª CP, p.8).
Esta preocupación por la historia humana, según Monseñor, no es genérica, sino muy concreta: “La Iglesia tiene una misión de servicio al pueblo. Precisamente de su identidad y misión específicamente religiosa derivan funciones, luces y energías que pueden servir para establecer y consolidar la comunidad humana según la ley divina. A la Iglesia le compete recoger todo lo que de humano haya en la causa y lucha del pueblo, sobre todo de los pobres. La Iglesia se identifica con la causa de los pobres cuando éstos exigen su legítimos derechos. En nuestro país, estos derechos, en la mayoría de los casos, son apenas sólo derechos a la supervivencia, a salir de la miseria” (cfr 3ª CP, nn.62,63).
Su inserción en la realidad nacional, como nuevo pastor de la Arquidiócesis, la fundamentó Monseñor Romero en esta nueva relación de la Iglesia con el mundo, en los nuevos ojos con que la Iglesia mira al mundo, tanto para cuestionarlo en lo que tiene de pecado, como para dejarse cuestionar por el mundo en lo que ella misma (la Iglesia) puede tener de pecado (cfr 2ª CP, p.5). El Concilio Vaticano II proclamó que los gozos y esperanzas, las tristezas y angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los más pobres y de cuantos sufren, son a la vez, gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Monseñor Romero historizó esa proclamación afirmando que la Iglesia traicionaría su mismo amor a Dios y su fidelidad al Evangelio, si dejara ser defensora de los derechos de los pobres, si dejara ser animadora de todo anhelo de liberación, si dejara ser orientadora y humanizadota del toda lucha legítima por conseguir una sociedad más justa que prepare el camino al verdadero reino de Dios en la historia. Esto exige a la Iglesia una mayor inserción entre los pobres, con quienes debe solidarizarse hasta en sus riesgos y en su destino de persecución, dispuesta a dar el máximo testimonio de amor por defender y promover a quienes Jesús amó con preferencia. Esta preferencia por los pobres no significa una discriminación injusta de clases, sino una invitación a todos, sin distinción de clases, a aceptar y asumir la causa de los pobres como si estuviesen aceptando y asumiendo su propia causa, la causa misma de Cristo (cfr 4ª CP,n.56).
(c) La Iglesia, pueblo de Dios en el mundo real
En la Biblia la formación del pueblo y la conciencia de su personalidad colectiva está vinculada al descubrimiento de Dios y la progresiva experiencia de su salvación. Yavé forma al pueblo en los patriarcas (Gn 12, 1-2; 17,4-8), lo libera de la opresión y lo escoge como pueblo suyo (Ex 19, 3-8; Dt 7,6) y concluye con una alianza de gracia (Ex 19-24); Dt 5). De ahí surge el don y el imperativo de ser un pueblo santo (Ex 19,6). El pueblo es de Dios y de él viene su identidad. Esta identidad es recogida y actualizada por Monseñor Romero en sus Cartas. “La Iglesia actual – expresa Monseñor – tiene conciencia de ser pueblo de Dios en el mundo; o sea una organización de hombres que pertenecen a Dios pero que está en este mundo. Por eso el Concilio define a la Iglesia como ‘nuevo Israel que va avanzando en este mundo...que entra en la historia humana’ (L.G. 9). Lo que aquí se afirma es de importancia capital, porque el aspecto trascendente que debe elevar la Iglesia hasta Dios sólo podrá realizarlo y vivirlo estando en el mundo de los hombres y peregrinando en la historia de los hombres” (cfr 2ª CP, pp.6-7).
La Iglesia, afirma Monseñor Romero, está en el mundo para significar y realizar el amor liberador de Dios, manifestado en Cristo. Por eso él siente la preferencia por los pobres (L.G. 8). Porque ellos son los que ponen a la Iglesia latinoamericana ante un desafío y una misión que no puede soslayar y al que debe responder con diligencia y audacia (cfr 2ª CP, p.7).
Tener conciencia de ser pueblo de Dios en el mundo, conlleva la necesidad de estar en lo más real del mundo, esto es, la realidad de las mayorías oprimidas por el hambre, por la miseria, por las guerras, por la ignorancia, por estructuras inhumanas. Según Monseñor Romero, “Medellín ha subrayado esta trágica realidad del pecado relacionando sus dos dimensiones: ‘la falta de solidaridad, que lleva en el plano individual y social, a cometer verdaderos pecados, cuya cristalización aparece evidente en las estructuras injustas’... Y cuando trata de resumir, en una frase, en qué consiste el pecado fundamental de nuestro tiempo para nuestro continente, no duda en afirmar que esa miseria, como hecho colectivo, es una injusticia que clama al cielo” (cfr 2ª CP, p. 10).
La persecución a la Iglesia la entendió Monseñor Romero como una consecuencia “lógica” que le sobreviene al pueblo de Dios, cuando por fidelidad al Evangelio busca transformar un mundo dominado por la injusticia, la mentira y la muerte. Él lo expresó en los siguientes términos: “Mientras la Iglesia predique una salvación eterna y sin compromisos en los problemas reales de nuestro mundo, la Iglesia es respetada y alabada, y hasta se le conceden privilegios. Pero si la Iglesia es fiel a la misión de denunciar el pecado que lleva a muchos a la miseria, y así anuncia la esperanza de un mundo más justo y humano, entonces se la persigue y calumnia...” (cfr 2ª CP, p.33).
Pero la Iglesia no sólo está en lo más real del mundo para mostrar todo lo que de iniquitad tenga éste, sino también para sembrar esperanza en mundo mejor posible. Nuestra esperanza en Cristo, dice Monseñor, nos hace desear un mundo más justo y más fraternal. Por eso, añade, la Iglesia de la Arquidiócesis está interesada y esperanzada en que nuestro país tenga, fuera y dentro de nuestras fronteras, una imagen nueva y mejor. Por eso el objeto de su esperanza está inseparablemente unido a la justicia social, al mejoramiento real del hombre salvadoreño, sobre todo, de las mayorías, a la defensa de sus derechos humanos, del derecho a la vida, a la educación, a la vivienda, a la medicina, al derecho de organización (cfr 2ª CP, p. 37).