Hay problemas sociales que percibimos a primera vista. No necesitamos mucho
esfuerzo para darse cuenta del hambre de los niños, el desempleo, o de
la falta de salud de los pobres. Es fácil ver que el mundo sufre guerras
impresionantes, expresiones del poder imperialista de algunos pueblos sobre
otros. Salta a la vista la precariedad de los transportes colectivos en algunas
ciudades y la ausencia de saneamiento público
Sin embargo, cuando se trata de revisar las relaciones sociales -que son también
relaciones de poder- entre mujeres y hombres, no siempre percibimos esa problemática
a primera vista. Estamos tan habituadas/os a vivir ciertos papeles sociales,
que nos parece que forman parte de la propia naturaleza humana. Pensamos que
los modelos de ser hombre y ser mujer siempre han sido así, y por tanto
deben ser así. Rara vez pensamos en los procesos de evolución
histórica y cultural, en los encuentros entre culturas, en las influencias
recíprocas. Rara vez nos damos cuenta de forma existencial, de que son
los diferentes grupos y personas en las diferentes relaciones quienes crean
sus interpretaciones antropológicas y sociales.
Cuando comenzamos a reflexionar sobre las relaciones entre mujeres y hombres,
nos damos cuenta de que casi espontáneamente nuestras sociedades atribuyen
más poder, mayor valor, una fuerza organizativa más reconocida,
una fuerza política más poderosa a los hombres, y dejan a las
mujeres en segundo plano. Nosotras mimas, las mujeres, muchas veces acogemos
esta condición particular como si la naturaleza o las fuerzas divinas
hubiesen hecho una división de capacidades y papeles, de forma que sólo
nos quedara aceptar con sumisión la evidente fuerza masculina. La radicalización
de esa forma de organización social marcada por la ausencia de lo femenino
en los niveles decisorios más amplios comenzó a acentuar una serie
de disfunciones sociales, así como la percepción de que esa manera
de organizarse socialmente generaba grandes injusticias. Las primeras en detectar
y denunciar esas formas de injusticia y violencia contra las mujeres fueron
las feministas, organizadas en movimientos sociales con el objetivo de afirmar
la igual dignidad de las mujeres y su integral ciudadanía. Por esa razón,
un abordaje de cualquier problema a partir de la noción de género
debe situarse en ese proceso de reivindicación de las mujeres de una
nueva relación social entre mujeres y hombres. No se trata pues de un
abordaje sólo para mujeres, sino de un abordaje que revela la intimidad
de nuestras relaciones de poder tanto a nivel público cuanto a nivel
doméstico. No se trata de un ajuste hecho por las mujeres a esta estructura
política y social jerárquica dominada por los hombres, como si
fuese una concesión o como si fuese el ideal a ser seguido; se trata
de que juntas y juntos creemos nuevas relaciones de comprensión y de
convivencia.
Hoy muchos movimientos sociales creen que es inaceptable el mantenimiento de
la desigualdad antropológica, social y política que nos gobernó
durante siglos, y buscan caminos para la construcción de nuevas relaciones.
Estamos percibiendo que una nueva comprensión del ser humano -mujer y
hombre- se impone. Y que esa nueva comprensión debe acompañar
la creación de un nuevo orden social y político nacional e internacional.
Nuevas relaciones mundiales implican nuevas relaciones de género. Nuevas
relaciones mundiales implican una nueva comprensión del lugar del ser
humano -mujeres y hombres- en el conjunto de las instituciones sociales y en
los ecosistemas. Sin embargo, sabemos bien que un nuevo mundo de relaciones
no se da de una hora para otra. Se prepara lentamente, a lo largo de siglos
de Historia, hasta que consigue tener mayor visibilidad y pasa a integrar los
nuevos comportamientos sociales. Dependiendo de los grupos, personas, tiempos
e intereses, la sensibilidad para uno u otro problema social es mayor o menor.
La cuestión de la igualdad entre hombres y mujeres, la igualdad de género,
sobre todo en relación a los derechos, ha sido una larga lucha encabezada
sobre todo por las mujeres de muchas partes del mundo. Constatamos sin embargo
una fuerte resistencia a los cambios antropológicos y culturales o, en
otros términos, a los cambios en relación a la comprensión
de nuestra propia identidad histórica. Este es uno de los desafíos
que estamos afrontando hace ya más de cien años, si comenzamos
a contar desde los primeros esfuerzos feministas mundiales.
En nuestras diferentes culturas latinoamericanas, y hasta se podría
decir, culturas de todo el mundo, están marcadas por una comprensión
jerárquica del ser humano. Esta parece ser una comprensión omnipresente.
El valor del ser humano es predeterminado a partir de su riqueza, su lugar social,
so color y su sexo. Y, en esa escala jerárquica de valores, las mujeres
casi siempre fueron consideradas socialmente inferiores. No podemos ahora analizar
las causas de esa consideración. Sus raíces son profundas y las
hipótesis interpretativas, las más variadas. Lo que más
nos importa en este momento es percibir que se está dando una especie
de vuelco en la propia comprensión que tenemos de nosotros/as mismos/as.
En diversas partes del mundo, las mujeres no sólo han reivindicado el
derecho al voto, sino la participación política en las grandes
decisiones de sus respectivos países. Ellas han reivindicado igualmente
el derecho a la autonomía y a la decisión, o sea, el derecho de
no ser predefinidas a partir de los papeles que la sociedad patriarcal y jerárquica
les asigne. Ellas han contestado los modelos masculinos de pensar el mundo explicitando
el carácter particularista de la ciencia masculina. Fueron capaces en
diferentes lugares de salvaguardar la memoria de sus hijos y esposos muertos
en guerras, diciendo «no» a la violencia de las armas y reclamando
animosamente una actitud de resarcimiento de daños, a los poderes constituidos.
Ellas vienen revisando también la propia comprensión de sus culturas
y de las diferentes expresiones religiosas que legitiman la dominación
femenina de diferentes maneras. Una nueva manera de pensar y vivir las diferentes
tradiciones religiosas se ha desarrollado en diferentes lugares del mundo, aunque
las instituciones religiosas fundadas en estructuras patriarcales de pensamiento
y comportamiento son las que más han resistido al diálogo con
los movimientos feministas y a los cambios en curso.
A pesar de eso, muchos son los grupos de mujeres que buscan rescatar la autoestima
femenina con miras a una capacitación social y política que podrá
crear relaciones más justas en todos los niveles de la vida humana. Este
proceso ha llevado también a diferentes grupos de hombres a pensar de
nuevo su identidad. Y esto porque las relaciones humanas están marcadas
por una reciprocidad en las relaciones y una interdependencia en los comportamientos.
La revolución antropológica provocada por las mujeres no puede
ser ignorada por los hombres. No nacemos para vivir en guetos separados, o en
islas aisladas, sino para construir a partir de nuestras semejanzas y diferencias
el mundo que queremos. Por esa razón, muchos hombres no sólo han
reflexionado la cuestión de género como parte de su vida cotidiana,
sino que han procurado repensar en grupos su nueva identidad personal y social.
En esa línea, mujeres y hombres forman parte de la construcción
de un nuevo mundo, un mundo de justicia posible. Se trata por tanto de crear
relaciones más democráticas e igualitarias, relaciones que deben
estar presentes como fermento en todas nuestras actividades. Así, todas
nuestras actividades, nuestros pensamientos y acciones deben estar tocadas por
el fermento de la igualdad y de las nuevas relaciones democráticas.
Escribir sobre eso puede parecer fácil. La dificultad mayor es sin duda
la práctica cotidiana. Nuestro cuerpo ha sido en cierta forma moldeado
para repetir la danza patriarcal en nuestros usos, costumbres, pensamientos,
creencias y concepciones de la vida. Muchas veces intentamos dar nuevos pasos,
pero es como si nuestros pasos sólo sintiesen seguridad en las formas
tradicionales de la socialización de nuestro cuerpo. Queremos lo nuevo,
pero nuestro cuerpo parece repetir los viejos movimientos aprendidos secularmente.
Por eso, un austero ejercicio de cambio se nos impone. Nuestra creencia de que
otro mundo es posible debería pasar a los movimientos de nuestro cuerpo,
aunque de una forma lenta e imperfecta. Los cambios culturales -ya sabemos-
se dan en forma lenta, ya sea constante, interrumpida o imprevisiblemente. Lo
mismo ocurre con los otros niveles de la vida humana. Cambios económicos
y políticas más solidarias y democráticas no se dan por
decreto. Habituadas a los sistemas jerárquicos autoritarios, tenemos
dificultad por ejemplo de aceptar en la vida diaria nuevos comportamientos éticos
que tienen que ver con el respeto al bien común, con el cuidado de la
naturaleza o nuestro medio ambiente. Seguimos el comportamiento habitual de
las masas sin darnos cuenta de que todo cambio exige nuestro esfuerzo y disciplina.
Por eso, todas las iniciativas de cambio necesitan ser respaldadas por grupos
o comunidades capaces de sostenernos en los cambios que queremos vivir. Un nuevo
mundo a partir de una perspectiva igualitaria entre el género femenino
y el masculino debe tener como respaldo un grupo constituido por nosotras/os
mismas/os, capaz de evaluar nuestra comprensión del mundo y ayudarnos
a dar nuevos pasos en el claroscuro de nuestra historia. Y, aparte de eso, debemos
ser conscientes de que nuestros progresos no se darán en forma lineal.
Nuestra historia tiene altos y bajos, avances y retrocesos. Lo importante es
acoger esa condición frágil de nuestra existencia histórica
y apostar por la ayuda mutua para que un mundo más justo, un nuevo orden
nacional e internacional sean posibles.