SEGUIMIENTO
DE JESÚS Y OPCIÓN POR EL POBRE
Gustavo
Gutiérrez OP
La
Quinta Conferencia del Episcopado Latinoamericano tendrá lugar
en Brasil. El tema escogido para dicha asamblea es el seguimiento de
Jesús, punto central en el mensaje evangélico, sobre el
que hay que volver constantemente, porque hablar de discipulado es
hablar de algo dinámico, cambiante en sus opciones y
vertientes concretas.
Seguir
a Jesús
Ser cristiano es caminar, movido por el
Espíritu, tras los pasos de Jesús. Ese seguimiento, la
sequela Christi, como se decía tradicionalmente, es la raíz
y el sentido último de la opción preferencial por el
pobre.
Un sentido global y cotidiano
Esa opción
-la expresión es reciente, el contenido es bíblico- es
un componente esencial del discípulado. En el núcleo
mismo de ella hay una experiencia espiritual del misterio de Dios,
que -según decía el maestro Eckhart- es,
simultáneamente, el "innombrable" y el
"omninombrable". Hasta ahí es obligado ir para
captar el sentido profundo de esa opción por los ausentes y
anónimos de la historia. El amor gratuito y exigente de Dios
se expresa en el mandato de Jesús: "Amense como yo los he
amado" (Jn 13,34).
Amor universal, del cual nadie está
excluido, y, a la vez, prioritario por los últimos de la
historia, los oprimidos e insignificantes. Vivir, simultáneamente,
la universalidad y la preferencia revela al Dios amor, y hace
presente el misterio escondido desde todos los tiempos y desvelado
ahora: la proclamación de Jesús como el Cristo, como
dice Pablo (cf. Rom. 16,25-26). A ello apunta la opción
preferencial por el pobre, a saber
caminar con Jesús, el
Mesías.
Puebla recuerda, por eso -de alguna manera lo
hizo igualmente Medellín-, que "el servicio a los pobres
es la medida privilegiada aunque no excluyente de nuestro seguimiento
de Cristo" (n.1146). La vivencia tenida por muchos cristianos,
en los diferentes caminos emprendidos en la solidaridad con los
marginados e insignificantes de la historia, hizo percibir que, en
última instancia, la irrupción del pobre -su
nueva presencia en la escena histórica- significa una
verdadera irrupción de Dios en nuestras vidas. Es así
como la han experimentado, con las alegrías, vacilaciones y
requerimientos que ese hecho implica.
Decir esto no quita a la
presencia del pobre su carne histórica de sufrimiento, su
consistencia humana, social, cultural y su reclamo de justicia; no es
una "espiritualización" de corta mirada y olvidadiza
de esas dimensiones humanas. Hacer ver, eso sí, lo que está
en juego en el compromiso con el prójimo según la
Biblia. Justamente, porque valoramos y respetamos la densidad del
acontecimiento histórico de la irrupción del pobre, en
tanto que tal, estamos en condiciones de hacer de ella una lectura de
fe. Vale decir, comprenderla como un signo de los tiempos que
debemos escrutar a la luz de la fe para discernir la
interpelación del Dios que ha puesto su tienda en medio de
nosotros, como dice Juan (1,14). La solidaridad con el pobre es
fuente de una espiritualidad, de un caminar colectivo -o comunitario
si se quiere- hacia Dios. Ella sucede en una historia que la inhumana
situación del pobre muestra en toda su crueldad, pero que
permite también descubrir en sus posibilidades y
esperanzas.
El seguimiento de Jesús es una respuesta a
la cuestión del sentido de la existencia humana. Es una visión
global de nuestra vida, pero que incide en lo cotidiano y menudo de
ella. El discipulado permite ver nuestras vidas en relación
con la voluntad de Dios, y nos plantea metas que se viven, y hacia
las que nos encaminamos, a través de lo diario de la relación
con el Señor, que implica la relación con otras
personas. La espiritualidad se mueve en el terreno de la práctica
de la vida cristiana, de la acción de gracias, de la oración
y del compromiso histórico, de la solidaridad, especialmente
con los más pobres. Contemplación y solidaridad son las
dos vertientes de una práctica animada por un sentido global
de la existencia que es fuente de esperanza y de alegría.
Reconocer
el rostro de Jesús en los rostros de los pobres
El
sentido más hondo del compromiso con el pobre es el encuentro
con Cristo. Haciéndose eco del pasaje del juicio final en
Mateo, Puebla nos invita a reconocer en los rostros de los pobres
"los rasgos sufrientes de Cristo, el Señor, que nos
cuestiona e interpela" (n.31). Y Santo Domingo afirma que
"descubrir en los rostros sufrientes de los pobres el rostro del
Señor (cf. Mt 25,31-46) es algo que desafía a los
cristianos a una profunda conversión personal y eclesial (n.
178). El texto mateano es, sin duda, capital en la espiritualidad
cristiana y, por consiguiente, para comprender el alcance de la
opción por el pobre, de allí su carácter central
en la reflexión teológica latinoamericana y caribeña.
Nos proporciona un elemento fundamental para discernir y encontrar el
camino de fidelidad a Jesús.
Monseñor Romero
decía en una de sus homilías: "Hay un criterio
para saber si Dios está cerca de nosotros o está lejos;
todo aquel que se preocupa del hambriento, del desnudo, del pobre,
del desaparecido, del torturado, del prisionero, de toda carne que
sufre, tiene cerca a Dios" (5/2/1978). El gesto hacia el otro,
la aproximación al más desvalido, decide la cercanía
o lejanía de Dios, hace comprender el porqué de ese
juicio y lo que el término espiritual significa en un contexto
evangélico.
En su primera encíclica, acerca del
amor como fuente de la vida cristiana, Benedicto XVI se expresa en
términos netos acerca de este punto: "El amor se
convierte en el criterio para la decisión definitiva sobre la
valoración positiva o negativa de una vida humana. Jesús
se identifica con los pobres: los hambrientos y sedientos, los
forasteros, los desnudos, enfermos o encarcelados". Así,
el "amor a Dios y amor al prójimo se funden entre sí:
en el más humilde encontramos a Jesús mismo y en Jesús
encontramos a Dios" (Deus caritas est, n. 15). La identificación
de Cristo con los pobres lleva de la mano a percibir la unidad
fundamental de esos dos amores y plantea exigencias a sus seguidores.
Es una afirmación de gran alcance.
La perícopa
mateana del juicio final nos habla de seis acciones (el texto las
enumera, letánicamente, cuatro veces). Es una invitación
a alargar la lista actualizando su mensaje. Dar de comer al
hambriento, en el mundo de hoy significa atender directamente al
necesitado, pero también comprometerse a suprimir las causas
que producen personas hambrientas. El "combate por la justicia",
para emplear la expresión de Pío XI, forma parte de los
gestos hacia el pobre que nos hacen encontrar a Jesús. El
rechazo a la injusticia, y a la opresión que ella supone, está
anclado en la fe en el Dios de la vida. Esa opción ha sido
rubricada por la sangre de quienes, como decía Monseñor
Romero, han muerto con "el signo martirial". Ese fue su
propio caso, pero lo ha sido también el de numerosos
cristianos en un continente que se pretende cristiano. No se puede
dejar de lado esta situación martirial en una reflexión
sobre la espiritualidad en América Latina.
En forma
precisa, el documento Opción preferencial por el pobre de
Puebla señala que la solidaridad con el pobre requiere una
conversión, seis veces se menciona el asunto en el documento.
Es un cambio de mentalidad y de vida, convertirse es una condición,
según los evangelios, para acoger el Reino tras las huellas de
Jesús. Vale para cada persona, pero incluso para la Iglesia en
su conjunto. "Afirmamos -se dice en dicha Conferencia- la
necesidad de conversión de toda la Iglesia para una opción
preferencial por los pobres, con miras a su liberación
integral" (n. 1134). Esto supone afrontar las dificultades
abiertas y solapadas, la hostilidad y las incomprensiones que forman
parte, junto con la vivencia de las paz del Señor, de las
alegrías y las cercanías personales, del camino del
discípulo, como lo señalan los evangelios. No todos los
han entendido de este modo, de ahí intentos de olvidar o, más
sutilmente, de orillar esta demanda. Es cierto que no es fácil
asumir lo que Bonhoeffer llama el costo del discipulado. Muchos en la
Iglesia de América Latina y el Caribe lo saben bien, y los que
llegaron hasta la entrega de sus vidas son testigos privilegiados de
ello, pero lo son, también, de la esperanza que viene del
seguimiento de Jesús. La Quinta Conferencia, al escoger su
tema, nos pone en ruta para retomar y ahondar lo que significa ser
discípulo de Cristo en el momento presente.
La opción
por el pobre es parte capital de una espiritualidad que se niega a
ser una especie de oasis, y menos todavía una escapatoria o un
refugio en horas difíciles. Al mismo tiempo, se trata de un
caminar con Jesús que, sin despegar de la realidad y sin
alejarse de las trochas que recorren los pobres, ayude a mantener
viva la confianza en el Señor y a conservar la serenidad
cuando la tempestad arrecia.
Una Hermenéutica de la
Esperanza
El seguimiento de Jesús está
signado por la opción preferencial por el pobre, también
lo está la inteligencia de la fe que se elabora desde esas
vivencias y urgencias. Esta es la segunda dimensión de la
opción por el pobre que queremos subrayar.
Teología
e historia
La fe es una gracia, la teología es una
inteligencia de ese don. Es un lenguaje que intenta decir una palabra
sobre esa realidad misteriosa e inefable que los creyentes llamamos
Dios. Es un Logos sobre Theos.
Pensar
en la fe es algo que surge naturalmente en el creyente, esfuerzo
motivado por la voluntad de hacer más honda y auténtica
la vida de la fe. La fe es una fuente última de la reflexión
teológica, ella le da su especificad y delimita su territorio.
Su propósito es -debe ser- contibuir a hacer presente el
evangelio en la historia humana a través del testimonio de los
cristianos. Una teología que no se nutra del caminar en el que
Jesús nos precede, pierde su horizonte. Eso fue lo que
entendieron muy bien los llamados Padres de la Iglesia, para quienes
toda teología era una teología espiritual.
Por
otro lado, no es una obra simplemente individual, tanto la fe como la
reflexión acerca de ella se viven en comunidad. El que lleva
adelante la inteligencia de la fe es finalmente un sujeto colectivo:
la comunidad cristiana; es decir que, de un modo u otro, todos los
miembros de la Iglesia participan en ella. Esto hace del
discurso sobre la fe una labor que está en relación con
el anuncio del Evangelio, cometido que da su razón de ser a
esa comunidad. El sujeto de esa reflexión no es el teólogo
aislado de su
comunidad.
Todo discurso sobre la fe nace en
un lugar y en un momento preciso buscando responder a situaciones e
interrogantes históricas en que los cristianos viven y
proclaman el Evangelio. Es una tarea permanente, en tanto esfuerzo de
comprensión exigido por el don de la fe, y simultáneamente,
cambiante en la medida en que responde a interpelaciones concretas y
a un mundo cultural dado. Esto explica el surgimiento de nuevas
teologías en la historia del cristianismo, la fe es vivida,
pensada y propuesta de modos distintos según las diversas
condiciones históricas y los retos que se desprenden de ellas
para la vida cristiana.
De allí que, rigurosamente
hablando, decir que una teología es contextual resulta
tautológico; de una manera u otra, toda teología lo es.
También la que se elabora en Europa, por cierto; aunque no
faltan todavía quienes se resistan a admitirlo. Es probable
que esa inexacta y reductora expresión venga de que, por largo
tiempo, en las iglesias cristianas, ha dominado una teología
distante, cuando no ajena, a la conciencia histórica. No hay
unas teologías contextuales y otras que no lo son, la
diferencia está, más bien, en que unas toman en serio
su contexto y reconocen esa situación y otras no lo hacen.
El
reto de la Pobreza
Postular, como lo hace la teología
de la liberación -y otras reflexiones sobre el mensaje
cristiano que parten del universo de la insignificancia social-, que
el discurso sobre la fe significa reconocer y, en cierto modo,
acentuar su relación con la historia humana y con la vida
cotidiana de las personas -estar alertas a la interpelación de
la pobreza- supone un cambio importante en el quehacer teológico.
En efecto, por largo tiempo hemos visto
la pobreza como alojada
en el casillero de las cuestiones sociales. Hoy la percepción
que tenemos de ella es más honda y compleja. Su carácter
inhumano y antievangélico, como dicen Medellín y
Puebla, su condición, en última instancia, de muerte
temprana e injusta, hacen aparecer con toda nitidez que la pobreza
desborda el ámbito socio-económico y se convierte en un
problema humano global y, por consiguiente, en un desafío a la
vivencia y al anuncio del Evangelio. Es una cuestión
teológica. La opción por el pobre toma conciencia de
ello y proporciona una vía para considerar el asunto.
Como
todo desafío a la fe, la condición del pobre pregunta y
cuestiona y, al mismo tiempo, suministra elementos y categorías
que permiten emprender nuevos itinerarios en el entendimiento y
profundización del mensaje cristiano. Es capital tener
presente el anverso y el reverso de toda interpelación. El
trabajo teológico consiste en mirar cara a cara los retos, por
radicales que puedan ser, reconocer los signos de los tiempos que los
albergan y discernir en ellos, a la luz de la fe, el nuevo campo de
interpelación de la fe que se presenta para pensar la fe y
para un hablar de Dios dicente a las personas de nuestra época.
En
esa perspectiva, la opción preferencial por el pobre juega un
papel importante en la reflexión teológica. La teología
es la fe en búsqueda de inteligencia, según reza la
fórmula clásica: fides quaerens intellectum, que Jon
Sobrino nos invita a entender como una inteligencia del amor por los
pobres (intellectus amoris) en la historia. Dado que la fe "opera
por la caridad" (Gal 5,6), según la sentencia de Pablo,
es una reflexión que intenta acompañar la andadura de
un pueblo en sus sufrimientos y alegrías, en sus compromisos,
frustraciones y esperanzas; así como en su toma de conciencia
del universo social en que vive y en su determinación por
conocer mejor su propia tradición cultural. Un lenguaje
teológico que no tenga en cuenta el sufrimiento injusto y que
no proclame en voz alta el derecho de todos y cada uno a ser felices
no adquiere espesor y traiciona al Dios de quien se quiere hablar, el
Dios de las bienaventuranzas, precisamente.
En última
instancia, la teología, toda teología, es una
hermenéutica de la esperanza, es la inteligencia de los
motivos que tenemos para esperar. La esperanza es, en primer lugar,
un don de Dios, Jeremías lo recuerda, transmitiendo el mensaje
del Señor: "Yo conozco mis designios sobre ustedes:
designios de bienestar -hebreo: shalom- y no de desgracia, de darles
un porvenir y una esperanza" (29,11). Acoger ese don abre al
futuro y
a la confianza al seguidor de Jesús. Ver el
trabajo teológico como una comprensión de la esperanza
se hace más exigente cuando se parte de la situación
del pobre y la solidaridad con él. No es una esperanza fácil,
pero por frágil que pueda parecer es capaz de echar raíces
en el mundo de la insignificancia social, en el mundo del
pobre; y de encenderse, aun en medio de situaciones difíciles,
y de mantenerse viva y creativa.
Sin embargo, esperar no es
aguardar, debe llevarnos al empeño de forjar activamente
razones de esperanza. Precisemos que es una vivencia que no se
confunde, estrictamente hablando, con una utopía histórica
o un proyecto social, pero los supone y los genera, en la medida en
que ellos expresen la voluntad de construir una sociedad justa y
fraterna.
Una Palabra Profética
La
opción preferencial por el pobre es, también, por
cierto, un componente esencial del anuncio profético del
Evangelio, que incluye el nexo entre el amor gratuito de Dios y la
justicia. Parte importante de ello es la búsqueda de que los
excluidos sean agentes de su destino.
Evangelización
y lucha por la Justicia
Es imposible entrar en el mundo
del pobre que vive una situación inhumana y de exclusión
y no percibir que el anuncio de la buena nueva es un mensaje que
libera y humaniza y, por eso mismo, portador de un reclamo de
justicia. Tema nuclear en la tradición profética del
Primer Testamento y que reencontramos plantado en medio del sermón
de la montaña, como un mandato que lo resume y da su sentido
ala vida del creyente: "Busquen el reino de Dios y su justicia"
(Mt 6,33).
El corazón del mensaje de Jesús es el
anuncio del amor de Dios que se expresa en la proclamación de
su reinado. Reino que transporta el sentido de la historia humana más
allá de ella misma, a su pleno cumplimiento; y, al mismo
tiempo, está presente en ella desde ahora. De su "cercanía"
nos hablan, precisamente, los evangelios. Esa doble dimensión,
a la que apuntan las parábolas sobre el reino, se expresa en
la fórmula clásica del "ya, pero todavía
no". Ya presente, pero todavía no plenamente. Por eso
mismo, el reinado de Dios se manifiesta como un don, una gracia y,
simultáneamente, como una tarea, una responsabilidad.
En
el marco de la relación, por momentos tensa, pero siempre
fecunda, entre don gratuito y compromiso histórico, se sitúa
la vida del discípulo de Jesús; y, por consiguiente, el
hablar sobre el Dios del reino, que acogemos en la fe. El pasaje de
las bienaventuranzas de Mateo contiene la promesa del reino para
todos aquellos que, al aceptar en su vida cotidiana el don gratuito
que les es ofrecido, se convierten en sus discípulos. El
reinado es considerado, en los evangelios, de manera multiforme, con
expresiones e imágenes de una gran riqueza bíblica: la
tierra, la consolación, la saciedad, la misericordia, la
visión de Dios, la filiación divina. La nota dominante
de esos vocablos es la vida, la vida en todos sus aspectos. Por su
parte, la condición de discípulo está indicada
fundamentalmente en la primera y capital bienaventuranza: pobres de
espíritu, las otras presentan variaciones y matices de ella.
Los discípulos son aquellos que hacen suya la promesa del
reino poniendo sus vidas en manos de Dios, el reconocimiento del don
del reino los hace libres frente a cualquier otro bien. Y los dispone
para la misión evangelizadora, a la cual está ligada,
según el consejo que recibió Pablo en Jerusalén,
el "acordarse de los pobres" (Gal 2,10).
¿Cuál
es la ubicación de la construcción de un mundo justo en
la proclamación del reino? Si se considera retrospectivamente
el recorrido que esa relación ha tenido en teología y
en el magisterio de la Iglesia, en las últimas décadas,
se puede comprobar una evolución interesante hacia una
concepción cada vez más unitaria, unidad compleja, sin
confusiones fáciles.
Hacia la mitad del siglo
anterior, Y. Congar reconocía dos misiones de la Iglesia:
anunciar el Evangelio y, derivada de ella, la animación (en el
sentido cabal de dar alma) de lo temporal. Era un paso adelante
respecto de teologías que postulaban que evangelización
y promoción social iban, se podría decir, por cuerdas
separadas. La posición de Congar tuvo una vigencia muy grande
y se encuentra, asimismo, en varios documentos del Vaticano II.
Pero diversos factores apuraron la definición del
alcance de la evangelización para la historia humana y la
convivencia social. En el tiempo que siguió al Concilio,
diferentes reflexiones teológicas insistieron en la necesaria
presencia del mensaje cristiano en la esfera pública y en
considerar la relevancia del anuncio de la fe desde el reverso de la
historia, desde el mundo de injusticia e insignificancia social en
que viven los pobres. Como es natural, estas preocupaciones y
perspectivas se reflejaron en diversos textos del magisterio
eclesial. Medellín (1968) dice que Jesús vino a
liberarnos del pecado, cuyas consecuencias son servidumbres que se
resumen en la injusticia (cf. Justicia 3). Muy poco después,
el Sínodo romano sobre Justicia en el mundo (1971) afirma que
la misión de la Iglesia "incluye la defensa y la
promoción de la dignidad y de los derechos fundamentales de la
persona humana" (n. 37).
Pablo VI, en el texto que
corresponde al Sínodo sobre la evangelización, dice:
"La evangelización lleva consigo un mensaje explícito
sobre los derechos y deberes de toda persona humana, sobre la vida
familiar. la paz, la justicia, el desarrollo; un mensaje
especialmente vigoroso en nuestros días, sobre la liberación"
(Evangelii nuntiandi / 1974 / 29). En el discurso inaugural de Puebla
(1979), Juan Pablo II, inspirándose en la parábola del
samaritano, sostenía que la misión evangelizadora de la
Iglesia "tiene como parte indispensable la acción por la
justicia y la promoción del humano" (III, 2). Afirmación
que influirá en varios documentos de esa Conferencia.
Como
se puede ver, los términos para hablar de la tarea
evangelizadora se han ido precisando y ha ganado terreno una
comprensión global y unitaria. La buena nueva proclamada por
Jesús -calificado de profeta repetidas veces en los
evangelios- recupera su carácter de palabra profética
que proclama el amor de Dios por toda persona y de modo prioritario
por los insignificantes y oprimidos, y que por eso mismo denuncia
enérgicamente la injusticia en el trato con el pobre, no sólo
en el nivel personal, sino también y, en cierta manera,
especialmente, en el campo social.
La promoción de la
justicia es vista, en forma creciente, como parte esencial del
anuncio del Evangelio, ella no es, claro está, toda la
evangelización; pero tampoco se ubica en los umbrales de la
proclamación de la buena nueva, no es una pre-evangelización,
como alguna vez se dijo. Forma parte, más bien, de la
proclamación del reino, aunque no agota su contenido.
No
fue fácil llegar a ese resultado; pero es claro que su
formulación actual evita tanto empobrecedoras separaciones
como eventuales confusiones.
Gestores de su destino
La
solidaridad con los pobres plantea una exigencia fundamental: el
reconocimiento de su plena dignidad humana y de su condición
de hijas e hijos de Dios. De hecho, crece entre los pobres la
convicción de que les corresponde, como a todo ser humano,
tomar las riendas de su vida. La Iglesia, con Juan XXIII, Vaticano II
y Medellín, dio un paso importante en esta ruta, inspiró
compromisos, planteó urgentes discernimientos y desbrozó
rutas; algunas se han cerrado o angostado, otras se estrenan.
La
cuestión de ser gestores de su destino no es un postulado
teórico o un recurso retórico, sino una vivencia,
difícil y costosa, es verdad, pero obligada. Y urgente, si
tenemos en cuenta que, en Latinoamérica, después de un
largo período represivo de las organizaciones populares, hoy
se busca, más sutilmente, sembrar el escepticismo, por
ejemplo, respecto de la capacidad de los pobres para lograr su
propósito o de persuadirlos de que, frente a las nuevas
realidades, globalización, situación internacional de
la economía, unipolaridad política y militar, es
necesario cambiar radicalmente de rumbo. Pero ello no ha impedido que
la perspectiva asumida por muchos pobres, golpeada y magullada, siga
presente y viva a través de nuevas rutas.
No hay un
verdadero compromiso solidario con los pobres si se les considera
sólo como personas que esperan pasivamente una ayuda. Respetar
su condición de actores de su destino es una condición
indispensable de una genuina solidaridad. Por ello, el propósito
no es convertirse, salvo en caso de extrema urgencia y de corta
duración, en "la voz de los sin voz", como se dice a
veces -y sin duda con generosidad-, sino de contribuir, de alguna
manera, a que quienes hay están sin voz, la tengan. Ello
supondrá saber callar para escuchar una palabra que pugna por
ser oída. Para toda persona, ser agente de su propia historia
es una expresión de libertad y dignidad, punto de partida y
fuente de un desarrollo auténticamente humano. Los
insignificantes de la historia fueron -todavía lo son en gran
parte- los silentes de ella.
Para esto es importante anotar
que la opción por el pobre no es algo que deban hacer sólo
aquellos que no son pobres. Los pobres mismos están llamados a
optar prioritariamente por los insignificantes y oprimidos. Muchos lo
hacen, pero, hay que reconocerlo, no todos ellos se comprometen con
sus hermanas y hermanos de raza, género, clase social o
cultura. Viven, como todos, la presión ambiental y mediática
que postula metas individualistas, promueven la frivolidad y
desmerecen la solidaridad. La senda que tomen para la identificación
con los últimos de la sociedad será distinta a las de
personas pertenecientes a otros estratos sociales, pero es necesaria
y es un paso importante para ser sujetos de su propio destino.
Los
primeros pasos hacia la consideración de los pobres como
gestores de su destino en el plano social tiene un correlato eclesial
en el surgimiento de las comunidades cristianas (o eclesiales) de
base. Es más que una simple coincidencia cronológica,
las comunidades forman parte de un acontecimiento histórico
amplio, sin el cual se hace difícil comprender su nacimiento.
La Iglesia no vive en otra historia, está compuesta por seres
humanos que pertenecen a universos sociales y culturales en los que
conviven con personas de otros horizontes humanos y espirituales.
De
allí que, tanto las comunidades cristianas como la teología
que se hace en el continente, pongan el acento en el papel que cabe
al pobre como portador, y no sólo destinatario, del Evangelio,
vinculado al derecho del pobre a pensar su fe y expresar su
esperanza. Es una perspectiva que viene de las experiencias de las
iglesias locales latinoamericanas, así lo reconoce Puebla: "El
compromiso con los pobres y oprimidos y el surgimiento de las
comunidades de base han ayudado a la Iglesia a descubrir el potencial
evangelizador de los pobres" (Puebla, 1147). Vivencias
fundamentales que Medellín había confirmado y
reforzado, y que nos recuerdan que el discipulado se vive en el
compartir comunitario.
La opción preferencial por el
pobre forma parte del seguimiento de Jesús -del "caminar
según el Espíritu" (Rom 8,4)- que da sentido
último a la existencia humana y en que damos "razón
de la esperanza" (1 Pe 3,15). Nos ayuda a ver la inteligencia de
la fe como una hermenéutica de la esperanza, interpretación
que debe ser hecha y rehecha, constantemente, a lo largo de nuestras
vidas y de la historia humana, forjando motivos de esperanza. Y nos
impulsa a encontrar los caminos apropiados para una proclamación
profética del reinado de Dios, una comunicación
respetuosa y creadora de comunión, de fraternidad, de igualdad
entre las personas y de justicia.
En coherencia y continuidad
creativa con Medellín, Puebla y Santo Domingo, la Conferencia
que tendrá lugar en Aparecida (Brasil) se propone repensar el
tema del discipulado en las nuevas y viejas condiciones que se viven
en América Latina y el Caribe. La Iglesia, como el samaritano,
debe salir constantemente de su camino, practicar la solidaridad con
los más pobres y renovar su cercanía -su proximidad- a
ellos, en busca del reino y la justicia. Y como el escriba que se
hizo discípulo del reino, debe sacar de su tesoro "lo
nuevo y lo viejo" (Mt 13,52). Lo nuevo y lo viejo.
Páginas Nº 201 / Reflexión y Liberación Nº 71