La misión de los laicos:
Renovar la faz de la tierra,
evangelizar a la Iglesia
Stefan Silber (1)
El 13 de Mayo de 1977, treinta años antes del día previsto para la apertura de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, murió el Dr. Luis Aredez, médico, padre de cuatro hijos y militante cristiano, como “mártir de la solidaridad entre los pobres de Argentina” (2). No se sabe por qué lo mataron, quizás porque intentaba, a través de su labor profesional, de poner en práctica su fe cristiana y conseguir una vida más humana para las personas de las que era responsable.
Treinta años más tarde, en el “Documento de Participación” (DP) (3) divulgado por el CELAM, podemos encontrar una lista de “santos que vivieron en plenitud su vocación de discípulos y misioneros” (DP 175). A Luis Aredez lo buscaremos en vano entre ellos. Ni encontraremos a ninguno de los santos y santas laicas latinoamericanas que vivieron su vocación en tanta plenitud que les costó la vida. En vez de ellos, el CELAM enumera a sacerdotes, religiosas y religiosos, al legendario Juan Diego y a dos laicos europeos: A un mártir de la fidelidad al Papa (Tomás Moro) y una mártir de la oposición al aborto (Gianna Beretta). Llama la atención que el Consejo Episcopal Latinoamericano ignore la plenitud de la vocación de los santos laicos latinoamericanos, y que en un documento dedicado a los “Discípulos y misioneros de Jesucristo para nuestros pueblos” esté ausente el testimonio de tantos mártires de la solidaridad, del amor al prójimo y de la pasión por la justicia que vivieron y murieron en América Latina como Luis Aredez. Llama la atención, además, que se haya fijado la fecha mencionada para la apertura de la conferencia, porque el 13 de mayo de 2007 se cumplirán también los noventa años de las primeras visiones de Fátima, también en Europa. Arriesgo el pronóstico, que en esa fecha los tres niños de Fátima serán evocados, mas el santo “martir de la solidaridad” Luis Aredez, no.
Reflexionar en estas circunstancias eclesiales sobre los desafíos del laicado ante el proceso preparativo hacia Aparecida, es una tarea provocadora, difícil y necesaria. Si para el CELAM, las condiciones para que un laico llegue a ser santo se desprenden de los dos ejemplos mencionados: Fidelidad al Papa y a sus enseñanzas - ¿qué imagen tiene del laico en la Iglesia? Me dedicaré, por tanto, en un primer apartado, a un breve estudio de la teología del laicado presente en el documento de participación, para contrastarla después con la doctrina expuesta por el Concilio Vaticano II y documentos posteriores. Creo además, que el aporte de la Teología de la Liberación latinoamericana, basada en la opción por los pobres, es decisivo para una teología cabal y actual del laicado, que puede conducir a que se respete el testimonio de las santas laicas y de los santos laicos que viveron en América Latina y a que los laicos de hoy vivan su vocación “en plenitud”.
¿Una gran misión continental? Los laicos en el Documento de Participación
El Documento de Participación, en los meses que van desde su publicación, ya ha sido ampliamente criticado, en cuanto a su contenido y método (4). Me limito, por tanto, a revisar la teología del laicado que se perfila en el documento.
Aunque el documento constata que “crece el compromiso de incontables laicos en la edificación de la Iglesia y en su misión evangelizadora” (DP 34), en general no exhibe una percepción positiva del trabajo y del papel de los laicos en la Iglesia. Por el contrario, desentierra un modelo eclesiológico favorable a la separación entre laicado y clero abolido desde el Concilio Vaticano II. Ya el término “fieles laicos”, que el documento usa a menudo en vez de decir simplemente “laicos”, es un indicio de esta actitud. Que la eclesiología del documento no se rija por la doctrina del Concilio se vuelve más patente al estudiar el uso del término “Pueblo de Dios” (5), tan central en la eclesiología del Vaticano II. Mientras este enseña que existe una igualdad profunda y fundamental entre todos los creyentes, por lo que el “Pueblo de Dios” se constituye en sinónimo general de toda la Iglesia, antes de identificar dentro de él a laicos y clérigos, varones y mujeres etc., en el documento de participación se construye una oposición falsa entre clero y Pueblo de Dios, como si este comprendiera tan solo a los laicos (DP 57). El sentido del término como fue acuñado por el Concilio no está ausente del documento en pleno, pero tan sólo aparece dentro de dos citas textuales de un documento del Concilio y de un texto de Juan Pablo II (ambas en DP 62). Lo que significa, y a mi parecer este hecho es muy significativo para entender la política detrás de este documento, que mientras conocían la doctrina del Concilio sobre la igualdad y unidad de laicos y clérigos dentro del Pueblo de Dios, los autores del texto se decidieron presentar otra eclesiología que subvierte el estado de los laicos en la Iglesia. Es consecuente con esta postura, que el documento presente un apartado sobre los sacerdotes y otro sobre los religiosos (DP 74-75), pero que hable de los laicos tan sólo en lugares dispersos.
La eclesiología que presenta el documento del CELAM separa al clero del laicado y no meramente distingue entre estos dos estados dentro del Pueblo de Dios. Se perdió la unidad fundamental entre todos los creyentes. Por tanto, la atribución de funciones distintas a los diferentes estados eclesiales, se realiza de una manera estricta y terminante: Al clero se le atribuye la responsabilidad de conducir la Iglesia, a los laicos la obligación de “ordenar las realidades temporales según el querer del Señor” (DP 154). Los autores del texto llegan al extremo de deplorar el hecho de que los obispos hayan invitado a los laicos “a participar en la construcción de la Iglesia.” (DP 154). La oposición entre las tareas intra- y extraeclesiales, presente en el documento, es fuerte y exclusiva. La participación de los laicos en la tarea de la conducción de la Iglesia es caracterizada o más bien caricaturizada como una intromisión que debe ser limitada a los servicios más ínfimos, mientras se le atribuye a los laicos las tareas de la transformación del mundo al aparecer para mantenerlos ocupados fuera de la casa, y siempre bajo el control de las riendas del magisterio eclesiástico.
La caricatura, sin embargo, no termina ahí, porque el texto afirma que el magisterio haya “motivado la creciente participación de los laicos en la construcción de la Iglesia y, al parecer en menor grado, en la configuración del mundo mediante su compromiso socio-político (DP 149)”, desconociendo por completo la experiencia de tantas comunidades eclesiales de base que en su tiempo participaron de una manera tan decisiva en la configuración de su mundo que llamaron la atención de la autoridad eclesiástica, porque se metían en política. Obviamente, la participación de los laicos en los movimientos sociales, en los partidos de izquierda y en las reivindicaciones populares no es el tipo de “compromiso socio-político” anhelado por los autores del CELAM. Al contrario, lamentan que “políticos, economistas, empresarios, sindicalistas, y comunicadores sociales” (DP 154) no se hayan portado según el compromiso cristiano. Es decir, que las élites latinoamericanas, y no las bases populares y mayoritarias son el modelo de laico presente en el documento, y se busca mejorar su comportamiento según la Doctrina Social de la Iglesia, en vez de reafirmar la Opción por los Pobres presente en la Iglesia en América Latina desde que la conferencia de Medellín recomendó, “que se presente cada vez más nítido en Latinoamérica el rostro de una Iglesia auténticamente pobre, misionera y pascual, desligada de todo poder temporal y audazmente comprometida en la liberación de todo hombre y de todos los hombres” (6).
La separación entre clero y laicos, entre Iglesia y mundo se concretiza en la ausencia, del texto, de una experiencia eclesial latinoamericana muy importante que realiza y simboliza la unidad entre todos los cristianos, y entre las tareas sociales y eclesiales. Las comunidades eclesiales de base (CEBs) se encuentran en el documento del CELAM reducidos a simples formas organizativas dentro de las parroquias. No se refleja en ningún lugar su significado eclesiológico, ni su eficiencia política, ni su condición “de base” social, popular y eclesial. Más bien, son domesticados como lugares litúrgicos (DP 34b), como instituciones eclesiásticas al lado de ministerios laicales y consejos pastorales (DP 34n) o como una de las “muchas formas de organización eclesial” que “no siempre responde a los desafíos de las megápolis” (DP 151). Dicho en castellano, las CEBs son, para las autores del texto, ya obsoletas. Son además, en lo que todavía existiera, meras formas de organización y no tienen, para el CELAM actual, valor evangelizador. Que las CEBs sean fermento en la masa, transformadores de la sociedad, focos de testimonio en el mundo y el aporte que la Iglesia puede dar a las organizaciones populares, es totalmente ignorado por el documento de participación.
La razón profunda de la desvaloración de las CEBs y de su identidad evangelizadora, es la ausencia del Reino de Dios del documento de preparación (7). Si la Iglesia no existe para el Reino, tan solo le interesará mantener la propia organización. Si la evangelización (8) no es la identidad más profunda de la Iglesia, esta se convierte en una institución proselitista, cuyas relaciones con el mundo se rigen por los propios intereses y no por las necesidades de los pobres. Los autores del documento ocultan el ejemplo de Jesús para la actividad evangelizadora de la Iglesia (9) y tratan de restaurar un modelo tradicionalista de una Iglesia de cristiandad centrada sobre sí misma y “misionera” tan sólo para aumentar el número de sus adeptos.
La Gran Misión Continental, en la que los laicos deben ser protagonistas (DP, Anexo 2), es por tanto un intento de refundación de una iglesia de cristiandad. Al estilo de una caricatura de los hermanos protestantes, los “misioneros” laicos deben ir yendo casa por casa para atrayer a las ovejas perdidas, para convertir a los alejados de nuevo a la Iglesia y para incorporarlos en una institución eterna. Es tan sólo una misión ad extra que no tiene repercusiones dentro de la vida, la estructura y la espiritualidad de la Iglesia. Por esto los autores del documento no ven ningún peligro confiarla a los laicos. Y esta misión no tiene consecuencias políticas, sociales y económicas, porque tan sólo se refiere a la adherencia eclesial. De modo que para el documento del CELAM, los laicos deben ser los ejecutores de la supuesta misión de la Iglesia, que consistiría en la renovación de una iglesia preconciliar, eterna y ordenada, que necesita ser reforzada en América Latina por medio de la supuesta Gran Misión Continental.
Desde el punto de vista de los laicos, el documento de participación no aporta nada valorable para la espiritualidad y el compromiso cristiano en América Latina. Hay que tener esperanza que los obispos reunidos en Aparecida se dejarán iluminar por la doctrina del Concilio, de Medellín y de Puebla, así como por la experiencia de incontables laicos y laicas latinoamericanas que dieron su vida por sus semejantes, sin pretensiones de llegar a ser santas y santos, pero con la ilusión de que en América Latina se pueda vivir en paz, justicia y amor, como Dios manda.
Si el documento preparativo no aporta nada de valor: ¿Cuál puede ser el papel de los laicos en la coyuntura actual? Dedicaré a esta pregunta los siguientes dos capítulos: Veremos que la misión de los laicos no se puede separar de la misión general de todo el Pueblo de Dios, y que es una sola misión que busca transformar al mundo y evangelizar a la Iglesia.
La misión de los laicos es la misión misma de la Iglesia: Renovar la faz de la tierra.
La Iglesia no existe para sí misma. Ella tiene un fin más allá de sus propios límites: La transformación de la realidad en el Reino de Dios. En las palabras del magisterio, esta tarea se designa con el término de la evangelización. Así dice el papa Pablo VI en la Evangelii Nuntiandi, de 1975: “La tarea de la evangelización de todos los hombres constituye la misión esencial de la Iglesia. [...] Evangelizar constituye, en efecto, la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar.” (EN 14) Todos los hombres – y, como habría que añadir, también todas las mujeres –, aún los no cristianos, deben recibir el mensaje del evangelio que los hace cambiar y, de esta manera, transforma toda la realidad humana hacia la realidad deseada por Dios. En las palabras del Papa: “Evangelizar significa para la Iglesia llevar la Buena Nueva a todos los ambientes de la humanidad y, con su influjo, transformar desde dentro, renovar a la misma humanidad: ‘He aquí que hago nuevas todas las cosas’ (Ap 21,5)” (EN 18).
La Iglesia no está sola en este camino de la transformación de la humanidad. Al contrario, ella debe asumir esta misión de buscar y de construir el Reino de Dios en un esfuerzo conjunto y compartido con todas las personas “de buena voluntad” (GS 22 y 52), como dice el Concilio Vaticano II. A través del diálogo con la humanidad, la Iglesia no solamente contribuye con su propia palabra, sino también recibe desde la palabra de los demás. Junto con todas las personas de buena voluntad, la Iglesia debe buscar el bien de la humanidad, teniendo en cuenta sus alegrías y esperanzas, tristezas y angustias, “sobre todo de los pobres y de cuantos sufren” (GS 1). La evangelización proclama una Palabra que afecta toda la vida humana, en lo personal, social, político, cultural, económico y también en lo estrictamente religioso. Esta Palabra, al pronunciarse, tiene un efecto, pues puede cambiar al ser humano en todos sus aspectos. Por esto, ante la pobreza y la exclusión, la evangelización se encarna hoy en América Latina, como dice Jon Sobrino, en la lucha por la justicia. (10)
La misión de los laicos en la Iglesia no es otra que la misión de la Iglesia misma. Es que los laicos no forman tan solo una parte secundaria de la Iglesia, sino que los laicos – en las palabras de los papas Pío XII y Juan Pablo II – son la Iglesia (11). Siendo la Iglesia, debemos asumir su misión como propia. Por ello, los laicos formamos parte del trabajo dialogado de la evangelización con la meta de renovar la faz de la tierra (cf. Sal 104,30) y convertirla en lugar de vida, justicia y alegría. Si buscamos la justicia, demostramos que somos la Iglesia, porque la evangelización es la misión de la Iglesia y “su identidad más profunda”.
Los laicos son, además, en la doctrina de la Iglesia repetida ad infinitum, los más propiciadamente llamados a la tarea de la transformación del mundo, ya que la evangelización protagonizada por ellos “adquiere una nota específica y una peculiar eficacia por el hecho de que se realiza dentro de las comunes condiciones de la vida en el mundo.” (LG 35) Es de suma importancia notar que, para el Concilio, a diferencia del documento de participación para la V CELAM, la tarea de cambiar las realidades humanas no es algo secundario, sino la misión primordial de la Iglesia. Y además, que no se confía esta misión a los laicos, por ser secundaria, sino que es la misión de todo el Pueblo de Dios que está siendo ejecutada en los ambientes humanos por los laicos que se desenvuelven en ellos. Por tanto, la misión de los laicos se desarrolla en primer lugar en su vida diaria, en la familia, a través del trabajo, de la organización sindical y política, en el amor, en la fiesta, en la solidaridad. Es una evangelización muchas veces muy práctica, bien vivida, sin grandes discursos teológicos. Esta evangelización es muy eficiente, concreta y creativa que vuelve realidad cotidiana las esperanzas expresadas en el evangelio. A través de la evangelización cotidiana de los laicos el mundo se asemeja cada día en millones de lugares al Reino deseado y iniciado por Dios.
Renovar la faz de la tierra: Pasos concretos.
Para analizar todavía más detalladamente los pasos, el alcance y la meta de la misión evangelizadora de los laicos, es útil la metodología tradicional del “ver – juzgar – actuar” que ya entró en desuso en el documento de la IV Conferencia General, en Santo Domingo, y está ausente del documento de participación.
En primer lugar, y como debería ser obvio, la transformación del mundo debe partir de las necesidades, injusticias y exclusiones sociales sentidas y vividas por los pobres. La Iglesia no posee un tesoro de verdades ni un recetario político o social que contiene las respuestas hechas para todas las preguntas sociales. Ni dispone la Iglesia de una imagen de una societas perfecta que serviría de modelo según el cual el mundo debe ser transformado. Antes que nada, los laicos debemos unir fuerzas con hombres y mujeres de los demás sectores sociales, de la sociedad civil, de los sectores públicos, de los movimientos populares, en fin, con las personas de buena voluntad, ya para un análisis crítico de la realidad humana que vivimos.
Este análisis debe comprender muchos aspectos de la realidad que vivimos: las exclusiones sociales de grandes minorías o incluso mayorías, la explotación económica, la falta de equidad de género, la marginalización cultural y religiosa de etnias y naciones, el racismo abierto y clandestino, la corrupción política y económica, la manipulación mediática, la falta de recursos sanitarios y educativos etcétera. En cada lugar concreto este análisis y sus resultados serán distintos, y cada aspecto tendrá más o menos importancia. No necesariamente se necesitan científicos académicamente formados en estas materias para realizar este estudio de las necesidades reales del mundo concreto en que vivimos, aunque ellos pueden, ciertamente, aportar su perspectiva. La sabiduría cotidiana y la percepción abierta y crítica de las personas afectadas pueden – a través de un proceso pedagógico adecuado – llevar a un conocimiento lúcido y comprensivo de los desafíos concretos que presenta la realidad.
En segundo lugar, ya entrelazado con el paso del “ver”, se aplica el “juzgar” acostumbrado para contestar a las preguntas, por qué y después cómo esta realidad social, tan apoyada por los grandes poderes de la actualidad, debe ser transformado. Aunque para los cristianos el manejo de la Biblia, de la tradición y de la doctrina de la Iglesia en este punto son importantes e imprescindibles, es necesario que no nos encerremos dentro de los espacios exclusivamente cristianos al juzgar la realidad. Los valores, las experiencias humanas y la sabiduría cultural de todas las personas, cristianas o no cristianas, nos pueden orientar en la tarea de juzgar “lo justo” para la humanidad de hoy. Si debemos – y queremos – dialogar con todas las personas de buena voluntad no podemos tomar como base tan sólo el evangelio cristiano, sino debemos consultar además la sabiduría indígena, las tradiciones ancestrales afroamericanas, las experiencias cotidianas populares, los valores y las creencias de otras religiones y la ciencia académica de los expertos del mundo moderno. Sólo en este diálogo abierto y polifónico podremos diseñar soluciones cabales para los problemas complejos y multifacéticos del mundo de hoy.
La actuación concreta de los laicos en el tercer momento del proceso evangelizador de la transformación del mundo tiene la misma apertura y complejidad que vimos en los anteriores pasos y de hecho, se ejecuta muchas veces al mismo tiempo o en un solo acto junto con el ver y el juzgar. La evangelización no se puede reducir a un mero anuncio del evangelio o a unos actos de comunicación social de parte de la Iglesia. La transformación del mundo se realiza en una infinidad de actos cotidianos, en el amor al prójimo, en la acción solidaria espontánea, en el denuncio profético de una injusticia concreta. El mundo se transforma, cuando dos personas encuentran el amor, lo espresan en la sexualidad, se unen para profundizar el amor y para crear fuerza y alegría. Los laicos transformamos el mundo cuando a través de nuestro trabajo nos unimos con otras personas para crear algo nuevo, mejor o más humano. La educación de los niños transforma el mundo, si asumimos nuestra maternidad y paternidad como laicos responsables, tratando no solamente de hacer crecer a nuestros hijos como miembros de la Iglesia, sino también educarlos como miembros responsables y solidarios de la sociedad. Esta tarea de evangelización del mundo es muy corporal: pasa por nuestros cuerpos de varones y mujeres, nuestra piel de blancos y negros, nuestras manos acostumbradas al arado o al teclado de la computadora, nuestros rostros de jóvenes, personas maduras o ancianas. A través de nuestros cuerpos colaboramos en la tarea de la transformación del mundo.
La construcción del Reino de Dios se realiza en ambientes muy diversos y a través de actos muy diferentes. Significaría debilitar el compromiso laical si lo limitáramos a una u otra tarea solamente. Por esto, es preciso mencionar también todo el espectro de las diferentes estrategias de la actividad política. De hecho, la militancia política o sindical, la lucha social a través de movimientos y organizaciones populares y la concientización de las personas a través de los medios de comunicación y la educación popular son medios importantes del compromiso cristiano con la transformación del mundo. Lo mismo vale para las personas que luchan por los derechos de las mujeres y de las niñas, los indígenas y los afroamericanos que se oponen al racismo y a la exclusión, y las personas que reclaman el respeto hacia la alteridad en lo social, cultural y religioso. Hay un sinfín de laicos cristianos que se comprometen en movimientos de reivindicación social para personas y grupos marginados o excluidos, aunque esto puede significar que deben colaborar con personas que se consideran socialistas, feministas, indigenistas etc., y que muchas veces rehúsan la actitud de algunos representantes altos de la Iglesia Católica. No vacilan en la colaboración con esas mujeres y hombres porque están convencidos, que la construcción del Reino de Dios es más importante que la pertenencia a la Iglesia Católica y que el Reino se puede construir aún con la ayuda de personas que se consideran ateos, agnósticos o anticlericales.
A nivel continental y mundial se empieza a perfilar un movimiento cristiano afín a la movilización global del Foro Social Mundial que comprende un gran número de movimientos sociales. El diálogo a este nivel, que se realizó por ejemplo en la celebración del Primer Foro Mundial “Teología y Liberación” en Porto Alegre en 2005, es una expresión más del compromiso cristiano con la transformación del mundo hacia el Reino de Dios.
Este Reino es la gran meta del proceso de la evangelización. No se trata de construir un paraíso terrenal, sino de aportar la propia colaboración a un proceso de humanización. El hecho de que no podemos solucionar todos los problemas humanos no justifica que descuidemos la responsabilidad de buscar concretamente el bien para el prójimo. Como dice el Concilio: “Se equivocan los cristianos que, pretextando que no tenemos aquí ciudad permanente, pues buscamos la futura, consideran que pueden descuidar las tareas temporales, sin darse cuanta que la propia fe es un motivo que les obliga al más perfecto cumplimiento de todas ellas según la vocación personal de cada uno.” (GS 43) Es más, este concilio tan ansioso de no emitir documentos excluyentes y amenazantes, concluye de una manera muy tajante: “El cristiano que falta a sus obligaciones temporales, falta a sus deberes con el prójimo; falta, sobre todo, a sus obligaciones para con Dios y pone en peligro su eterna salvación.” (GS 43) Tan fuerte es para los padres del Concilio nuestra obligación de comprometernos en los asuntos “temporales” que contempla la necesidad de emplear un lenguaje fuerte que suena a poco menos que un anatema. La razón profunda de este lenguaje fuerte es que estamos buscando, a través del compromiso “temporal”, la realización de nada menos que el Reino de Dios. No son mejoramientos caritativos o correcciones cosméticas que al final de cuentas nada tuvieran que ver con nuestra vocación celestial. Nuestro compromiso con la transformación del mundo está en línea con el mensaje y la vida de Jesús quien anunció y realizó ya en su tiempo el Reino de Dios, y nos encomendó que hagamos lo mismo, paso por paso, buscando lo que Pablo VI llamó „el verdadero desarrollo, que es el paso, para todos y cada uno, de unas condiciones de vida menos humanas a condiciones más humanas (PP 20)“.
Por ello, la misión de la Iglesia es una sola. No tiene una misión hacia fuera, que estaría encomendada a los laicos, y otra hacia dentro, confiada a los clérigos. La Iglesia tiene una sola misión, y por tanto, también los laicos, quienes somos la Iglesia, tenemos una sola misión, fuera de la Iglesia y dentro de ella, que es la tarea de renovar la faz de la tierra, colaborando con todas las personas de buena voluntad, a través de la evangelización.
La misma misión de los laicos: la evangelización de la Iglesia.
Quienes pretenden que la tarea de los laicos consiste únicamente en la evangelización del mundo o la construcción de la sociedad o que sean menos importantes sus tareas intraeclesiales, no están tomando en cuenta la doctrina del Concilio Vaticano II que “los fieles cristianos [...] constituidos en Pueblo de Dios y hechos partícipes a su manera de la función sacerdotal, profética y real de Jesucristo, ejercen, por su parte, la misión de todo el pueblo cristiano en la Iglesia y en el mundo.” (LG 31) Si la misión evangelizadora de la Iglesia es única e inseparable, también los laicos tenemos la obligación de asumir nuestra responsabilidad dentro de la Iglesia y frente a ella. Por esto, el Concilio engarga a los obispos que “reconozcan y promuevan la dignidad y la responsabilidad de los laicos en la Iglesia. Hagan uso gustosamente de sus prudentes consejos, encárguenles, con confianza, tareas en servicio de la Iglesia, y déjenles libertad y espacio para actuar, e incluso denles ánimo para que ellos, espontáneamente, asuman tareas propias.” (LG 37)
La dignidad de los laicos como bautizados incorporados a la vida de Jesucristo exige que ellos, en función de su misión evangelizadora, pueden configurar no solamente al mundo y transformarlo según el plan de Dios, sino también la Iglesia, para convertirla a lo que debe ser: Pueblo de Dios. La Iglesia no es una institución invariable que desde siempre y para la eternidad será la misma. Al contrario, ella es una comunidad en proceso, Pueblo peregrino de Dios que debe buscar contínuamente la identidad propia prometida por Dios. La Iglesia está en camino para llegar a ser lo que es y siempre debe partir de sí misma para volverse a alcanzar. (12)
Y como la evangelización es la “identidad más profunda” de la Iglesia (Pablo VI), es ésta la meta de la conversión continua de la Iglesia: Ella debe buscar día a día a llegar a ser de nuevo una comunidad evangelizadora de un mundo en constante transformación, lo que suscita dentro de ella la necesidad de transformarse a su vez en un proceso continuo para ser fiel a este compromiso suyo.
La misión de los laicos de evangelizar el mundo incluye por todo ello la necesidad de transformar la Iglesia entera desde dentro, para darle la oportunidad de ser servidora del mundo. La conversión de la Iglesia y la evangelización del mundo no son, por tanto, dos tareas diferentes y no pueden, tampoco, ser repartidas entre estados diferentes dentro de la Iglesia. Son dos aspectos de una única misión que compromete a toda la Iglesia y de esta manera también a los laicos. La transformación del mundo en un lugar de humanidad exige que la Iglesia sea evangelizada continuamente. La voz de los laicos en la Iglesia es la base de esta evangelización propia, porque recuerda a la Iglesia los signos de los tiempos en cambio permanente. El compromiso de los laicos para la transformación del mundo representa dentro de la Iglesia el recuerdo permanente de que ella está llamada a transformar el mundo. Al mismo tiempo, los laicos advierten a la Iglesia que, como el mundo está cambiando, la evangelización debe transformarse también, y por ello, la Iglesia en todo, a su vez, debe convertirse permanentemente. Los compromisos intra- y extraeclesiales de los laicos no constituyen, por tanto, una contradicción o polos opuestos, ni es el uno más importante o más adecuado que el otro. Son dos procesos entrelazados e inseparables, ambos son partes de una sola evangelización.
Evangelizar a la Iglesia: Tareas concretas
Estas consideraciones son el fundamento para analizar más concretamente la misión de los laicos de transformar también a la Iglesia. Es precisamente por su misión de renovar la faz de la tierra que los laicos tienen al mismo tiempo la de configurar también la Iglesia y convertirla en una comunidad servidora del Reino de Dios.
En primer lugar quiero mencionar todo el panorama de los ministerios laicales, pero no en el sentido limitado que muchas veces se les da en ambientes más conservadores de la Iglesia. Si hablamos de un ministerio asumido por un laico, no podemos derivarlo únicamente del ministerio ordenado y construirlo según una escala menor. Los llamados “ministerios” del acolitado y lectorado, por ejemplo, son tan sólo adaptaciones vergonzosas de los que eran las ordenaciones “menores” preconciliares. Con razón sus portadores resultan ser, no pocas veces, “mini-curas”. Los ministerios laicales, al contrario, debemos considerarlos como realizaciones concretas y públicas de los tres ministerios de Jesucristo: sacerdotal, profética y real (13). Los laicos debemos asumir responsabilidad dentro de la Iglesia, no como ayudantes o “acólitos” (en el sentido corriente de la palabra) de los ordenados, sino como representantes del ministerio de Jesucristo. Las funciones concretas que desempeñamos, son signo y realización de este ministerio. Por esto, no encontramos los ministerios laicales solamente en el ámbito litúrgico, como complementos o suplentes de los ordenados, sino en todos los ámbitos del compromiso laical en la Iglesia: Los y las catequistas, los y las líderes de comunidades y grupos juveniles, presidentes de consejos pastorales y de movimientos, formadores y educadores – toda clase de laicas y laicos comprometidos con la Iglesia por causa de su bautismo y poniéndolo en práctica, encarnan el triple ministerio de Cristo dentro de la Iglesia y deben llamarse, por tanto, ministros y ministras laicas. El status que se le confiere a los laicos dentro de la Iglesia es un punto clave para la recepción del Concilio. Si el laico es considerado solamente como una versión deficiente del cristiano ordenado, no se ha comenzado siquiera a comprender el Vaticano II. El ministerio y la misión del laico se derivan de Jesucristo, no del ministro ordenado.
Hablando, en segundo lugar, de las Comunidades Eclesiales de Base (CEBs), hay que notar una característica parecida: La eclesialidad de las CEBs no se deriva de la eclesialidad de la parroquia en la que se organizan, sino del bautismo de los miembros que les pertenecen. (14) Quizás sea por esto mismo que en la actualidad muchas CEBs se alejen de las estructuras visibles de su parroquia, si en ellas no encuentran cabida. Las CEBs no dependen de la parroquia, sino conforman la Iglesia a través del compromiso cristiano de sus miembros. La dignidad y la responsabilidad propia de los laicos encuentran un grado muy respetable en muchas CEBs, tan respetable, a veces, que algunos representantes de la estructura visible de la Iglesia tratan de ponerles límites. A pesar de que sea un hecho muy lamentable, que en muchos lugares se abran zanjas entre las CEBs y las parroquias territoriales, es al mismo tiempo una muestra de la responsabilidad cristiana de las CEBs si desarrollan más autonomía e independencia para continuar su misión. El hecho de que las CEBs en América Latina, a pesar de muchos tropiezos y obstáculos de parte de la jerarquía y de parte de la política, sigan “en movimiento” y sigan moviendo grandes sectores de la Iglesia junto con ellas demuestra que los laicos están asumiendo su responsabilidad de servicio en la Iglesia, aunque sea a veces al margen de la jerarquía. Es más, por su propio modo de ser, las CEBs se abren a toda clase de gente, católicos, cristianos de otras Iglesias, no creyentes, hasta miembros de otras religiones, y permeabilizan de esta manera a la misma Iglesia para que esta se puede extender a la humanidad entera, lo cual es, en las palabras del Concilio, su propia vocación (LG 13). Sin pretensiones de corregir los pronunciamientos pontificales o de cambiar el rumbo del gobierno de una diócesis, las CEBs tienen su propio modo de convertir a la Iglesia a través de su misión diaria de evangelizar el mundo. Tratando de vivir su propia fe, los miembros de las CEBs ejercen su responsabilidad eclesial, transformando el mundo concreto de sus lugares de vida y evangelizando la Iglesia concreta y local de sus ambientes. Además, por su constitución eclesial propia, las CEBs evangelizan a la Iglesia cada vez que se convierten a así mismas.
Algo parecido vale, en tercer lugar, de muchos movimientos eclesiales, que como instituciones eclesiales fomentan el compromiso cristiano de sus miembros y representan cauces del seguimiento de Jesucristo en la actualidad. Al contrario, muchos de los llamados “movimientos” nuevos en la Iglesia, tan solo tratan de aplicar en sus miembros las supuestas verdades romanas únicas sin dejar espacio para experiencias diferentes. Es quizá por esto que los movimientos eclesiales encuentren un cierto apoyo por parte de la jerarquía católica actual. Sin embargo, los movimientos han sido siempre, ante todo en América Latina, organizaciones en las que se movían los laicos, y las que movían a la Iglesia entera. Estos movimientos que mueven y transforman la Iglesia son un aporte importante de los laicos a toda la Iglesia, si encuentran apertura, autonomía y libertad de parte de la jerarquía. Si no las encuentran, fácilmente se alejan de la estructura visible de la Iglesia para moverse en otras partes y mover, ante todo, la sociedad en la que se desenvuelven. De esta manera, cumplen con su compromiso cristiano, pero a la Iglesia le falta su contribución decisiva.
En cuarto lugar, los laicos transforman la Iglesia en toda la gama de consejos, comités, sínodos y demás organizaciones de participación laical. No se puede desvalorar esta participación argumentando que la Iglesia no es una democracia. Aunque esta afirmación sea certera, la Iglesia es tampoco una institución de obediencia ciega, sino una “comunidad de iguales” en la que todos pueden y deben contribuir su punto de vista. Aunque al final de cuentas las personas ordenadas en las posiciones de decisión deben asumir la responsabilidad final, aún el Derecho Canónigo afirma el deber de los responsables de consultar con los laicos, quienes deben “estudiar”, “valorar” y “sugerir” (CIC, c. 511; cf. c. 536). Aunque, por supuesto, el obispo resp. el párroco no tiene que regirse según estas sugerencias como si fueran decisiones vinculantes, el mero hecho de que el Códex mencione la obligación de consultar indica que las personas responsables en la Iglesia deben formar sus decisiones según los estudios, las valoraciones y las sugerencias de los laicos. Por esto deben escuchar las opiniones de los laicos, y, lo que es más, deben pedírselas. Sobra decir, que este caso de reglamento legal dentro del código de derechos eclesiales es un caso límite y que siendo una comunidad de creyentes y seguidores de Cristo, la Iglesia vive de la participación laical. Las instituciones de participación mencionadas tan sólo son el cauce organizativo a través del cual los laicos pueden asumir su tarea evangelizadora de transformar la Iglesia en una servidora del Reino de Dios.
Quinto, los laicos desempeñamos un rol decisivo en toda el área de formación teológica y espiritual. Es importante destacar que no somos solamente destinatarios de esta formación, sino, y no solamente desde el Concilio, protagonistas de ella. Lo que es nuevo, es que en los últimos años ha aumentado considerablemente el número de mujeres y varones quienes asumieron la profesión teológica (15). En la actualidad, estos profesionales muchas veces todavía jóvenes, no encuentran por ahora, ante todo en la Iglesia Católica, mucha cabida. Muchos de ellos tienen que presentar su aporte desde un trabajo en la sociedad civil, en la eduación o en una institución ecuménica o de otra Iglesia Cristiana. Sin embargo, ya se nota que la teología hecha por laicas y laicos (en cuanto a su pertenencia eclesial, no en cuanto a su manejamiento profesional de la teología) es diferente, no solamente porque parte de una posición social diferente – como es la familia y la sexualidad, culturas indígenas y afroamericanas, experiencias profesionales, condiciones de género, pobreza y exclusión, entre otros, – sino también, porque esta teología se escribe desde otra perspectiva eclesial. Se reflejan experiencias religiosas no desde el punto de vista del poder, sino muchas veces desde la impotencia, no tanto desde el orden, sino desde la creatividad, no con tanto servilismo hacia los centros europeos de poder eclesial, sino desde la experiencia del servicio a los pobres. La teología de las teólogas laicas y los teólogos laicos puede, de veras, transformar a la Iglesia desde dentro, si se le da cabida. Con el pretexto de la economía se rechaza muchas veces el aporte significativo de un número creciente de laicas y laicos bien formados, capaces y ansiosos de compartir sus experiencias, sus conocimientos y su sabiduría. Creo, personalmente, que el argumento de la economía es muchas veces tan solo una pantalla para esconder otros motivos, en este caso, quizás, el miedo a los laicos y laicas.
Finalmente, el aporte más decisivo de los laicos hacia la transformación de la Iglesia es que ellos, al asumir su propia responsabilidad en el proceso de la transformación del mundo hacia el Reino de Dios, son la Iglesia, y de esta manera, la convierten cada vez que se convierten a sí mismos hacia este Reino. La Iglesia, Pueblo peregrino de Dios, es una comunidad permanentemente en camino y vive y respira con el compromiso de cada uno de sus miembros. Por esto, cada paso que los laicos dan en la construcción del Reino, lo efectúan como Iglesia, y cuando la Iglesia, en la persona de este laico, se pone en marcha hacia la tarea encargada, se convierte en una Iglesia evangelizadora según el modelo de Jesucristo. Por esto, todos los laicos, que, hartos de esperar que el Papa haga esto o el obispo deje de hacer aquello, se lanzan a cumplir con la tarea encomendada por Dios, y buscan, junto con las personas de buena voluntad, llegar “de unas condiciones de vida menos humanas a condiciones más humanas” (Pablo VI), son la Iglesia y la convierten en lo que es a los ojos de Dios.
La misión de los laicos en la Iglesia no consiste, por tanto, en conseguir cada vez más adeptos para una institución religiosa, como lo sugiere el documento de participación en su propuesta de una “Gran Misión Continental”, sino en la transformación concreta y real del mundo en el que vivimos hacia un “Nuevo Mundo” según la Biblia, y – para conseguir esta meta – en la conversión de la Iglesia hacia una comunidad servidora de este mundo prometido por Dios.
Conclusión: “La Iglesia comienza por evangelizarse a sí misma”
“Evangelizadora, la Iglesia comienza por evangelizarse a sí misma” (EN 15), dice el Papa Pablo VI. La evangelización no es un proceso unilateral desde la Iglesia hacia el mundo, sino un proceso que compromente a la Iglesia, la transforma y la convierte a su propia identidad. La Iglesia no puede anunciar el Evangelio, sin escucharlo al mismo tiempo o antes, y no puede exigir del mundo que lo escuche sin obedecerle ella misma. Por esto, continúa el Papa, la Iglesia “tiene necesidad de escuchar sin cesar lo que debe creer” y además “siempre tiene necesidad de ser evangelizada, [...] a través de una conversión y una renovación constante” (EN 15).
La necesidad de conversión de la Iglesia se debe a dos factores importantes: La “fragilidad humana de los mensajeros a quienes está confiado el Evangelio” (GS 43), como dice el Concilio, o sea, los errores humanos y pecados propios de los miembros de la Iglesia quienes no siempre somos fieles a la tarea encomendada a nosotros, y además, los cambios y transformaciones del mundo que tienen como resultado que una acción concreta que ayer fue necesaria para evangelizar efectivamente, mañana puede tener efectos contrarias a la evangelización. Si nos aferramos a todas las actividades concretas que alguna vez fueron buenas, sin tomar en cuenta que el mundo está cambiando, podemos llegar a hacer lo contrario de lo que hicimos ayer, y necesitamos ser convertidos para poder evangelizar de nuevo.
Los representantes de un orden establecido y los portadores de tradiciones antiguas son las personas menos indicadas para llevar a cabo un cambio dentro de una institución. En la Iglesia, son por tanto ante todo los laicos los que llevan la responsabilidad de convertirla y de evangelizarla. Si Pablo VI dice que la Iglesia “tiene necesidad de escuchar sin cesar lo que debe creer”, es quizás tarea de los laicos pronunciar cada vez de nuevo esta palabra de vida y de conversión. Si nos convertimos a nosotros mismos día a día, para cumplir con la tarea de la construcción del Reino de Dios, evangelizaremos al mismo tiempo a la Iglesia, y la convertiremos al Pueblo de Dios peregrino en un mundo al que debe cambiar a través del servicio a los pobres. Los laicos somos, desde nuestro bautismo, portadores del Espíritu Santo, quien, a través de nosotros y de todos los que le dan libertad para soplar, quiere “renovar la faz de la tierra” – y de la Iglesia.
La conversión de la Iglesia es una esperanza para los pobres. Si la Iglesia se convierte al proyecto divino del Reino, buscará justicia e inclusión y colaborará con todos los que trabajan por “otro mundo posible”. La evangelización de la Iglesia es además, su propia liberación, porque ella se convierte a la comunidad escogida por Dios. La misión de los laicos se cumple en esta tarea: Evangelizando a la Iglesia, contribuimos a la liberación de los pobres. Y comprometidos con la causa de los excluidos, convertimos a la Iglesia.
Aunque quizás los obispos reunidos en la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Aparecida no escucharán este llamado a la conversión, no han de impedir que la Iglesia se convierte, porque ella se evangeliza a través del compromiso contínuo de los bautizados, laicos y ordenados, dentro de la Iglesia, y fuera de ella.
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NOTAS:
(1) Teólogo laico alemán con experiencia pastoral en Bolivia. Dirección electrónica: stefansilber@gmx.de
(2) Martirologio Latinoamericano, http://www.servicioskoinonia.org/martirologio/ficha.php?codigo=162.
(3) Citaré de la versión tomada de www.celam.info.
(4) Cf., ante todo, Agenor Brighenti: Documento de Participación de la V Conferencia del CELAM, en: Alternativas 13 (2006) 31, 179-194 y los diferentes aportes recogidos en el portal Proconcil http://www.proconcil.org/document/Especiales/VCGELC/00VCELAM.htm.
(5) Elmar Klinger: Pobreza, un desafío de Dios. La fe del Concilio y la liberación del hombre, San José: DEI 1995, 73-148.
(6) Documento de Medellín, Juventud, 15a.
(7) Brighenti, op. cit., 187.
(8) Cf. el analisis de Brighenti, op. cit., 188s.
(9) José Comblin: Discípulos, en Cuadernos Movimiento Tambien Somos Iglesia-Chile, Santiago 2006 y en Proconcil (http://www.proconcil.org/document/VCELAM/ComblinDiscipulos.htm).
(10) Jon Sobrino: Resurrección de la verdadera Iglesia. Los pobres, lugar teológico de la eclesiología (Presencia Teológica 8), Santander: Sal Terrae 1984, 267-314.
(11) Cf., con más detalle, Stefan Silber: Los laicos somos la Iglesia. “Otro modo de ser Iglesia” ya es una realidad, en: Alternativas 12 (2005) 30, 123-146.
(12) Elmar Klinger: Volk Gottes – was nun? Die Zukunft der Kirche und das Zweite Vatikanische Konzil, in: Pastoraltheologische Informationen 25 (2005) 2, 178-188.
(13) LG 31, AG 15; CIC can. 204 § 1. Las traducciones al castellano de estos textos del Magisterio que he podido consultar, curiosamente ponen la palabra “función” en vez de la palabra que – según mi entender – sería más adecuada, “ministerio”. Cf. Elmar Klinger: Pobreza, op.cit., 126-129.
(14) Cf., todavía de plena actualidad: Leonardo Boff: Eclesiogénesis. Las comunidades de base reinventan la Iglesia (presencia teológica 2) 3ª ed. Santander 1984, y más recientemente: José Sánchez Sánchez: Las Comunidades Eclesiales de Base, expresión de un nuevo parádigma de Iglesia, en: Alternativas 12 (2005) 30, 101-122.
(15) Esteban Silber: Los teólogos que la Iglesia necesita. El rol del teólogo laico y de la teóloga laica en la Iglesia católica, in: Alternativas 8 (2001) 18/19, 233- 248.