Presentación del libro de Román Mayorga
Recuerdo de Diez Quijotes
He leído con gran gusto y provecho el libro de Román Mayorga “Recuerdo de diez Quijotes”. Me han pedido que lo presente, y no me resulta del todo fácil, pues es un libro muy singular. No es historia ni memorias, tampoco es panegírico. Es “recordar”, volver a pasar por el corazón, que eso es lo que significa etimológicamente re-cordar, a diez amigos: Ítalo López Vallecillos, José María Gondra, Jorge Sol Castellanos, Ignacio Ellacuría, Amando López, Joaquín López y López, Ignacio Martín Baró, Segundo Montes, Héctor Oquelí Colindres y Guillermo Manuel Ungo. Todos ellos murieron entre febrero de 1986 y febrero de 1991. Y de ellos seis fueron asesinados. El hecho fundamental de la muerte, de muchas muertes, en tan poco tiempo y “antes de tiempo”, y en su mayoría fruto de crueldad sádica, no llevó al autor a escribir una elegía fúnebre ni una pieza de lamentos y denuestos. Pero sí puso en su texto un sello personal, de total sinceridad y honradez, sin buscar alguna forma literaria convencionalmente apta para la ocasión.
¿Por qué escribió Román el texto? El mismo lo explica. Al morir Memo Ungo, el último de los diez quijotes, “sentí como un golpe brusco en la cabeza y luego apareció en mi mente, como en una pantalla de computadora, una cadena de nombres… Supe instantáneamente que esa cadena no se había presentado por casualidad sino que era la manifestación de algo profundo e importante para mí. Sentí una necesidad de hilvanar recuerdos y desentrañar el sentido de esa cadena”.
Desde esa necesidad, en marzo de 1991, a un mes de la muerte de Memo Ungo, Román escribió el texto. Pero no lo publicó. Quizás fue por el pudor y la delicadeza propios de la amistad honda, y por cierto deseo de soledad en aquellos momentos. Era “como un diario para mí” dice. Ciertamente no es lo mismo escribir la historia de personajes públicos, y otra recordarlos como amigos, todavía con el corazón lastimado. La amistad no se lleva bien con la publicidad, y menos con la dimensión mediática imperante. Quizás pasaba Román por las soledades de Lope de Vega, “porque para estar conmigo me bastan mis pensamientos”.
En aquel febrero de 1991 era humano y comprensible escribir para uno mismo sin pensar en posibles lectores, idea que suele venírsele a la mente a quien, como Román, ya había escrito antes para publicar. Sin embargo, en soledad e intimidad, y sin romper el secreto, se lo dio a leer a un amigo. Nada más. Después, el texto fue dándose a conocer. Ahora Román ha juzgado oportuno -o varios amigos le han movido a ello- publicarlo. Si le parece oportuno él lo explicará después con sus propias palabras.
Por mi parte, diré algunas cosas sobre cómo me ha impactado personalmente un libro tan personal, y añadiré alguna reflexión sobre su importancia, hoy, para personas y grupos. Sí quiero comenzar diciendo que es bueno leer este libro, aunque sea ahora veinte años después.
1. Elogio de la amistad
Es lo más inmediato que me impacta de este libro. No es un pequeño tratado, como el De amicitia de Cicerón. Román escribe, muy en concreto, de amigos y amistades. Lo hace con hondura, afecto y humor, desde el presupuesto -pienso yo- de que siempre se puede encontrar bondad en la gente y empatía con ella. El texto es objetivo, como lo comprobarán quienes conocieron a los diez quijotes y al autor. Es lúcido en la selección de recuerdos muy plurales y de muy diverso tipo, pero que, puestos todos juntos, introducen en el recuerdo mayor de cada una de las personas. Y es entrañable.
Román título el libro “Recuerdo”, y la palabra es importante. “Recordar” no es simplemente actualizar cognitivamente lo que ha quedado consignado en la memoria. Ni siquiera es sólo “hacer memoria” con la connotación práxica de proseguir lo recordado. Según su etimología, y sin sentimentalismo alguno, es “volver a pasar por el corazón”. Esta palabra “corazón”, cor en latín, splachnon en griego, expresa lo último y más profundo del ser humano. Se puede traducir por “entrañas”, de donde proviene el adjetivo “entrañable”, y el libro lo es, como acabamos de decir. Penetra en uno. De la misma manera que miseri-cordia, splachnizomai, etimológicamente de la misma raíz, significa la reacción al sufrimiento ajeno que ha llegado hasta las entrañas, y de ahí la expresión “moverse a misericordia”.
El texto dice mucho también sobre la capacidad del autor de encontrarse con la amistad, y percibir con hondura qué es la amistad de un amigo. También está transido de fino humor, provocado, además de por el temperamento del autor, por la alegría que le produce recordar a aquellos amigos, quienes, cada uno a su modo, di-vierten, ponen a la luz el lado inesperado y benéfico de las cosas, sin que éstas se hundan en la cotidianeidad, la rutina y la amargura. En medio de la seriedad de las cosas que van saliendo en el libro, siempre asoma algo de sorprendente y jocoso. Y si se me permite un lenguaje que conozco algo mejor, el texto muestra la capacidad del autor de recibir, gozosamente, lo no programado ni programable: la gracia. Así entraron en su vida los diez quijotes.
Román no quiere aparecer como escritor y pensador consumado. Tampoco como personaje importante. Y ciertamente no busca satisfacer la curiosidad del lector, muy comprensible dados los personajes y acontecimientos que salen a relucir, todos de sumo interés. En mi modesta opinión el autor quiere mostrar gozo y agradecimiento por haber pasado por este mundo gozando de la amistad de amigos, y haber sido configurado por ella. Mucho de ello quedará “en lo escondido”, allá donde sólo Dios ve. Pero a Román le ha parecido bien compartirlo.
Sobre sus amigos, tal como nos los ofrece Román, diré unas breves palabras a continuación. Pero antes quisiera advertir que el tono del texto fuerza, al menos a mí, a que esta presentación adopte también un tono especial. La amistad se puede analizar, rigurosamente incluso, desde diversas perspectivas. Pero lo que ahora me toca, comunicar que ha habido amistad, que la amistad es cosa buena, es arte difícil. Se trata de hablar de cosas que los humanos vivimos a fondo perdido. Román lo hace con sinceridad, con profundidad, con sencillez sin doblez, con un deje de inocencia sin dolo.
Por mi parte, para orientarme en qué decir, he recordado las tres preguntas de Kant que nos hacemos los humanos, y las respuestas que solemos dar aquí. La primera es qué puedo saber, y respondemos: la verdad, histórica, transcendente, encubierta o proclamada… La segunda es qué tengo que hacer, y respondemos: justicia, liberación, reconciliación… La tercera es qué me está permitido esperar, y respondemos: paz, esperanza, nuevos cielos y nueva tierra… Este pequeño libro responde a una cuarta pregunta, que no sé si se la hizo Kant: qué puedo celebrar. Román responde en su libro: la amistad.
Esta es mi primera reflexión que he titulado “elogio de la amistad”. Y pienso que un libro así ayuda a ubicarse mejor en la historia. Gozosamente ante el recuerdo de utópicos quijotes, y humildemente ante quijotes que fueron grandes.
2. Trovador de Quijotes cuerdos
Román llama a sus amigos “diez quijotes”, y por eso titulamos esta segunda reflexión “trovador de quijotes cuerdos”. Habla de ellos con conocimiento de causa. “Eran hombres de ideales, entregados a tareas nobles que conformaron su ser. Ninguno de ellos, que yo sepa, puso nunca las cosas materiales en primer lugar… Frugales y sobrios, todos ellos soñaron sueños imposibles, persiguieron estrellas inalcanzables, y se supieron hombres de bien”.
“Quijotes”, pues, por “utópicos”. Y también por “proféticos”. No lucharon contra molinos de viento, pero sí contra molinos reales y difíciles de someter. Denostaron y denunciaron fuerzas de deshumanización y de muerte bien reales, a veces bien trajeadas, uniformadas. La “Dulcinea” ante la que se rendían era un pueblo de pobres, insignificantes e ignorados, pero también hacendosos, entregados y esperanzados.
Eran quijotes, pero cuerdos, con cordura y mesura. No a la manera de Sancho, muy cuerdo por cierto, pero a quien la cordura le venía con la vida misma y consistía en el difícil arte de rebuscarse, a veces con trampas y engaños, nada pecaminosos, para poder vivir. Otras veces la cordura se expresaba en forma de llanto, cuando perdía una buena ocasión de llenar su estómago vacío. Y cordura era también llorar por los males que le sucedían a su señor don Quijote por las locuras que cometía.
Sólo quiero añadir que entre Don Quijote, el de Cervantes, y Sancho surgió y creció una tierna amistad. Y también entre los Quijotes de Román y los cientos de miles de sanchos y aldonzas salvadoreños, campesinos y campesinas. En definitiva por su causa aquéllos se entregaron a grandes trabajos y se expusieron grandes peligros. Y de una u otra forma, por ellos y ellas murieron, seis de ellos asesinados.
Román los conoció muy bien. No cuenta hazañas ni biografías, pero en trazos breves los describe a cabalidad. Sólo voy a citar brevemente algunas palabras suyas sobre cada uno de ellos que más me han iluminado y afectado en lo personal.
De Ítalo, “el bardo que por dentro amaba la solidaridad y los pájaros y los balcones y por fuera era astuto entre los sagaces”, dice que “su poesía era el refugio de su propio yo… Trató de reconciliar su naturaleza íntima con su compromiso político y las exigencias prácticas de la vida”. Volveremos sobre Ítalo.
A José María Gondra, unos treinta años mayor que él, siempre le llama “el Padre Gondra”. Y lo recuerda muy bien en el Externado. Bastaba una ligera elevación de su estruendosa voz para que temblara todo el colegio. Secretario y tesorero en los primeros años de la UCA, su exagerado espíritu de ahorro era legendario, y chocaba con la normal liberalidad de Román. Cuando éste “asumió el rectorado el P. Gondra celebró una misa. Aquel hombre que hacía estremecer catedrales, ese vasco recio, que muchos consideraban excesivamente duro consigo mismo y con los demás, estaba emocionado hasta las lágrimas y durante toda la misa le temblaron las manos y la voz. Al terminar me acerqué para darle las gracias. Me dio un abrazo inolvidable y me dijo: ‘sabes bien que te quiero como a un hijo’”. Me he extendido un poco porque este texto de Román no se puede resumir.
Por Jorge Sol Castellanos Román sentía verdadera admiración: “Tenía una de esas mentes que siempre están delante de su tiempo”. Y de él se le quedaron estas dos cosas importantes. “Si la mente está bien formada, esas cosas (qué carrera elegir, por ejemplo, cosa que preocupa a los jóvenes, y sus contenidos) se aprenden con facilidad”. Y esta otra. “Estamos a las puertas de una revolución científico-tecnológica mundial… Alterará producción y consumo, hasta la estructura del genoma humano”. Román ha mantenido hasta el día de hoy la misma convicción. Y la transmite a instituciones como la universidad.
Con Ellacuría tuvo una especial cercanía en tiempo, espacio, ideas e ideales. Juntos se dieron a la tarea de “hacer una universidad nueva en Centroamérica… al servicio del cambio social, universitariamente”. Exigía saberes y ponerlos al servicio de la realidad nacional y “pensaba que la materia más importante era la de “realidad nacional”, materia que después la extendió a “cátedra de la realidad nacional”. Y tras su carácter, a veces adusto, descubrió el lado cariñoso de Ellacuría. “Rosario le dio a Ingrid una foto de Ellacu con dos de nuestras hijas cuando estaban pequeñas. Dijo que el Padre Ellacuría siempre había tenido esa foto consigo”. Volveremos sobre Ellacuría.
De Amando dice lo que dicen todos los que le conocieron, con la penetración suya propia. ”Su personalidad era como aceite suave que lubrica una complicada maquinaria, constituida por hombres y mujeres de vigorosas y a veces obstinadas voluntades”. De él recibía confidencias importantes. “Me contaba los grandes dolores de cabeza que le causaba su cargo de rector del seminario pues estaba entre dos fuegos contrapuestos, los seminaristas por un lado que querían ser tratados como adultos y los obispos preconciliares, por el otro, que no entendían de esas cosas”. Y Amando hacía de lo que antes se llamaba padre espiritual, nada rancio, pero sí referente personal que orienta la vida. Con él habló una vez dos horas en Managua, y Román escribe: “Me había dado una especie de retiro espiritual concentrado, sin meditaciones tenebrosas”. “No es necesario”, le comentó Amando. “Todos encontramos en la vida alguna cruz pesada”. También volveremos sobre Amando.
El Padre López y López, a quien Román llamaba, como muchos otros por aquel entonces, “tío Quin”, era 24 años mayor que él. Fue fundador y primer secretario de la UCA, pero lo que más recuerda de Lolo es el impacto que le causó en el Externado siendo él estudiante. Un día lo llamó y pasearon por los campos de deportes. Me dijo que los del Externado “éramos muy afortunados, pues no sólo contábamos con campos de deportes, laboratorios, sino las mejores relaciones sociales, los mejores profesores del país, aulas…como de los mejores colegios en los países más desarrollados. Muchos niños del país no eran tan afortunados y ya era hora de que los del externado nos diéramos cuenta. E hiciéramos algo para ayudarles”. Después me contó la parábola del buen samaritano. Y fue tajante cuando llegó al juicio final “Tuve hambre y me diste de comer”.
Para Román Nacho era a todas luces un superdotado, brillante en varios campos de la vida. En 1983 Román le recomendó dos cosas para la UCA: “fortalecer mucho el área de las ciencias básicas (biología, química, física, matemáticas) y dejar de ser una universidad de pregrado y convertirse fundamentalmente en una universidad de postgrado. “Todavía pienso que tienen vigencia esa ideas en cuanto necesidad”. Habló de ello con Nacho por la capacidad que éste tenía para comprender la transcendencia del tema.
A Segundo también lo conoció en el Externado: “fue mi profesor de física”. De su temperamento recuerda su “feroz lealtad por un hermano, ya fuera de sangre, de jesuitismo o simplemente de amistad”. Y sobre su compromiso como ser humano en una universidad escribe. “Un excelente modelo de cómo debe comportarse un profesor universitario preocupado por la injusticia de la sociedad en que vive”.
A Hectór Oquelí admite que nunca le conoció bien. Le recuerda como decano de estudiantes pionero en la UCA y como importante político. De él recibía información sobre decisiones importantes de los militares sobre y contra los civiles de la Junta. En el mundo de relaciones internacionales, “uno se enteraba de pura casualidad que a lo mejor había estado almorzando el otro día en Berlín con Willy Brandt o que tal vez había arreglado un desayuno de Memo Ungo con Mitterand en el Palacio Elíseo de París”. Era reservado y no hablaba de sí mismo. “En más de quince años de tratar con él no le escuché una vez jactarse de nada”. Y quizás por ser menos conocido que los otros quijotes, Román concluye conmovidamente: “Por si no lo sabían, murió brutalmente asesinado”.
De Guillermo Ungo dice que “fue un político que ennobleció el arte de hacer política en el terruño, abogado que pudo ser millonario pero que prefirió pasarse la vida defendiendo a los pobres de la tierra, hombre íntegro y valiente que a la vez era un fino caballero con una delicadeza personal que se notaba hasta en la forma de contar sus chistes erótico-políticos sin el menor asomo de vulgaridad”. Un día Memo, con delicadeza y sin dramatismo, le propuso ser “más leales al país que a nosotros mismos”. Significaba formar parte de la Junta. Y aceptaron. Con dos condiciones. La primera, promover un proceso de democratización y de profunda reforma de las estructuras económico-sociales. La segunda, depuración de las fuerzas armadas. No se logró. “Renunciamos Memo y yo en el mismo pedazo de papel”.
Cada uno de esos quijotes es irrepetible. Son muy distintos unos de otros. Aquí sólo hemos podido citar pequeños recuerdos suyos de muy diverso contenido. Pero tienen algo en común que permite “hilvanar recuerdos” y anima a “desentrañar el sentido de esa cadena”.
Pienso que fueron características comunes suyas la orientación fundamental de sus vidas desde otros. No eran ellos -los quijotes- los importantes. No fueron egocéntricos, ni menos egoístas.
La creatividad a través de sus diversas capacidades -diversidad muy real. No crecieron miméticamente, ni siquiera copiando a grandes maestros, aunque sí inspirándose en ellos. Y sea cual fuere los temperamentos personales, sin arrogancia, produciendo salvación sin creerse ellos salvadores.
La riqueza en sus actitudes y modo proceder, con cabeza y voluntad, también con sentimientos originantes o acompañantes, muy centralmente con misericordia y entrega. Muchos de ellos hasta el final. Fueron mártires, los consecuentemente misericordiosos. La convergencia de encarnación y compromiso histórico e inspiración y álito transcendente. “Para ser hombre hay que ser más que hombre”, decía Ellacuría. En cualquier caso, con actitudes no romas, banalizadoras y triviliazadoras de la realidad
Entre todos formaron un referente de grupo, no mecánica, pero sí existencialmente unido, que en su misma realidad invitaba a otros a engrosarlo.
3. Monseñor Romero, padre y maestro de Quijotes
Monseñor Romero en el libro sale sólo una vez, y de pasada, pero en una conversación importante de Román con Ellacuría. “Como se hablaba de una posible participación mía en el gobierno que surgiría de ese golpe [19 de octubre de 1979], platicamos un día sobre esto y le pregunté su opinión. Ellacu me respondió con unas palabras semejantes a las de monseñor Romero ante la misma pregunta, que él pensaba que mi deber era aceptar. Me dijo más o menos lo siguiente: ‘Es posible que te quemes en esta ocasión, o incluso algo peor, pero en las circunstancias actuales no veo que tengas otra opción. Es la única manera, si hay alguna, de evitar el derramamiento de sangre buscando al mismo tiempo un cambio positivo para el país’. No me extrañó nada la respuesta porque éste era el tipo de criterios que empleaba ante las decisiones importantes. Estoy seguro que él aplicó esas palabras, hasta el final, a las circunstancias de su propia vida”. Y recuerdo que Ellacuría las aplicaba al mismo Monseñor. Cuando algunos comentaban que monseñor Romero se había excedido en su denuncia profética sin moderarla ante los riesgos que corría, Ellacuría respondía con firmeza: “Es lo que tenía que hacer”.
Volveremos al encuentro de Román con Monseñor. Pero antes quisiera recordar a otros tres quijotes de su libro que vieron en Monseñor a un padre y a un maestro de quijotes. Y permítaseme que añada pequeños recuerdos personales.
Recuerdo bien a Ítalo cuando asesinaron a Rutilio Grande. Monseñor Romero decidió tener una única mesa en catedral el 20 de marzo. La decisión disgustó extremadamente al nuncio, quien trató indignamente a Monseñor. La misa fue un acontecimiento religioso y salvadoreño como nunca había ocurrido. Hubo que preparar materiales escritos para ambientar aquella semana, textos de los profetas, de los evangelios, de Medellín... Ítalo hizo trabajar a la imprenta de la UCA de día y de noche. Y llevaba café a los trabajadores. En ese ambiente de persecución y de apoyo a Monseñor publicó poco después, en la editorial que él dirigía, los textos de Medellín. Con ello inauguró la colección de UCA Editores “La Iglesia en América Latina”. El ímpacto que le había causado Monseñor era inocultable.
Por su parte, con su delicadeza acostumbrada, Monseñor Romero escribió unas palabras a UCA editores: “Con mucho agrado recibimos esta nueva edición de las conclusiones de Medellín. Encomendamos vivamente su lectura y estudio, y esperamos que ayude grandemente a la reflexión de todos los cristianos y hombres de buena voluntad. Oscar A. Romero, Arzobispo de San Salvador, junio de 1977”. Ítalo estaba feliz. En la imprenta de la UCA un quijote había llevado acabo una hazaña peligrosa, pues en aquellos tiempos las bombas estallaban en la UCA con frecuencia. Ítalo había ayudado a aquel nuevo arzobispo que empezaba su ministerio entre asesinatos y bombas. Y empezó a entender a Monseñor Romero como un regalo de Dios.
Pero Monseñor no sólo penetró en el Ítalo político y luchador, sino en el Ítalo místico. Un día lo encontré en su oficina leyendo “Carta de Ignacio de Loyola a un jesuita de hoy”. El autor era Karl Rahner y el texto versaba sobre el misterio de Dios, cómo Dios se nos comunica a los humanos. Con naturalidad y gracejo inigualable me dijo que eso le recordaba a lo que decía día su abuelita. Y aunque ahora no lo recuerdo con exactitud, hablamos también de Monseñor Romero, y cómo hablaba de Dios. “Ningún hombre se conoce mientras no se haya encontrado con Dios… ¡Quién me diera, queridos hermanos, que el fruto de esta predicación de hoy fuera que cada uno de nosotros fuéramos a encontrarnos con Dios y que viviéramos la alegría de su majestad y de nuestra pequeñez”. Estas palabras de Monseñor, del 10 de febrero de 1980, en un país en llamas, hallaban eco en Ítalo.
De Amando sólo quiero retomar lo que cuenta Román: los problemas que tenía con la jerarquía como rector del seminario. En 1970 los jesuitas tuvieron que dejar la dirección del seminario. Los echaron. Y uno de los que más lo promovió fue Monseñor Romero, entonces secretario de la Conferencia Episcopal. Monseñor no era entonces padre de Quijotes. Pero años después, ya como Arzobispo, pidió perdón por lo del seminario a un jesuita compañero de Amando. Y el antiguo rector se enteró. Monseñor se había reconciliado con todos los jesuitas inmediatamente después del asesinato de Rutilio. Pero que un arzobispo pida perdón, con humildad y no vagamente, sino por cosas concretas e importantes, era cosa de un Quijote mayor. No sé si el Quijote de Cervantes dijo alguna vez: “Y si en algo os hubiere ofendido ruego a vuesa merced perdonar mi error, y aceptar la cumplida reparación que os prometo”. Perdónenme esta ficción. Se me ha ocurrido para comunicar la grandeza de alma de Monseñor. Con ella sólo quiero explicar por qué llamo a Monseñor Padre de Quijotes. No muchos, ni de fuera ni de dentro de la Iglesia, piden perdón así. Y Monseñor también pidió perdón a una comunidad popular de Zacamil, y a otras personas a quienes antes había criticado injustamente.
Ellacuría tuvo una relación muy estrecha con Monseñor Romero, y no es fácil para mí decir quién era Monseñor en la intimidad de Ellacuría. En esas cosas uno sólo puede entrar de puntillas. Pero muchas veces he pensado, y he escrito, que Ellacuría, discípulo de dos grandes, Karl Rahner y Xavier Zubiri, bien pudo considerarse como “colega suyo”, aunque añadiese que aquéllos eran “más ilustrados” que él. Pero Monseñor era otra cosa. Tocaba la profundidad y la anchura de la existencia de una manera inigualable. Los creyentes lo llamamos fe -otros pueden usar el término que más satisfaga a su razón- y en cualquier caso apuntaba a una profundidad total. Pues bien, de Monseñor, a ese nivel de profundidad humana y divina, Ellacuría nunca se consideró colega. Pienso que, agradecida y humildemente, se dejó llevar por la fe de Monseñor.
Y Ellacuría se remitió a Monseñor no sólo a nivel de lo más íntimo, sino de lo histórico. Cuando proponía caminos para salvar el país, solía decir: “Monseñor ya se nos había adelantado”. Y lo proclamó solemnemente en 1985 -Román ya no estaba en la UCA-, cuando ésta le concedió un Doctorado Honoris Causa.
“Monseñor Romero pidió nuestra colaboración [la de la UCA] en múltiples ocasiones y esto representa y representará para nosotros un gran honor, por quien nos la pidió y por la causa para la que nos la pidió… Pero en todas esas colaboraciones no hay duda de quién era el maestro y de quién era el auxiliar, de quién era el pastor que marca las directrices y de quién era el ejecutor, de quién era el profeta que desentrañaba el misterio y de quién era el seguidor, de quién era el animador y de quién era el animado, de quién era la voz y de quién era el eco”.
Por último, también el autor de este libro sobre quijotes vio en Monseñor a un Quijote especial. Ya hemos dicho que Monseñor le pidió a Román aceptar la petición de formar parte de la Junta. En su diario, Monseñor escribe el 17 de octubre, 1981, p. 281, cómo fue la reunión:
“Le dije que él era una persona de confianza, que daría confianza a un gran sector del pueblo y, dada su espiritualidad cristiana y sus conocimientos académicos como rector de la UCA, era el hombre indicado para dar un apoyo racional al movimiento que hasta ahora es solamente militar. En un gesto de humildad, el ingeniero Román Mayorga me dijo que sentía en mí la voz de Dios y que se comprometería. Yo también le dije que no era un compromiso incondicional, que si se dieran cosas inconvenientes, él mismo tendría que salirse, y si yo mismo me daba cuenta de ello yo mismo le diría. Se arrodilló y me pidió la bendición”.
No hace falta decir más. Más adelante Monseñor cuenta en su diario la visita del Doctor Guillermo Ungo que acababa de renunciar como miembro de la Junta. Y añade: “Me habló por teléfono el otro miembro de la Junta que ha renunciado, el ingeniero Román Mayorga, quien se dirige en viaje de descanso a México” (Diario 4 de enero 1979, p. 347).
No se puede hablar de los quijotes salvadoreños sin hablar de Monseñor Romero. He dicho que es padre de quijotes, pues, aun siendo de diversas procedencias y afiliaciones, todos ponían su confianza en él. Monseñor, en lo personal, creo que se sentía más bien “compañero” de todos ellos. Los quería y lloraba sus muertes. No creo que aceptase que le llamasen “maestro”, incluso se sentiría incómodo, pues conocía sus limitaciones en campos que dominaban los quijotes. Se alegraba de aprender de ellos, y agradecía la luz que le daban en la preparación de cartas pastorales, por ejemplo. Sí repetía que era portador de la verdad de Dios en la que no hay engaño.
Monseñor, además, insistió en la nube de quijotes que ha habido en este país, sacerdotes y religiosas, infinidad de campesinos, Ticha y Polín, asesinados… Todos ellos y ellas vieron en él a un padre y maestro.
Por este país han cabalgado muchos quijotes. Mérito grande de Román Mayorga es haberlo percibido con claridad. Y mérito suyo es haberse introducido él mismo en ese grupo de caballeros andantes para salvar y humanizar el país. Bendición, para ellos y para todos, es haberse encontrado con Monseñor. Con su modestia y con su desmesura. Se sintieron gozosos ante él, quizás pequeños, pero nunca empequeñecidos. Pienso que Ellacuría habló por todos, aunque el lenguaje era suyo: “Con Monseñor Romero Dios pasó por El salvador”.
Para terminar quiero expresar mi agradecimiento a todos los quijotes que han salido en esta presentación y a la nube de los que han cabalgado, como Don Quijote o como Sancho. Mi agradecimiento a Román Mayorga por haber escrito un libro sobre “Quijotes”. Son profecía contra la trivialización y la deshumanización que todo lo corrompe. Y son utopía, de amistad y entrega. Y todo ello escrito sin acritud, sino con cariño y humor.
Román es gran planificador, y a ello ha dedicado mucho de su vida. Sabe que no se pueden planificar quijotes, pero siempre se puede apoyar su andadura. A ello ayuda un libro como el suyo.
No perdemos la esperanza y quedamos a la espera de nuevos quijotes. En sus andanzas con Sancho, cuando quieran “desfacer entuertos, liberar a cautivos y doncellas”, siempre podrán encomendarse a San Romero de Ámerica.
Jon Sobrino, 8 de marzo, 2010