Espiritualidad del antiimperialismo
Jon Sobrino
Revista Latinoamericana de Teología de la Universidad Centro Americana
(UCA) de San Salvador
15 de junio de 2007
Imperio
e imperialismo parecían palabras muertas, pero la realidad las
ha resucitado. Hoy no basta hablar de opresión y de
capitalismo para describir la postración de las grandes
mayorías de este mundo. El Norte y las multinacionales lo
someten, como no se había conocido antes. Y muy en especial
Estados Unidos. Es el imperio actual.
Impone su voluntad sobre
todo el planeta, con un poder inmenso, guiado por el pathos del
triunfo, en todos los ámbitos de la realidad y a través
de todo: economía que no piensa en el oikos, industria
armamentista y su control, comercio inicuo e injusto, información
manipulada o mentirosa, guerra cruel, terrorismo con apariencias
legales y barbarie sin miramientos, irrespeto y desafío al
derecho internacional, violación de los derechos humanos
cuando es necesario, destrucción de la naturaleza... A la
larga lo más grave es quizás la contaminación
del aire que respira el espíritu humano que se impone en el
planeta: la exaltación del individualismo y del éxito,
como formas superiores de ser humano, y el irresponsable disfrute de
la vida como algo que no admite discusión, sin reparar en
recursos (de modo que un deportista, cantante o actor de cine puede
ganar lo equivalente a un alto porcentaje del presupuesto nacional de
una país subsahariano).
Todo esto asusta, y sin embargo
el imperio proclama que es bueno que el mundo sea así. Es
buena noticia, eu–aggelion; el advenimiento del fin de la historia,
el eschaton; la aldea global, la basileia tou Theou. El ser humano de
hoy es afortunado de vivir en este mundo, y el imperio tiene la
misión divina de defenderlo y extenderlo.
No se habla
de teocracia, pero el imperio es concebido desde categorías
religiosas. Como la divinidad, goza de ultimidad y exclusividad. A la
acumulación de poder no se le pueda tildar de peligro que
tiende a destruir al débil, sino que es expresión de la
realidad divina e instrumento que garantiza su presencia en el mundo.
Como la divinidad, también el imperio ofrece salvación,
cuya forma suprema es el buen vivir. No admite discusión, y
nadie puede impedirlo. Exige una ortodoxia y un culto, y, sobre todo,
como Moloch, exige víctimas para subsistir. ¿Y los
pobres de este mundo? Sólo les quedan las migajas de
Lázaro.
Asusta la maldad imperial y asusta su
desvergüenza. Y entonces viene la pregunta: ¿Y nosotros,
qué hacer? La respuesta la da Pedro Casaldáliga en la
presentación de esta misma Agenda Latinoamericana’2005:
"Contra la política opresora de cualquier imperio, la
política liberadora del Reino".
Otros concretarán
los contenidos, teorías y praxis de esa política
liberadora. Nosotros nos concentrarnos, tal como nos ha pedido la
Agenda Latinoamericana’2005, en la espiritualidad antiimperialista,
es decir, el viento, el impulso, el espíritu, que mueve a los
seres humanos a luchar contra el imperio y transformarlo en el reino
de la fraternidad.
El
imperio es el instrumento que adopta el Maligno, la bestia a la que
el dragón le concede su fuerza destructora según el
Apocalipsis (cap. 12 y 13)... Como el Maligno, es "asesino",
y de ahí que el primer acto del espíritu es la
compasión y misericordia y hacia las víctimas,
solidarizarse con ellas, defenderlas con creatividad y firmeza hasta
el final. Ese espíritu liberador y aun martirial ha abundando
en América Latina –y existe también en muchos
solidarios que les toca vivir dentro de "la bestia"–.
Esto es bien sabido, y baste con dejarlo señalado. Por ello
analizaremos otras dimensiones del espíritu antiimperial.
Empecemos.
El maligno es "mentiroso", y ante el
embuste primordial del imperio, el primer acto del espíritu es
desenmascararlo, ejercitar la honradez con lo real. Esa honradez no
es fácil, pues el mal se encubre y hace lo posible por
aparecer como lo contrario. El imperio se hace pasar por bienhechor,
guardián del bien, fuente de esperanza y liberador incluso de
los "menos favorecidos" del planeta. Hoy además
tiene viento a favor tras la caída del socialismo y la
globalización, y por ello queremos detenernos un poco en el
análisis.
a) El entusiasmo precipitado que se
produjo tras la caída del muro de Berlín generó
un ambiente engañoso: el mal radical había
desaparecido. No se vislumbraban grandes luchas bélicas,
aunque el bloque triunfante no dejaba de prepararse para las guerras
del petróleo, del agua, del coltán... La misión
de la potencia superviviente era garantizar el bien en el resto de
los países de abundancia, y prometer esos mismos bienes a los
pobres. Y a Estados Unidos le tocó gestionar la paz, que se
convirtió en la pax americana, sucesora de la pax romana, de
la eirene de los helenos, no del shalom, la reconciliación y
la fraternidad, que no llegó ni se pretendió. De todas
maneras, muchos descargaron en Estados Unidos, sin discusión,
la responsabilidad de gestionar esa pax. Si la gestionaba bien, podía
convertirse en superpotencia benévola, y no tenía por
qué convertirse en imperio opresor. No ocurrió lo
primero sino lo segundo. Pero el imperio se movía con viento a
favor.
b) Todo esto ha coincidido, además, con
la globalización, que sus defensores rodearon de una aureola
espléndida de buena noticia. El lenguaje ha dado por
indiscutible y asentada su existencia: se hable de lo que se hable se
añade siempre la coletilla: "en un mundo globalizado".
Y los poderes la presentan, aunque reconozcan problemas, como algo
bueno y salvífico.
Pues bien, la idea de
"globalización" está emparentada con la de
"imperio": ambas connotan totalidad, una cierta armonía
al interior de la humanidad, o al menos un cierto orden superador del
caos, e incluso un centro generador de realidades positivas. Los
defensores de la globalización le hacen un favor al imperio,
pues trasladan a éste las bondades, reales o supuestas, de
aquélla.
No todos lo ven así, ciertamente.
¿Mundialización o conquista?, era el título de
un libro de Cristianisme i Justícia sobre globalización,
Barcelona, 1999. Y más acremente, nos avisa J. Moltmann,
repasando –sapiencialmente– siglos del progreso de Occidente:
"Los campos de cadáveres de la historia, que hemos visto,
nos prohíben... toda ideología del progreso y todo
gusto por la globalización... Si los logros de la ciencia y de
la técnica pueden emplearse para el aniquilamiento de la
humanidad (y si pueden, lo serán algún día),
resulta difícil entusiasmarse con el internet o la tecnología
genética" (Progreso y precipicio. Recuerdos del futuro
del mundo moderno», RLT 54, 245). Gestionar la globalización
no es ninguna justificación para el imperio.
Conclusión
para la espiritualidad: contra el imperio hay que generar un espíritu
de lucha por amor a los víctimas. Y, como se encubre, el
primer paso efectivo de una espiritualidad anti–imperialista es
desenmascararlo. Es la honradez con lo real, que es todo menos
evidente, incluso en el pensamiento progresista. Más en
concreto, se trata de readmitir en nuestro pensar lo que antes se
quería decir –a veces de muy malas formas– con la
expresión "pecado original": los seres humanos no
superamos nuestras tendencias pecaminosas, aunque ocurran cosas
buenas. Ni la caída del muro de Berlín, ni los avances
de internet o de la biogenética garantizan en modo alguno la
supresión del sometimiento y la opresión
imperialista.
Pero además como lo que se encubre es un
ídolo –y no cualquier otra cosa–, al imperio hay que
oponer el verdadero Dios. Para el cristiano, el Dios de Jesús.
Y a veces hay que explicitarlo. Hoy no se estila hablar así,
ni siquiera en algunos contextos cristianos. Pero si al enfrentarnos
con el imperio no podemos eludir la divinidad, entonces es necesario
hacer presente al verdadero Dios. Así lo decía Monseñor
Romero:
Ninguna persona se conoce mientras no se haya
encontrado con Dios. Por eso tenemos tantos ególatras, tantos
orgullosos, tantos seres humanos pagados de sí mismos,
adoradores de los falsos dioses. No se han encontrado con el
verdadero Dios y por eso no han encontrado su verdadera grandeza (10
de febrero, 1980).
"Sólo Dios es Dios". No lo
es ni el césar ni el imperio. Equivocarse en eso, en forma
creyente o secularizada, tiene gravísimas consecuencias.
Recalcar esta espiritualidad teologal podrá parecer risible a
pragmáticos de todo tipo, pero una espiritualidad
anti–imperial no puede evitar el momento teologal. Y tampoco puede
contentarse con ser anti–idolátrica, sino que en algún
momento debe volverse positivamente a lo teologal.
El
imperialismo nos llega con la geopolítica, el servilismo –más
o menos inevitable– de los dirigentes y con el interés
egoísta del capital, y también con excesos de sumisión
en los pueblos. De esa forma se configura el destino vida y muerte,
humanización o deshumanización de países
enteros. Contra este imperialismo global hay que luchar,
evidentemente. Y una de las expresiones actuales de esa lucha es el
movimiento de "otro mundo es posible".
Pero en el
día a día el imperialismo penetra en los seres humanos
de otras formas: con la seducción –para unos pocos– y el
engaño –para las mayorías– de la llamada "cultura
estadounidense", the american way of life. Ésta impone
dos visiones de la vida muy poderosas: el individualismo, como forma
suprema de ser, y el éxito como verificación última
del sentido de la vida. Nos lo ofrecen –y nos lo imponen– como lo
mejor que ha producido la historia. Y a la inversa, fraternidad,
compasión y servicio son productos culturales secundarios,
tolerados, pero no promovidos. Insistir en ellos más que en
los otros no es "políticamente correcto". La
igualdad de la revolución francesa, y nada digamos de la
fraternidad del evangelio, se han quedado obsoletas. De Afganistán
e Irak no cuentan los afganos y los iraquíes, y de África
no cuenta nada. Y por encima de todo, nos seducen con la cultura del
"buen vivir", a lo que hay que sacrificar todo, aunque sea
lo de los demás, y se relativiza el inmenso sufrimiento del
planeta. El imperio genera también polución espiritual.
El aire que respira el espíritu sofoca, asfixia,
envenena.
Este sometimiento al modo de ser y de comportarse es
radicalmente antievangélico, y por ello el cristiano debe
combatirlo desde "el modo de ser de Jesús". El
imperio pretende que nuestra ilusión sea comer, beber, cantar,
ver deporte y divertirse como allí se hace. Por eso, a ello
hay que oponer una comida y bebida como mesa compartida, una música
que genera comunión y gozo, no simple entertainment, un
deporte con austeridad y sin dispendios insultantes, con disciplina y
rivalidad dentro de una misma familia. Eso es espiritualidad
anti–imperial en el día a día. Y también lo
es, tal como están las cosas, defender un "nacionalismo",
bien entendido como el derecho a la diferencia: la defensa de la
bondad de la creación de Dios, en diferentes pueblos,
tradiciones, culturas y religiones.
Mirando a la imposición
cultural la espiritualidad tiene que estar basada en los rasgos
–contraculturales– que provienen de Jesús. Así lo
escribimos hace unos años: «De Jesús impactaba la
misericordia y la primariedad que le otorgaba: nada hay más
acá ni más allá de ella, y desde ella define la
verdad de Dios y del ser humano. De Jesús impactaba su
honradez con lo real y su voluntad de verdad, su juicio sobre la
situación de las mayorías oprimidas y de las minorías
opresoras, ser voz de los sin voz y voz contra los que tienen
demasiada voz, e impactaba su reacción hacia esa realidad: ser
defensor de los débiles y denuncia y desenmascaramiento de los
opresores. De Jesús impactaba su fidelidad para mantener
honradez y justicia hasta el final en contra de crisis internas y de
persecuciones externas. De Jesús impactaba su libertad para
bendecir y maldecir, acudir a la sinagoga en sábado y
violarlo, libertad, en definitiva, para que nada fuese obstáculo
para hacer el bien. De Jesús impactaba que quería el
fin de las desventuras de los pobres y la felicidad de sus
seguidores, y de ahí sus bienaventuranzas. De Jesús
impactaba que acogía a pecadores y marginados, que se sentaba
a la mesa y celebraba con ellos, y que se alegraba de que Dios se
revelaba a ellos. De Jesús impactaban sus signos –sólo
modestos signos del reino– y su horizonte utópico que
abarcaba a toda la sociedad, al mundo y a la historia. Finalmente, de
Jesús impactaba que confiaba en un Dios bueno y cercano, a
quien llamaba Padre, y que, a la vez, estaba disponible ante un Padre
que sigue siendo Dios, misterio inmanipulable» (La fe en
Jesucristo).
Estos bien pueden ser rasgos de una
espiritualidad antiimperial. Apuntan a lo que nos hace ser humanos
–ecce homo–, aunque la ocasión aquí sea trágica,
y genera familia humana. Destruye la prepotencia imperialista del
"civis romanus sum", que conlleva el desprecio de los
demás.
Contra el
imperio hay que luchar de diversas maneras, y los cristianos no deben
rehuir ni el desarrollo de teorías antiimperialistas, ni la
creación de fuerzas sociales y políticas que se le
opongan o que lo minen poco a poco, ni siquiera la participación
en revoluciones justas, como ha ocurrido a lo largo de la historia.
No vamos a desarrollarlo ahora. Sí queremos mencionar algunos
elementos beligerantes más específicamente cristianos,
"absurdos", aparentemente "inoperantes", pero
que, como las pequeñas piedras que caían del monte en
la visión de Daniel, pueden destruir los pies de barro de los
grandes imperios. Esas "pequeñas piedras" son las
grandes realidades cristianas, aunque escandalosas y tenidas por
inútiles. Promoverlas forma parte de una espiritualidad
antiimperial. En principio, porque quiebran la lógica más
profunda del imperio de que sólo el sometimiento y el poder
salvan.
La tesis fundamental antiimperial es que la liberación
proviene de las víctimas del imperio, lo cual es todo menos
evidente, también con frecuencia en la Iglesia oficial. Es
evidente que el poder, adecuadamente usado, es necesario, por otros
capítulos, para erradicar y socavar al imperio. Pero el puro
poder nunca ofrece liberación digna de seres humanos. La
tradición bíblico–cristiana, experta en el tema de la
liberación y en qué dinamismos la generan, no comienza
con el poder. Salvación y liberación provienen de lo
débil y pequeño: una anciana estéril, el
diminuto pueblo de Israel, un judío marginal... Lo débil
y pequeño es lo que está en el centro del dinamismo de
la liberación. Ellos son sus portadores, no sólo sus
beneficiarios. La utopía responde a su esperanza, no a la de
los poderosos. Su pequeñez expresa la gratuidad de la
salvación, no la hybris que exige resultados.
Esta
tradición de lo pequeño que salva atraviesa la
Escritura, pero hay más. En el Antiguo Testamento aparece la
misteriosa figura del siervo sufriente de Jahvé, que no es
sólo "pobre" y "pequeño", sino
"víctima". Y ese siervo es el elegido por Dios para
traer salvación. Al escándalo de lo pequeño se
añade ahora la locura de la víctima. "Sólo
en un difícil acto de fe el cantor del siervo es capaz de
descubrir lo que aparece como todo lo contrario a lo ojos de la
historia", decía Ellacuría con razón. Pero
esa locura muestra también su eficacia histórica en el
mundo de los pobres.
En Asia, dice A. Pieris, los pobres, no
por santos, sino por ser los sin poder, los rechazados, son elegidos
para una misión: "son convocados a ser mediadores de la
salvación de los ricos y los débiles son llamados a
liberar a los fuertes".
En África, en una
situación intraeclesial, pero que expresa con vigor la misma
intuición, dice E. Veng: "La Iglesia de África, en
cuanto africana, tiene una misión para la Iglesia universal...
A través de su pobreza y su humildad debe recordar a todas sus
iglesias hermanas lo esencial de las bienaventuranzas y anunciar la
buena nueva de la liberación a las que han sucumbido a la
tentación del poder, las riquezas y la dominación".
En
El Salvador decía Ellacuría: "Toda esta sangre
martirial derramada en El Salvador y en toda América Latina,
lejos de mover al desánimo y a la desesperanza, infunde nuevo
espíritu de lucha y nueva esperanza en nuestro pueblo".
Y
junto a esta tesis fundamental podemos enumerar más brevemente
otras no menos escandalosas, pero igualmente cristianas y de largo
alcance, que son como las pequeñas piedras que hacen
desmoronarse al imperio.
a) El reino de Dios advendrá
como civilización de la pobreza, en contra de la civilización
de la riqueza que ni ha dado vida ni ha humanizado. De ahí la
imperiosa necesidad de una crítica a la prosperidad, que suele
ser alabada sin ninguna dialéctica, pero que es en muy buena
parte deshumanizante por generar epulones y Lázaros. No es
justificación para el imperio generar simplemente
prosperidad.
b) La
máxima autoridad en el planeta es la autoridad de los que
sufren, sin que haya ningún tribunal de apelación. De
ahí la necesidad de una crítica, sospecha al menos,
también hacia la democracia –¡cuánto se echa de
menos a los antiguos "maestros de la sospecha"!–. En el
mejor de los casos, se pone en favor del ciudadano y en él
encuentra la fuente del poder, pero no se pone, misericordiosamente,
del lado del que sufre, ni encuentra en él legitimidad y
autoridad. No es justificación para el imperio poder apelar
simplemente a la democracia –y qué democracia, light, de
baja intensidad, fraudulenta, de soberanía limitada...–.
c)
Superación del panegirismo acrítico de todo lo que sea
diálogo y tolerancia, sin introducir un mínimo de
dialéctica de confrontación y denuncia de la opresión
y sometimiento. No es justificación para el imperio que
entable conversaciones con sus coadláteres y haga como si
escuchase a los pueblos sometidos.
d) Superación
del chantaje de una ingobernabilidad, que sería producto de la
polarización política, lo que encubre el antagonismo
cruel entre los pocos y los muchos. No es justificación para
el imperio que, al menos, garantice la gobernabilidad mundial.
e)
Por último pelear la batalla del lenguaje, creado y controlado
por los poderosos. No hay que dejarse imponer la definición de
lo que es terrorismo y paz, comunidad internacional y civilización.
Más de fondo, no hay que dejarse imponer la definición
de lo que es "lo humano". Aceptar que existe un decir
"políticamente correcto" es facilitar muchas cosas
al imperio.
Jesús
habló de un mundo configurado por la bondad graciosa de Dios,
no por el poder impositivo del emperador. Eso es bien sabido, y de
ahí que los cristianos debiéramos ser, visceralmente,
si se quiere, anti–imperio y pro–reino. Y en eso nos va nuestra
esencia. Para terminar, sólo dos cosas de actualidad para los
cristianos.
La primera la ha notado muy bien José
Comblin. El imperialismo actual de Estados Unidos confronta al
cristianismo con un problema, que es de siempre, pero que hoy se ha
acentuado. En Asia y África, "cristianismo" ha sido
sinónimo de "Occidente", con beneméritas
excepciones. Pues bien, en el mundo actual, más de mil
millones de seres humanos, los pueblos musulmanes, ven en Bush, a la
vez, la expresión de Occidente y la expresión del
cristianismo. Con ello, la misión cristiana, no como
proselitismo, sino como diálogo y fraternización, se
hace muy difícil. ¿Quién les convence de que no
hay que identificar las dos cosas, si el imperio, Bush y su grupo,
aparecen orando al Dios de Jesús y desoyen a los cristianos
que se les oponen, incluido Juan Pablo II? Mientras dure el imperio,
difícil será anunciar la buena nueva de Jesús.
La
segunda debiera ser más conocida, pero es ignorada, aun en
medio de un mar de canonizaciones. "Si sueltas a ése no
eres amigo del emperador". Y a Jesús lo mataron porque no
era amigo del imperio. Cada quien juzgará qué de bueno
trajo al mundo que Jesús no fuera amigo del imperio. En
América Latina han sido miles los amigos de los pobres y de
Dios, no del imperio ni del César. De ellos vivimos muchos. Y
ellos han escrito mejor que nadie qué es eso de espiritualidad
antiimperialista.