Carta a Ellacuría: fineza y santidad
Jon Sobrino
Adital - El Salvador
Querido Ellacu:
En 1980 diste un curso sobre eclesiología. Con tu rigor
característico hablaste de la Iglesia de los pobres, de su
identidad y misión, y recalcaste también cuán
perseguida era esa Iglesia, desde fuera y también desde
dentro. Por cierto, pocos meses después, tuvimos que cancelar
el curso tras el asesinato de un alumno, que era sacerdote, y las
amenazas a otros. Tú mismo tuviste que abandonar el país,
pues encabezabas la lista de quienes iban a ser asesinados. Pues
bien, hablando de la Iglesia de los pobres y sus problemas te salió
una de esas frases tuyas lapidarias: "la
última arma
de la Iglesia de los pobres es la santidad". No sé si el
benévolo lector de esta carta se sentirá sorprendido
por estas palabras, pero así fue, y lo dijiste sin ninguna
pose.
Con "santidad" no querías decir, por supuesto,
retiro del mundo ni pietismo. Tampoco animabas a "dedicarse a
una santidad" individualista, que, como escribió Anohuil,
"es también una tentación", ni diste una
definición. Con "santidad" creo que te referías
simplemente a que la Iglesia de los pobres fuese una Iglesia según
el Evangelio. Y eso no es nada evidente. La Carta Magna de la Iglesia
de los pobres, dijiste, son las
bienaventuranzas de Jesús,
y los santos de esa Iglesia son "los pobres con espíritu".
"Pobres" son los que están abajo en la realidad, los
que sufren, ellos y sus hijos, mil pobrezas. "En la Iglesia"
quiere decir los que tienen la misión de generar vida, y de
que
haya justicia y paz. Lo que puede añadir la "santidad"
es hacer todo eso sin aspavientos, sino con sencillez; sin interés
por el propio medrar, sino con compasión;
sin segundas
intenciones ni la arrogancia de "tener siempre la razón",
sino con mirada misericordiosa. En aquellos días "santidad"
era lo que rezumaban los perseguidos por ser fieles a lo que dice
Jesús en la Biblia y a lo que decía Monseñor
Romero desde
catedral. "Santos" eran, y son, los que
lloran y se indignan ante la crueldad con que actúan los
opresores, pero hacen el milagro de no anidar venganza y mantener
limpio el corazón.
Cuando la perversión del mundo en que vivimos no tiene poder
sobre estas
gentes, las más sencillas, que siguen a Jesús
como lo más natural, entonces la palabra "santidad"
recobra un tono distinto que va más allá del que tiene
a veces en los libros de santos y en las exhortaciones que se nos
hacen rutinariamente. Tampoco tiene el tono
"triunfalista"
del que, paradójicamente, y aun sin quererlo, se la puede
rodear en las canonizaciones. "La santidad" de que hablaste
aquel día, Ellacu, pienso que va más allá de las
virtudes, por heroicas que sean. Es algo más profundo. Es como
un reflejo del Padre celestial, "bueno del todo", como dice
Mateo, "bueno hasta con los ingratos", como completa Lucas.
Es la finura y calidad de la bondad. Es lo que deseabas y veías
en la Iglesia de los pobres. En medio de persecuciones y
sufrimientos, de limitaciones y
fallos, veías allí
el reflejo de Jesús y de su Dios. Y "eso",
acompañando a la praxis liberadora, es lo que tú
pensabas que era su última arma como Iglesia. También
viste ese reflejo en otras personas.
El caso de Monseñor Romero es claro. Hombre de profecía y de justicia, hombre de oración y de fe, irradiaba un algo muy especial. Parafraseando lo que sobre Jesús dice Pablo en la carta a los filipenses, Monseñor "no se aferró a su condición de arzobispo y personaje notorio, sino al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de siervo, haciéndose uno de tantos", como los campesinos y campesinas de la Iglesia de los pobres. Obviamente admirabas en él su praxis evangelizadora, su denuncia profética y su utopía esperanzada. Pero en Monseñor veías además la calidad de la bondad, indefensa, a fondo perdido, que hace, así, presente el fascinante misterio de Dios. Esa bondad parece que "no sirve para nada", pero con ella Monseñor Romero desencadenó una revolución que ha sobrevivido a otras revoluciones, y cuyos frutos han llegado hasta nuestros días. Ellacu, algo de eso creo que viste en Monseñor. Y eras llevado por su fe.
Y quiero recordar un segundo ejemplo menos conocido, pero igualmente insigne: el Padre Arrupe. Con él, como superior general, tuviste diálogos y a veces algunas escaramuzas fraternales, que terminaron en 1976. Nunca le adulaste, algo ajeno a tu personalidad, pero sí escribiste sobre él un artículo altamente laudatorio: "Pedro Arrupe, renovador de la vida religiosa". En él le comparabas con Juan XXIII, renovador de la Iglesia universal. Pero lo importante es dónde veías tú el fundamento de su grandeza: Arrupe ha sido un hombre de Dios, por encima de todas las cosas; y quería que los jesuitas también lo fueran de verdad. Pero "de verdad". Este "de verdad" implica que era Dios a quien él buscaba, no cualquier otra cosa que quiera hacerse pasar por Dios, incluso entre ambientes religiosos y eclesiásticos. No sustituía a Dios por nada; un Dios más grande que las Constituciones y la estructura histórica de la Compañía de Jesús; un Dios más grande que la Iglesia y todas sus jerarquías; un Deus semper maior et semper novus...
En la experiencia cotidiana de este Dios, al que dedicaba muchas horas de búsqueda, es donde se despertaba su gran libertad de espíritu, su gran amor a todos, su constante disponibilidad y humildad, y también su clarividencia religiosa. Monseñor Romero y el Padre Arrupe eran, pues, "santos". Pero quizás te preguntarás, Ellacu, y quizás lo haga también algún lector de esta carta, por qué hablar hoy de "santidad". En lo personal veo dos razones. La primera es que estamos ante un fenómeno masivo de canonizaciones y beatificaciones. Pues bien, lo que hemos dicho quizás ayude un poco a penetrar en profundidad en todo ello. Como es sabido, "canonizar" significa "normar", lo cual ha sido importante desde hace muchos siglos para evitar entusiasmos exagerados y declarar santos a personas, que a veces podían serlo y a veces no tanto. Bien está, pues, que haya procesos de canonización y que así se declare la santidad de una persona. Pero eso no es todo.
El elevado número de canonizaciones y beatificaciones, los criterios para repartirlas según continentes, congregaciones religiosas, sacerdotes y laicos; las discusiones sobre si son o no mártires, comprendido el martirio a veces unilateralmente, según hayan caído o no a manos de los "enemigos de la Iglesia"; el tratamiento de los milagros, si ha habido causas naturales o poderes divinos; los recursos que se necesitan para lograr una canonización; la política que se desencadena alrededor de algunos casos... Y añadamos los costos de los procesos, las pequeñeces humanas, la sensación de propaganda en favor de uno u otro candidato, mientras se cierne el silencio sobre otros. Todo ello puede ofuscarnos ante lo que es realmente la santidad. Me llama la atención, por ejemplo, tanta insistencia en que haya milagros, pues, al parecer, sólo los milagros mostrarían inequívocamente la presencia de Dios porque son expresiones de "poder".
Y entonces me viene a la cabeza la sonrisa del buen Dios, susurrando
a los
humanos: "lo mío no es el poder, sino el amor".
Y creo escuchar su sabio consejo: "Busquen dónde ha
habido amor, misericordia, verdad y justicia. Quizás
tendrán
que cambiar algunas cosas del enfoque institucional
de la canonización, pero descubrirán más
santidad de la que piensan". Pienso también que bien está
indagar en
las virtudes heroicas, que mucho aportan a nuestro
mundo, pero sin que hagan olvidar ni hacer pasar a segundo plano "la
vida heroica" de la inmensidad de pobres que, en medio de muchos
sufrimientos y con mezcla de muchas cosas, fallos también,
mantienen la voluntad primigenia de Dios: "vivir y desvivirse
por la vida de los suyos".
Para nosotros en América Latina es incomprensible que no haya sido canonizado o beatificado uno solo de los miles de mártires -así los llamamos-, caídos por defender la justicia, y, así, testimoniar la fe en el Dios verdadero. Personalmente no me preocupa que canonicen o no a Monseñor Romero, pero hacerlo devolvería dignidad a muchas víctimas, echaría aceite sobre muchas heridas de madres, esposas, hijas... En él se verían representados miles y miles. Y algo que no hay que olvidar: Monseñor, y tantos otros y otras con él, no sólo eran y son admirados y venerados, sino que son también queridos y amados. Yeso le quita a la santidad un posible rictus de distancia y de dureza, y hace que, en su lugar, aparezca la cercanía, el cariño y el amor.
Quizás ayuden estas reflexiones a ubicar un poco mejor las canonizaciones y a comprender la santidad, como lo mejor de la bondad. La segunda razón es que "la santidad" me recuerda unas palabras de Pascal que hoy me parecen de suma actualidad y de suma importancia. Insigne científico (matemático y físico) e insigne humanista (pensador, filósofo, teólogo de alguna forma), distinguió entre el esprit de géometrie y el esprit de finesse. Al hablar de "espíritu de geometría", se refería al espíritu de las matemáticas, exactitud y precisión; en suma, al espíritu de lo racional. Más difícil es traducir esprit de finesse. Quizás lo mejor sería traducirlo por "delicadeza", entendiendo con ello todo lo que nos hace conocer más sutilmente, más atinadamente, más sentidamente, más refinadamente" Pascal insistió en que ambas cosas son necesarias, pero -en la época racionalista en que le toco vivir, inaugurada por Descartes- lo novedoso consistió en "el espíritu de fineza". Pues bien, haciendo una paráfrasis para el día de hoy, yo creo hay espíritu de geometría, necesario y bueno (conocimientos, organizaciones, praxis realistas, pragmáticas en el mejor sentido de la palabra) con lo cual se producen bienes en la sociedad. Pero hay también -y en exceso- espíritu de geometría malo y pecaminoso, mucha economía, política, acompañadas de opresión, mentira y corrupción y, cuando es necesario, de represión; mucho pragmatismo sin normas ni valores, sin nada de absolutez y mucho de trivial -todo ello geométricamente calculado.
Una buena forma de resumirlo en nuestro tiempo son las palabras de
Adolfo Pérez Esquivel: "el capitalismo nació sin
corazón". Cuando uno ve tanta crueldad y depredación
de pueblos pobres, mentiras sin pudor, coaliciones egoístas e
inhumanas, trivialización e infantilización
adormecientes y obsecuentes con los poderosos, y cuando se intenta
justificar todo eso, en nombre de cosas buenas y nobles, como la
libertad, la democracia, la globalización, entonces es
evidente que hay que rechazar la "mala" geometría,
pero es también evidente que no basta la "buena"
geometría. Hay que ir
más allá, al espíritu
de fineza: el corazón y mirada limpia, se gane o se pierda con
ello, el hambre y sed de paz y de justicia, y de toda palabra que
sale de la boca de Dios, la misericordia ante el sufrimiento ajeno
que llega hasta las entrañas y que hace del otro
-no de la
democracia, ni del progreso, ni de la globalización, tampoco
de las instituciones, religiosas o civiles- lo último, lo
bienaventurado y salvífico para nosotros.
Ese espíritu de fineza es el que resumen muchas gentes buenas
desconocidas - la servicialidad, que no es servilismo, de mucha gente
sencilla- y gentes más notorias como Monseñor Romero y
el Padre Arrupe de quienes acabamos de hablar. Ese
espíritu
de fineza es el que, para hacer el bien, no apela como lo último
a normas, cánones, convenciones internacionales,
constituciones, sino que en definitiva se ve interpelado por la
"autoridad de los que sufren", y obedece. Ese espíritu
de fineza es el
que rezumaba Monseñor Romero, cuando decía
"con este pueblo no cuesta ser buen pastor", o cuando decía
"el pueblo es mi profeta". No lo hacía por ganar
votos, sino porque ésa era su honda convicción. Y si me
permites, voy a recordarte dos momentos tuyos de fineza. No te
gustaba mucho aparecer como "bueno",aunque sí te
gustaba que te reconocieran como "justo" e inteligente.
Pero recuerdo cuando, con toda sencillez, sin pose, decías "no
odio a nadie". Lo dijiste con total naturalidad y total verdad,
y en el contexto de una entrevista con Roberto D´Abuisson. Y
cuando recordaste aquel dicho de San Agustín de que "para
ser hombre hay que ser más que hombre". Querido Ellacu,
mucho necesitamos de santidad y fineza.
El PNUD hace cosas buenas, mide cómo va el desarrollo y la pobreza, pero no suele medir cómo andamos de espíritu de fineza, si vamos para arriba o para abajo. Y sin embargo seguimos viviendo de la bondad acumulada en la historia, la de ustedes, Amando y Lolo, Juan Ramón y Nacho, Elba y Celina, Segundo Montes y tú, Ellacu, y la de muchos otros. Algo, mucho, introdujeron ustedes de fineza y santidad en nuestro mundo y en nuestra Iglesia. Sobre eso edificamos nuestra esperanza y seguimos trabajando por el reino.
Por ello les agradecemos y recordamos.
Jon * Teólogo vasco, jesuita residente en El Salvador desde
1957.
Nota: Los 6 Jesuitas asesinados en El Salvador el 16 de Noviembre de
1989 - P. Segundo Montes (56). Valladolid (España),
15-05-1.933. Entró a la Compañía el 21-08-1950.
Provincia de Centroamérica. Superior de la Comunidad de la
Universidad Centroamericana José Simeón Cañas
(UCA), de San Salvador. Profesor. - P. Ignacio Ellacuría (59).
Portugalete, (Vizcaya, España), 09-11-1930. Entró a la
Compañía el 14-09-1.947. Provincia de Centroamérica.
Rector de la UCA. - P. Ignacio Martín Baró (47).
Valladolid, (España), 07-11-1942. Entró a la Compañía
el 29-09-1.959, Provincia de Centroamérica. Profesor. - P.
Juan Ramón Moreno (56). Villatuerta, (Navarra, España),
29-08-1933. Entró en la Compañía el 14-09-1.950.
Provincia de Centroamérica. Profesor. P. Amando López
Quintana (53). Cubo de Bureba (Burgos, España), 06-02-1936.
Entró en la Compañía el 07-09-1.952 Provincia de
Centroamérica. Profesor. - P.
Joaquín López y
López (71). Santa Ana (El Salvador). 16-08-1918. Entró
en la Compañía el 31-01-1.938. Provincia de
Centroamérica. Director Nacional de Fe y Alegría.