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La Chureca, irrealmente real Por Ignacio Molina
Hay ocasiones, y esta es una, en las que el lenguaje no sirve, ni sus palabras por miles, para intentar describir un entorno, donde están derretidas las coordenadas vitales y destrozado cualquier esquema mental, porque un basurero de ese porte, es pura globalización de la inmundicia, y de la injusticia, en nuestro desarrollante milenio.
Me hablan de 60 hectáreas, es decir, mucho, grande. Da igual la medida. De cómo el calor del sol prende la escoria y humea como niebla, y asfixia mientras se trabaja. Pero hoy, en nuestra visita, tuvimos la suerte de que el barro formado anteayer, por tanta lluvia, amansó el humo.
Barro escoria, que se extrapola, se contradice en sí mismo, pues pasa de ser humus infra-humano, -donde eran imposibles más límites-, a transformarse en vida, porque de la mera basura se sacan recursos para subsistir.
Miles de personas, cada día, buscan y rebuscan, y seleccionan y venden, donde te atreverías a jurar, honradamente, que no hay nada de nada. Y sucede lo contrario: crear de la nada, crear del barro, crear vida de la basura humana, desde las cenizas, como el Ave Fénix.
Pero otras aves son las que pululan por aquí, testigos, por centenares, revoloteando en círculos negros, con su aterrizaje continuo y forzoso. Y las vacas, muchas vacas también, sin delgadeces ni anorexias, aprovechando cualquier indicio posible y real de alimento.
Lo imposible se hace posible, lo infra-humano se torna humano. Porque si algo se palpa en sus gentes es su humanidad, …que una parte de la misma humanidad les niega.
La misma entrada cambia tus sentidos: los colores más salientes son ahora los blancos negros, como pantallas primitivas de televisión: suelo, carros, ropas, manos, rostros… El olor, una densa mezcolanza, como aromas vueltos del revés, negativos. El gusto y el tacto se encogen más de prisa que el avance lento de las ruedas. La lengua prefiere aparcar en silencio. El oído pierde cobertura, se le oxidan las antenas. Y el sexto sentido, alerta, en stand by, de que algo novedoso puede ocurrir en las idas y venidas del personal, caminando o asiéndose al carro. Son vivencias novedosas.
Llegamos hasta el mismo lugar donde iban llegando los vehículos con su eterna mercancía. Allí era un hervidero de gentes rebuscando. Bueno, desde la entrada iban subiendo jóvenes a carros ajenos, para desde arriba ir ya arrojando bolsas al camino, con posible valor escondido, de modo que el siguiente carro las pisara, y así, aplastadas, fuera más fácil el transporte manual para su inventario.
Giramos y tomamos el camino –nunca mejor dicho, se hace camino al andar- del centro de salud, de algún modo oasis en este no-desierto, amontañado más y más, día a día, de nueva podredumbre.
Van surgiendo, como luciérnagas alegres, rostros amigables. A Indiana, que viene y sale caminando, semana tras semana, desde hace meses, la saludan repetidamente, Y a Ester, también, que viene de cuando en vez.
Me pongo ya de pie, en la tina, con estructura de barrotes de hierro, de los que me descuido a veces, cuando hago fotos, y con los baches se aprovecha y me golpea traviesa y repetidamente la cabeza –es su juego-. Mejor, nos ponemos los dos de pie, porque es el joven amigo Arnau, de Puigcerdá, a quien conocí el otro día en Betania, el que me aconseja con toda sensatez, que a mi vez puedo y quiero agradecer.
Nos bajamos cerca del local de salud, e Indiana me muestra la escuela, por fuera, y me presenta a los moradores del entorno.
Sí, hay una escuela, con unos 300 niños, de la Chureca y de la zona colindante. Y media docena de maestros. Y con un pelín de orgullo comentan que una maestra sí se queda a dormir con ellos. Los otros, se van cada día.
La escuela es todo un símbolo, comenzando por su nombre, el más lindo de todos: la Esperanza.
Van llegando las madres, para celebrar la fiesta. Y las niñas y niños, un montón. Maridos vienen pocos, porque están trabajando. Las mujeres también trabajan, pero hoy es especial.
Primero, la oración. Participada, como todas. Se dirigen al Padre, porque saben de seguro que todo aquello no lo ha organizado él, más bien somos nosotros. Y recuerdan a sus madres, hasta alguna romper en lágrimas. Y hablan de sus hijos, y de su futuro.
Y como ellas son alegres, e Indiana tanto más, comienzan las actividades lúdicas, que nos pillan a todos de lleno. Gozo con ellas/ellos en los juegos, y con los niños.
Al final, un refresco, un bocadillo, …o dos. Y regalos.
Se nos fue la mañana. No uso reloj, pero seguro de que estábamos entrando antes de las 9, y eran más de las 12 cuando nos fuimos.
Y eso, nos fuimos, ellas/ellos se quedaron. Para la mayoría, ¡son tantos años ya!
Por supuesto me invitaron a quedarme. Pero uno tiene siempre tantas excusas…
Saludos, besos, adioses.
Camino de vuelta, y salir de La Chureca.
Los sentidos civilizados comienzan a desentumecerse. El sol, en la tina, está ahora por quemarnos, a Arnau y a mí. Comentamos mucho.
Todo ha quedado ya atrás.
Nos traen a la UCA. Ducha, comida común, y a esperar un rato a que al Auditorio vayan llegando las Madres ESC a la convivencia y fiesta, con sus hijos.
Con ello, el día fue completo, pero este evento lo dejo para otro momento.
La Chureca merece un punto y aparte, o quizás, mejor, unos puntos suspensivos...
En cualquier caso es un puñal afilado, tatuado de rostros, irrealmente reales, que se clava/n muy dentro.
Ahí, quedó. Un abrazo,
Ignacio Molina
Jesuita andaluz
Manuagua. Junio 2007
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