Capítulo 13
¿Junto a la junta?

San Salvador, 15 octubre 1979 - Desde las ocho de la mañana de hoy la mayor parte de los cuarteles de la fuerza armada de El Salvador se rebelaron contra el gobierno del General Carlos Humberto Romero, logrando, sin ningún derramamiento de sangre, su derrocamiento y la posterior huida del General a Guatemala.

Oficiales de la llamada “juventud militar” protagonizaron el golpe de Estado y anunciaron que se formará en breve una junta de cinco miembros, dos militares y tres civiles, que gobernará el país haciendo las reformas estructurales que fueron ignoradas por el gobierno hoy depuesto.

En su proclama a la nación los militares golpistas reconocen que los salvadoreños han padecido durante décadas el irrespeto a sus derechos humanos, los fraudes electorales y la violencia como método de gobierno. Señalan también la urgente necesidad de llevar adelante en el país una reforma agraria.

A juicio de muchos analistas, la revolución triunfante en Nicaragua hace sólo tres meses parece determinante en los sucesos ocurridos hoy en El Salvador, que fueron calificados de “alentadores” por el Departamento de Estado norteamericano.

Dicen que dicen... que en boca de la diplomacia europea y latinoamericana acreditada en San Salvador se escucha un solo comentario.

  —¡Romero le ganó a Romero! ¡El obispo acabó con el general!

Dicen que tanta homilía y tanto clamar por los cambios venían de un Romero y tanta bala y tanta represión venían del otro, que al fin se rompió el equilibrio.

  —¡Monseñor Romero logró lo que nadie: catequizar a los militares! ¡A punta de homilía los hizo “revolucionarios”!

  —Sólo a los más jóvenes. Las loras viejas no aprenden a hablar.

En todas las bocas el mismo comentario:

  —Este golpe es el final de la historia: de cómo Monseñor Romero tumbó al General Romero.

Pero muchos saben que no es el final.

Con civiles o sin civiles, con Mayorga o con Ungo, aquello hedía a maniobra. Para nosotros, el golpe del 15 de octubre no era más que una buena jugada de los gringos para frenar el avance popular y revolucionario que se venía dando desde hacía años por todo el país. Era teatro. Era cambiar algo para no cambiar nada. La oligarquía no iba a ser tocada. Los militares tampoco. Ése era el análisis que compartíamos mucha gente. Monseñor Romero no.

Tenía tanto temor a un desborde de la violencia, estaba tan contento con que hubiera sido un golpe sin muertos, que apoyaba. Y conocía a tanta gente buena metida en aquello, tal vez por este mismo temor a la violencia, que para qué más.

Unos días después del golpe le echamos en cara abiertamente que él hubiera bendecido a los militares.

  —¡Yo no he bendecido nada! ¡Y que no se me manipule!!

  —Usted no ha dicho que bendice, pero sí dio un comunicado favorable al golpe y el gobierno se lo ha sacado en cadena nacional no se sabe ya las veces. ¿Con eso qué va a pensar la gente? ¡Que usted bendice!

  —¡Ustedes son seminaristas y están hablando como si fueran organizados del Bloque!

  —¡Y usted es el obispo y está hablando como si fuera de los golpistas!

Púchica, nos dio tremenda regañada. Y las pupusas que estábamos comiendo con él se nos hicieron torozón en la boca.

( Miguel Vázquez)

Él era un tipo que estaba todo el tiempo por dentro de la jugada. Pero cuando el golpe de la juventud militar, como que resbaló. Y mucha gente de las comunidades se le alzó a Monseñor Romero por esa razón.

En uno de aquellos días primeros, ya instalada la junta de gobierno, le tocaba una jornada de ésas cargada de visitas pastorales. A tres parroquias tenía que llegar. Decidí acompañarlo en todas sus vueltas.

Temprano en la mañana ya estábamos en San Martín. Y nomás llegar, al primer chance, la gente empezó a cuestionarlo.

  —¿Monseñor, y por qué usted los apoya? ¿Por qué está junto a esta junta?

  —Porque hay que confiar en la gente buena que está metida en esto.

  —¿Y la gente mala dónde la deja? ¡Ahí están! ¡Son más los malos que los buenos!

Se armó el alegato y al final nadie quedó conforme, ni él ni ellos.

Segunda estación en San Bartolo: la misma canción.

  —Monseñor, ¿pero por qué salió usted en la radio tan del lado del gobierno si usted siempre ha estado del lado nuestro?

  —Hay que darle una oportunidad a los civiles honestos que acuerpan este proyecto.

  —¿Honestos? ¡Honesto era mi tío y anda carceleado! -dijo uno riéndose.

Y el resto dijo igual, pero sin reirse. Todo mundo le llevó la contraria. Tampoco nadie se conformó en aquella comunidad.

Tercera parada, la colonia Santa Lucía. Al terminar la misa, Monseñor Romero abrió un espacio para preguntas, ¡y empezó otra vuelta de discusiones! Y duras, pues. De parte y parte encendidas. Cuado ya nos regresábamos, estaba enojadísimo y nervioso.

  —¡Usted ha preparado a toda esta gente para que se ponga contra mí!

  —Pero, Monseñor, cómo va a creer... Lo que pasa es que la gente tiene sus propias ideas y quiere aclararse, quiere que usted le explique.

  —¡Lo que pasa es que ustedes me apoyan sólo cuando hablo a favor de ustedes!

  —Pero, ¿qué “ustedes”? ¿De quién habla, Monseñor? Esto no es una conspiración.

  —¡Pues al que le caiga el guante que se lo plante!

Pero ahí mismo abandoné el guante. Yo no iba a pelear con él, menos aquel día tan agotador.

( Francisco Calles)

El golpe de los militares jóvenes, las reformas prometidas, la junta de gobierno dizque revolucionaria... y nada cambiaba. Siguieron matando. Y ahí estaba confirmada la sospecha de muchos: seguían matándonos lo mismo.

Cuando llegó la guardia por El Paraíso eso fue lo que se miró: el nuevo gobierno era sólo más de lo mismo.

Iban cateando las casas, buscando quiénes eran organizados. Y eran muchos en aquella Zacamil.

  —¡A ustedes los subversivos, se les acabó la fiesta!

Así iban gritando, metiendo en miedo más que todo a las viejitas y a los niños. Patadas, vidrios quebrados y todos los tanates de las familias regados por las calles a cuenta de aquel registro.

Por fin agarraron a cinco cipotes jóvenes que eran organizados y los sacaron de sus casas.

  —¡A ver si el obispo viene a salvarlos!

Los pusieron en la calle en fila, pegados contra el muro.

  —¡No me mate, por favorcito! -dijo uno, que se achicó al ver cómo les apuntaban los fusiles al pecho.

  —Si no te vamos a matar a vos, cagado, ¡los vamos a matar a todos!

Y rastastás, los fusilaron allí mismo en la calle y a la vista del público. A mi vista, pues.

Pero después que los remataron, se miró que los diablos aquellos también habían llegado a robar. Se desplegaron por todas las casas, las ya cateadas y las que no, y empezaron a sacar fuera todo lo de más valor.

  —¡Se les acabó la fiesta, subersivos hijueputas!!

Sacaban las camas, las cocinas, las máquinas de coser. Las criaturas lloraban al ver cómo se llevaban también sus juguetillos. Llenaron camionadas con lo que saquearon y aquel día veramente un poco de familias se quedaron sin ni una mudada para cambiarse. Todo se lo robaron los cuilios. La fiesta de ellos seguía. Con todo y junta de gobierno, ¡seguía!

( Élida Orantes)

-¡Siguen matando y siguen robando! ¿Y él los sigue apoyando? En la Zacamil estábamos muy enojados con Monseñor Romero por su simpatía con la junta de gobierno. Y quisimos cobrársela. Nosotros en la comunidad siempre comprábamos Orientación y no uno ni dos periódicos sino un buen cachimbo, porque era mucha la gente que leía cada semana los mensajes de Monseñor, mucho se vendía. Pero cuando el golpe, se cortó la compra y se cortó la venta.

También buscamos tener con Monseñor un reunión para presentarle nuestras posiciones.

  —Que sea en privado y con tiempo suficiente, Monseñor.

Aceptó. Fuimos un grupo de la comunidad, de los más viejos y de nosotros, los jóvenes. También fue el padre Rogelio. Nos recibió en una sala del hospitalito. Y empezamos, dale y dale.

  —Usted le está poniendo demasiado confianza a esa gente.

  —Y esa gente son los militares de siempre, ¡ahí siguen en sus mismos puestos! ¿Quién no conoce sus crímenes? Hablaron de depuración de los militares ¿y a quién han depurado? ¡Ni a uno!

  —Ya verá cómo los chafas se pueden a todos los civiles que hay en el gobierno, a ésos que son sus amigos, Monseñor, ya va a ver.

  —¡Usted no puede engañarse, Monseñor, no puede seguir engañando al pueblo!

Después de la paciencia de escucharnos, nos habló bastante enojado y nos echó en cara lo de siempre.

  —Ustedes son muy radicales,en todo son extremistas, pero con el radicalismo no se construye nada. Confíen un poquito al menos en los que no piensan como ustedes. Yo los llamo a que se moderen.

  —¡Pues nosotros lo llamamos a que escuche a los que no piensan como usted!

Más enojado se fue poniendo.

  —No saben darle tiempo a las cosas... ¡ni saben respetar ninguna autoridad que no repita lo mismo que dicen ustedes!

Una monjita vino a salvar la situación.

  —¿No quieren tomarse un café...?

Tanto tiempo sentados, discutiendo, tal vez ya estábamos ofuscados. Ponernos de pie, salir y tomarnos juntos un cafecito aflojó la tensión. Empezamos a hablar con Monseñor Romero de otras cosas de la comunidad, aunque eran cosas tristes. Osmín, uno de los catequistas, seguía desaparecido. Le hablamos de Osmín, de la aflicción de su familia.

  —¿Y sabe, Monseñor que mataron a Marbel?

  —¿A Marbel...?

Él la había conocido, tenía 14 años.

  —También a Elsa la mataron.

  —¿Y Elsa quién era? No la recuerdo...

  —Aquella muchachita pelo largo tan chula que en el ofertorio de la última misa en que usted estuvo ofreció unas tortillas y café. ¿No la recuerda?

  —Cómo no. ¿Y a ella... por qué la mataron a ella si era una niña?

Después del café volvimos al salón a seguir con nuestro pleito. Le contamos entonces que habíamos suprimido la venta de Orientación en nuestra comunidad. Él nos siguió insistiendo en que le diéramos un tiempo a los civiles de la junta.

  —Está Samayoa, están Zamora, Mayorga, Ungo, está Enrique Alvarez Córdova... Son gente que defiende al pueblo, que pueden jugar un papel ahí dentro. Tengan paciencia.

Cuando nos despedimos estaba más calmado.

  —Yo les agradezco que hayan venido a decirme lo que ustedes piensan. Vuelvan siempre que quieran, les prometo que les voy a escuchar.

Que yo recuerde, aquella fue la época en que las comunidades de San Salvador entramos en mayor conflicto con él.

( Carmen Elena Hernández)

Cuando la junta yo también le discutí. ¿Quién no? Pero amistoso el alegato, pues.

  —¿Y usted qué piensa de esto? -fue Monseñor quien me sacó el tema.

  —Yo no creo que esta junta sea salida para nada.

  —¿Y por qué lo cree usted así?

  —Monseñor, el ejército sigue siendo el mismo, los militares son los mismos y son ellos los que de veras mandan sobre los civiles. Este país necesita una desmilitarización y este ejército necesita una depuración. Y no ha habido nada de eso, ni señas de que lo vaya a haber.

  —Pero hay que tener esperanza, no hay que apagar la mecha que todavía humea. Habrá que sacar fuego de esa mecha para evitar que llegue la guerra.

  —Monseñor, queramos o no, las condiciones ya están dadas para que estalle la guerra y ni el golpe ni la junta podrán evitarlo.

  —Habrá que intentarlo todo para que no sea así.

Eso era lo que le angustiaba: la guerra. En aquellos meses Monseñor Romero me parecía sólo manos, unas manos gigantes atareadas en el esfuerzo de que no se desbaratara El Salvador, de mantener unidos los pedazos de este país, a punto de quebrarse.

( César Jerez)

San Salvador, 29 octubre 1979 - Unas setenta personas murieron y más de un centenar resultaron heridas al ser reprimida violentamente por los cuerpos de seguridad una manifestación de las Ligas Populares, organización revolucionaria que no ha dado su apoyo a la junta cívico-militar que gobierna este país centroamericano desde el golpe del pasado 15 de octubre.

Después de la masacre del 29, la gente levantó en carrera a algunos de sus muertos y los fue a meter a la iglesia de El Rosario. Allí se empezó a organizar la colecta para comprarles los cajones. Mientras, los pusieron como pudieron por el suelo, sobre petates. La Marianela García Villas, de la Comisión de Derechos Humanos, les llevó algo de pisto a los muchachos para que consiguieran algunos ataúdes. Pero pronto la situación se puso fregada: la iglesia tomada, con unas seiscientas gentes dentro y toda cerrada, los cadáveres descomponiéndose...

Al día siguiente querían hacer el entierro, con otra manifestación, pero ya desde la noche la guardia rodeó la iglesia para no dejarlos salir. Y no sólo la rodeó, sino que metieron dentro a un guardia vestido de civil y armado. Ahí en la iglesia estaban Pichinte, Mincho, Odilón y Benito y enseguida descubrieron al guardia camuflado, lo desarmaron y se lo quedaron como rehén.

Al frente del cerco a la iglesia estaba el famoso capitán Denis Morán, un gran asesino que dirigía escuadrones. Cuando el tipo se dio cuenta que los de las Ligas tenían a uno de sus hombres decidió entrar a rescatarlo a como diera lugar.

Decididos los guardias a entrar y los de dentro, que también los había armados, decididos a volarles bala si entraban. La primera que llegó a mediar fue la Marianela, con no sé cuántos más de la Comisión, pero no les hicieron caso y ya los guardias estaban entrando por el atrio de la iglesia.

  —¡A pura pija vamos a sacar de ahí a esos subversivos!

En el aire latía una nueva masacre. Entonces llamaron a Monseñor Romero para que mediara.

( Ana Guadalupe Martínez)

-¡Véngase para aca! Me han pedido una misión muy delicada.

Eran las 8 de la noche cuando Monseñor me llamó al seminario. Poco después llegamos a la iglesia de El Rosario. Aquello estaba sembrado de guardias. Ya habían decidido tomar por asalto la iglesia y si había que matar a todo mundo, a todo mundo mataban y si había que desbaratar la iglesia, la harían chingaste.

Monseñor Romero se acercó a Morán, que dirigía el operativo.

  —¿Usted aquí? -le gritó el tipo-. ¡Usted es el culpable de todo lo que pasa aquí, por tanta babosada como anda hablando!Así que apártese de este volado, ¡que ni mierda leimporta esto!

Nunca los miré tan agresivos.

  —¡No le hagan nada a Monseñor! -gritaba Marianela García Villas desde donde la habían arrinconado los guardias.

  —¡A esa cerota me la vuelo yo! -decía uno de aquellos diablos apuntándole.

Sólo les preocupaba recuperar al guardia que ellos mismos habían infiltrado dentro de la iglesia. Yo estaba pegado a Monseñor, cuatro hombres lo encañonaban directamente.

  —Si esos subversivos le hacen algo a nuestro compañero, ¡aquí mismo matamos al obispo!

  —¡Guárdese los irrespetos y trate de ser razonable!

Monseñor les encaraba y yo lo jalaba del brazo, como cuando el hijo trata de frenar al papá para que no se vaya a penquear con otro. Capaz que éste le pega una cachetada al guardia, pensaba yo, y este volado se nos va de las manos.

  —Pero si él quiere explicarles -intervine yo-, ¿por qué no lo dejan hablar?

  —¿Y quién sos vos, hijueputa? ¡Seguí así y te morís ya!

  —¡A él no lo pueden tocar, él es un seminarista! -salió por mí Monseñor.

  —¡Seminarista! ¡Comunista y gran cerote!

Les valía reata el rango de quien fuera, ahí nos iban a acabar a todos. Estos nos matan en un rato y nos van a botar a un basurero...

Monseñor Romero les insistía en que él quería entrar a la iglesia a buscar al guardia para devolvérselo a Morán, pero ni caso. Habían mandado a traer tanquetas y ya estaban llegando las animalonas. Los ánimos de los guardias estaban bien encendidas. Había un famoso torturador, Cara de Niño le decían, que apareció por el lado de Monseñor, con una media sonrisa.

  —¿Usted no defiende a sus amigos subversivos? Pues nosotros defendemos a nuestros compañeros. ¿No es bueno eso, padrecito?

Mientras los guardias empezaban a tomar posiciones y hacían unas llamadas, decidimos replegarnos por un momento a pensar con más calma. Monseñor se metió por un corredor que hay a la entrada del convento contiguo a la iglesia y yo le seguí. Pensé que íbamos a plática para decidir la táctica, pero no, él sacó el rosario y empezó a caminar para arriba y para abajo rezando y no me dijo más. Yo me quedé viéndolo, seguía las cuentas que iba pasando... Primer misterio... Cuando llegó al segundo, me dice:

  —Oíme, vos, ¿y qué debe hacer uno si esta gente nos empieza a disparar?

  —Pues yo creo que no nos quedará de otra que tirarnos al suelo, ¡si nos alcanza el tiempo!

Segundo misterio, tercer misterio... Cuando ya estaba en las últimas avemarías, vuelve y me pregunta:

  —Pero, ¿por qué decís vos que hay que tirarnos en el suelo?

  —Pues para que no le atinen. Estos no le van a tirar a los pies, ¡éstos tiran a matar!

  —Claro, claro... Mirá vos, ésta es una hora dura y más me preocupa por vos, porque no sabías ni a lo que venías. Y quién sabe si salgamos de ésta. Y no sé qué van a decir si mañana amanecemos los dos muertos...

Estaba asustado. Era la más pésima en la que se había visto. Siguió rezando. Cuarto misterio... Cuando iba ya terminando el rosario:

  —Mirá, yo creo que si nos tiramos detrás de este murito, tal vez nos libramos de las balas... ¿No crées?

  —A saber...

  —Mirá aquel otro murito de allá... ¿No será más seguro aquel?

  —Pero, Monseñor, usted está rezando o coqueando un repliegue?

  —Las dos cosas, hijo, las dos cosas.

Tenía mucho miedo y se le notaba. Rezaba y temblaba y sudaba. Pero cuando salimos de nuevo a la calle, lo miré más tranquilo. Ahí empezó propiamente su mediación. Consiguió que los guardias se pusieran contra la verja y que lo dejaran entrar a la iglesia a buscar al rehén. Cuando los de dentro nos abrieron las puertas, el hedor de los cadáveres era insoportable.

  —¡Monseñor -le imploró Pichinte- usted es nuestra única garantía! Le entregamos al rehén, pero no abandone este volado, ¡porque mañana no amanecemos vivos!

Salimos otra vez a la calle. El cerco militar seguía. Finalmente se armó una delegación con tres guardias y Monseñor para entrar de nuevo a la iglesia.

Ellos querían chequear a toditos los cadáveres por ver si había algún otro guardia entre ellos. Decían que los compas habían torturado y matado a otros dos. ¡Vaya, qué cuadro aquel, destapando todos los cuerpos! Estaban descompuestos. Moseñor los revisó a todos, uno por uno, ninguno era guardia, todos de las Ligas. Entrada la madrugada salió libre el rehén y retiraron el cerco, no quedó de otra que enterrar a los veintiún muertos ahí mismo dentro de la iglesia, era peligroso todavía salir con ellos por la calle.

( Juan Bosco)

Al terminar su segunda misa después del golpe, Monseñor Romero nos buscó la lengua a los seminaristas en una reunión que tuvimos con él.

  —¿Y ustedes, qué piensan de la junta?

Sabíamos que nos iba a mandar directamente al carajo si le hablábamos con franqueza, pero lo hicimos.

  —Primero, lo que pensamos de usted: que está equivocado. Y de la junta, que es una farsa. No serán una farsa ni Mayorga ni Ungo ni los de la UCA, pero ellos le están haciendo el juego a los farsantes. ¡Mire cómo siguen matando!

Enojado era poco. Se puso encachimbado. No quiso seguir la reunión y ahí mismo nos botó a todos.

Tres días después nos mandó invitación a comer pupusas a los seis mayores, del grupo más cercano con él. A la pupusas de Los Planes. Llegamos a las cinco con las caras largas. Empezamos a comer y eran las seis y media y todavía el hombre barajeándonos la plática: que cómo nos iba con tal profesor, que cómo nos sentíamos en tal clase... No hallaba cómo entrarle al tema y nosotros no queríamos. Por fin, fue él quien se rindió:

  —Yo no entiendo por qué ustedes no están de acuerdo con darle un tiempo al gobierno de la junta y quiero que me expliquen bien todas sus razones. ¡Porque hoy esto tiene que quedar claro!

  —¿Y por qué no nos dice primero usted las razones que lo tienen tan convencido con esta junta?

  —¡Es que yo no los traje aquí para confesarme con ustedes!

Venía con el ánimo caliente. Empezamos nosotros, pues. Y en primera razón le pusimos la represión que seguía y los militares que seguían en sus cargos y después, la colita de maniobra gringa que se miraba en todo aquel proyecto, porque era bien sospechoso que Estados Unidos lo apoyara tanto.

  —Lo que más nos preocupa es que usted se haya embarcado en esto.

Como a las ocho de la noche, después de toda clase de análisis...

  —¡Vámonos -decidió él-, sigamos la plática en el hospitalito.

En el camino fue en total silencio y al llegar:

  —Hermana Teresa, tráigales café a estos muchachos. Hoy no les ofrezco un trago porque no es momento.

Y allí estuvimos otro par de horas, argumentando nosotros y contrargumentando él. Pero todas nuestras razones, ¡nos las botaba! Ya nochísimo, cuando nos fuimos, seguíamos en el mismo punto de arrancada: nadie convencía a nadie.

  —¿No habremos sido muy machetones? -me dijo Miguel cuando regresábamos al seminario.

  —¿Y qué, pues? ¡Aquí no hay que perderse! Si está tan embarcado, lo correcto es que se entere.

  —Pero no se entera, pues, ¡no quiere enterarse!

Afligidos quedamos. Pero al día siguiente nos mandó llamar a tres de nosotros, a “los peores”, a “los socialistas”, como nos decía Goyo Rosa.

  —¿Ustedes están realmente convencidos de todo lo que dijeron ayer?

  —Sí, Monseñor, lo estamos.

Se quedó un rato callado. Se levantó y volvió a sentarse.

  —¿Completamente seguros y convencidos?

  —Convencidos, Monseñor.

De nuevo se paró, se quedó pensando y se sentó.

  —¿De verdad?

  —De verdad, Monseñor.

No dijo más. Nos lo preguntó tres veces y con insistencia. Y al domingo siguiente, ¡fue la sorpresa! En su homilía, le puso por primera vez un buen freno a la junta. Y habló con mucha fuerza de la urgencia de que hubiera una buena depuración en el ejército. Al terminar la misa, le preguntamos.

  —Monseñor, ¿y qué fue...?

  —Hay mucha gente con la misma opinión de ustedes, muy decepcionados -se quedó mirando al vacío, los ojos aguados- Y hay mucha represión, demasiada sangre.

( Juan Bosco)

Fue un sábado por la noche y en el hospitalito, después del golpe del 79. Las FPL le habíamos pedido la cita, queríamos intercambiar con él. Monseñor Romero estaba en el mero centro de todos los problemas del país. Aquella primer vez fuimos el Comandante Milton y yo. Era evidente que él nos tenía desconfianza. También nosotros desconfiábamos de él y de lo aislado de aquel lugar y llevamos nuestras armas escondidas en un maletín.

  —Sientense, ¿cómo están? -nos saludó.

  —Muy bien, ¿y usted cómo está?

  —Yo bien, ¿y ustedes cómo están...?

Como estábamos era bien nerviosos los tres. Después de los saludos, él fue quien primero entró en tema.

  —Acabo de estar por Chalate y tengo que hacerles un reclamo. Todo mundo sabe que hace unos días ustedes, los de las FPL, mataron allí a machetazos a dos guardias nacionales.

  —¿Quiere que le aclaremos lo que pasó?

  —Lo quiero, y es deber de ustedes aclarármelo.

Estaba tenso, sudaba un poco.

  —Mire, Monseñor, lo que pasó es que esos guardias llegaron en la noche a Las Vueltas a capturar a unos campesinos de ese caserío. Para matarlos, pues. Pero nuestra gente, los campesinos de FECCAS, los descubrieron, se organizaron para agarrarlos y al final, tuvieron que matarlos. Antes que ellos mataran, los mataron a ellos. ¿Qué le parece?

  —Muy mal me parece y quiero que ustedes sepan que yo no estoy de acuerdo con esos métodos violentos.

  —A veces no queda de otra, Monseñor. Esos son métodos de violencia popular.

  —No, eso es terrorismo.

  —No es así, Monseñor, eso es legítima defensa. Y la Iglesia en su doctrina ha aprobado siempre la violencia que es en legítima defensa. ¿O no?

  —Es cierto, pero una defensa proporcionada a la ofensa. Si yo me puedo defender con un bofetón, no es legítimo que pegue un balazo.

Era doctrinal, le gustaba discutir, pero más que censurar, su onda era de querer entender.

  —Nosotros no somos terroristas, Monseñor. Las FPL no son una organización terrorista. Entre nosotros hay muchos cristianos, nuestras bases campesinas todas son cristianas.

Se nos quedó viendo, todavía muy desconfiado.

  —Pues a ustedes dos no los veo muy campesinos...

  —No, nosotros somos universitarios. Pero los dos venimos de origen cristiano, de misa y comunión diaria en colegios católicos.

Algo se distensionó en su cara y en sus manos y la desconfianza empezó a dejar paso a la curiosidad.

  —Y si algo le agradecemos a la formación que nos dieron, fue que nos hizo sensibles a la injusticia, que nos metieron dentro las ganas de luchar por la igualdad de todos.

  —Nosotros no venimos de las ideas exóticas del comunismo internacional, Monseñor, ¡venimos de la misma familia que usted!

Se sonrió, nos sonreímos. Empezamos a recordar algunos nombres, conocidos comunes, y después de un rato de esa rebusca en el pasado, comenzaron a aflojar las tensiones que quedaban.

  —Vaya, cuando me dijeron que ustedes eran guerrilleros, yo esperaba ver a otro tipo de gente, no tan jovencitos...

  —¡Ni tan jóvenes, Monseñor! Tal vez sea que la vida así, clandestina, lo conserva mejor a uno.

La plática agarró otro tono, él dejó de mirar tanto al suelo, nosotros empezamos a tomar café. Como sabíamos que él se había reunido hacía poco con unas compañeras nuestras, le bromeamos.

  —¿Y esas muchachas tan lindas, también son guerrilleras?

  —¡Y de las meras meras, Monseñor!

No se lo creía. No me creía tampoco que yo fuera casado por la Iglesia siendo un revolucionario. Se le notaba intrigado con nuestra vida.

  —¿Y así andan, siempre escondidos, separados de sus familias?

Eso le costaba entenderlo. Lo platicamos.

  —Dejamos lo nuestro para defender lo de todos, renunciamos a lo propio por lo de todo un pueblo

  —le dije yo en un momento.

Y por ahí, sí. Como ése era el caso de él mismo con su sacerdocio, por ahí lo agarró mejor. Y creo que hasta lo valoró. Hablamos también aquel día de los secuestros. Habíamos hecho varios y él siempre fue muy crítico de ese método.

  —Monseñor, la verdad es que a nosotros no nos ayuda ni la Unión Soviética ni el comunismo internacional. Usted ve que nuestra lucha es justa. Pero, ¿de dónde vamos a sacar el dinero para hacerla? ¡Pues de secuestrar a los ricos! Ellos son el único banco que tenemos a mano.

Aquella fue una conversación muy larga, con muchos temas y bastantes tazas de café por nuestra parte y casi ninguna por la suya. No necesitaba café para estar en forma.

  —Bueno -nos dice ya al irnos-, me dijeron que me habían traído alguna documentación...

Y señaló nuestros maletines.

  —Me interesarían mucho...

Y siguió señalando los jodidos maletines. ¡Púchica, qué pena!, ¿cómo los íbamos a abrir si ahí andábamos el par de pistolotas?

  —Pues, verá, Monseñor, es que...

  —No tengan apuro, seré reservado, pero me interesa mucho leer eso que me han traído.

¡Y seguía mirando los maletines!

  —Pues fíjese qué onda, Monseñor... ¡Se nos olvidaron los papeles! Es más... ¡se nos olvidó todo!

  —¿Y los maletines?

Nos lo preguntó con una sonrisa que Milton y yo no supimos interpretar.

( Salvador Guerra)

Prácticamente cada semana teníamos reunión con él y ya fuimos siempre sin maletines y sin armas. Con él hablamos de muchos temas, de todo prácticamente. Hoy, después de tantos años y de haberlo comentado con tan pocos, tengo que raspar a fondo el sarro de la memoria y sólo me recuerdo de algunas cosas.

Me acuerdo que en aquellos meses vino de visita a El Salvador un enviado del gobierno norteamericano. Nosotros nos dimos cuenta de que el gringo quería instrumentalizar a Monseñor Romero para que él saliera bendiciendo el pacto entre los políticos y la fuerza armada.

  —Usted es salvadoreño, Monseñor -le comentamos- y diga lo que diga Estados Unidos, hemos de ser patriotas.

  —Así es -nos dijo él-, lo primero son los intereses del pueblo salvadoreño. Yo le voy a plantear a ese señor toda la represión de la fuerza armada que voy encontrando en mis visitas al campo. Y le diré que yo decido mi actuación en base a lo que veo y en base a lo que sufre o se beneficia el pueblo salvadoreño.

Sobre el ejército hablamos en varias ocasiones. Un día nos preguntó medio ingenuo el hombre:

  —Y entonces, ¿el plan de ustedes sería matar a todo el ejército?

  —¡En ningún momento, Monseñor! Si todos sabemos que hay patriotas y hay sectores democráticos dentro del ejército. Es al Alto Mando fascista al que hay que aislar. No matarlo sino aislarlo. Depurarlo.

Se tranquilizó. Hablamos con él de las elecciones, de la Constitución, de las organizaciones campesinas, hasta del marxismo. Tenía criterios muy suyos y se le notaba que hablaba con mucha gente, sobre todo con las bases.

Sobre la unidad entre las organizaciones revolucionarias nos jaló siempre la chaqueta:

  —¿No dicen que todos son granos de un mismo elote? ¡Y no hacen tortilla juntos! Unidos tendrían más fuerza. No entiendo por qué si todos están por el mismo proyecto unos andan por aquí y otros por allá y ni las cosas que hacen se las cuentan. No lo entiendo.

Nos fuimos agarrando cariño, él a nosotros y nosotros a él. Y en cada despedida se hizo costumbre que nos echara su bendición.

  —Espero siempre volver a verlos. Y tengan cuidado no les vaya a pasar nada, muchachos.

Y hacía una cruz en el aire para decirnos adiós.

( Salvador Guerra)

“Cuando María canta en su Magnificat que Dios libera a los humildes, a los pobres, resuena la dimensión política cuando dice: Dios despacha vacíos a los ricos y colma de bienes a los pobres. María también llega a decir una palabra que diríamos hoy ‘insurreccional’. ¡Derriba del trono a los poderosos cuando éstos ya son un estorbo para la tranquilidad del pueblo! Esta es la dimensión política de nuestra fe: la vivió María, la vivió Jesús, que era auténticamente un patriota de un pueblo que estaba bajo una dominación extranjera y él, sin duda, la soñaba libre.”

( Homilía, 17 febrero 1980)

-¡Vengan, que ya empieza la homilía!

Yo estaba clandestino, era jefe de milicias del Frente Paracentral. Todos los domingos, en todos los colectivos de las FPL en los que yo estuve, escuchábamos juntos las homilías de Monseñor Romero. Era parte de nuestra tarea de educación política. No es que fuera obligatorio oirla, pero nadie se la perdía.

Aún me acuerdo, todos pendientes de lo que “el viejito” decía. Y a veces hasta lo aplaudíamos, escondidos entre las cuatro paredes de una casa de seguridad, cuidando de no hacer ruido. Cuando acababa, tocaba comentar la homilía entre todos. Ah, los compas campesinos le tenía tremenda veneración a Monseñor.

En el 79, como FPL, establecimos un contacto permanente con Monseñor y había compañeros que lo visitaban para discutir con él distintos temas. Aquellas eran reuniones muy compartimentadas y no más de los quince máximos dirigentes de las efe estaban al tanto de ellas.

Cuando me eligieron para el Comité Central, pasé a ser de esos enterados. Periódicamente, el comandante Milton Méndez llegaba a darnos el informe de lo que se había hablado con Monseñor Romero. Muy poco recuerdo ya de aquellos informes. Tantas cosas pasaban que la memoria se enreda. Sólo una cosa no se me borró nunca.

  —Estuvimos hablando con Monseñor de la posibilidad de una guerra -nos contó Milton-. Le dijimos que tal como están las cosas eso va a llegar.

En El Salvador, el enfrentamiento militar no era aún muy fuerte, lo que había era lucha de masas, pero ya en aquel entonces, nosotros teníamos la concepción estratégica de que estábamos en un proceso de guerra, aún incipiente, pero ya en marcha. Para entonces, nadie sabía con cuántas fuerza militar contábamos ni qué unidades teníamos ni nada. Esa información era supercompartimentada.

  —Le estuvimos explicando a Monseñor que ya andamos organizando el ejército del pueblo, porque más pronto que tarde nos abocamos a un enfrentamiento armado y no por quererlo sino porque no nos dejan otra salida.

Contábamos también con que, como parte de la guerra que estaba en el horizonte, habría una insurrección popular. Milton también platicó de esto con Monseñor Romero y él escuchó todo este análisis con la máxima atención y sacó sus conclusiones.

  —Mire -le dijo Monseñor a Milton-, cuando venga esa insurrección, yo no quiero estar ni aparte ni lejos del pueblo, tampoco quiero estar del otro lado. Cuando llegue esa hora yo quisiera estar al lado del pueblo, al lado de ustedes. Claro, yo nunca empuñaría un fusil porque no sirvo para eso, pero sí puedo curar heridos, atender moribundos. Puedo recoger cadáveres. En todo eso podré ayudar, ¿verdad?

Mudos nos quedamos.

  —¿Qué les parece lo que ha avanzado “el viejito”? -nos preguntó Milton a los quince.

Y los quince a la par:

  —¡Vaya con “Chespirito”! ¡Mecatudo, pues!

( Antonio Cardenal)

Unos seminaristas llegamos una tarde a su casa del hospitalito a platicar con él.

  —¿Qué hubo, Monseñor? Pasábamos dando una vuelta y entramos a visitarlo.

  —Pues precisamente estoy yo aquí esperando la visita de un amigo.

Nos volteamos a ver. ¿Un “amigo”? Bueno, al rato aquí se deja caer quién sabe qué personalidad política y vamos a tener el gusto de conocer gente importante. Eso pensamos.

  —¿Amigo de hace poco, Monseñor? -nosotros de curiosos.

  —Amigo de verdad. Siempre viene a pedirme algún consejo.

Cabal que llega un peso pesado, hicimos la deducción.

  —Pero me preocupa que algo le haya ocurrido. En estos tiempos...

  —¿Y no va a llegar hoy por el seminario, Monseñor?

  —No, ya no. Con este amigo suelen ser pláticas largas y no me va a quedar tiempo.

Es Mayorga Quiroz o es Ungo o es un peje grande de la democracia, pues, seguimos cavilando entre nosotros.

  —¿Y viene a menudo a visitarlo, Monseñor?

  —Bueno, cuando puede, pero se avisa siempre.

Ya nosotros, ¡chiva a ver el personaje! Nos quedamos a platicar haciéndole tiempo. Esperando al otro, apareció entonces por allí el guardián del hospitalito. Un viejo griposo con una toalla enrollada al cuello.

  —¿Y qué don Tomás, anda enfermo? -le preguntó Monseñor.

El viejo estornudó, agarró una silla y se sentó tan tranquilo.

  —Le escuché su última homilía, Monseñor, y me pareció atinada, porque en el radio dieron unas noticias muy diferentes...

Vaya, cuando el tal amigo llegue, este viejo metiche lo va a atrasar, pensamos.

  —Explíqueme de esas noticias, don Tomás -le pidió Monseñor-, he estado esperándolo para que veamos eso...

¿Será...? Lo miramos. Y en la cara le vimos a Monseñor que sí, que aquel don Tomás no era otro que el amigo que esperaba con tanto interés. Nos miramos. Y nos fuimos. De regreso al seminario, íbamos analizándola.

  —Monseñor siempre nos mete gol -dijo uno.

  —¡Y cuando no la gana la empata! -le respondí.

( Juan José Ramírez)

Recién hecho el tiraje y la presentacion de mi libro “Las cárceles clandestinas”, Odilón Novoa, el compa que hacía budines, se lo llevó a Monseñor Romero de regalo. Un mes después me conseguía una entrevista con él. Verse conmigo chamuscaba a Monseñor, pero él aceptó.

  —Tengo muchos deseos de conocerla -le dijo a Odilón.

Y me recibió nada menos que en el arzobispado, a pesar de toda la vigilancia que le ponía allí el ejército y a pesar de que yo era oficialmente una “prófuga de la justicia”. Odilón y Pichinte fueron conmigo.

  —Monseñor -le dije por empezar con algo-, ¿ya recibió mi libro?

  —Cómo no, ¡y me lo leí en una noche! Me interesó mucho.

  —Entonces, Monseñor, yo quisiera darle a usted un testimonio todavía más directo de todo lo que son capaces de hacer los cuerpos de seguridad con la gente que no piensa como ellos.

Cambió de cara, bajó la vista, lo miré preocupado.

  —No, eso no, eso no...

Después me miró, estaba nervioso.

  —Hija, usted ya sufrió bastante en ese infierno. ¿Por qué me lo va a contar? Contándolo es como si volviera allí. No, no repita ese infierno.

Se le aguadaron los ojos, a mí también.

  —Yo ya leí su libro y sé que es verdad todo lo que dice ahí. Lo creo todo, sé que usted no ha exagerado y conozco que ellos son capaces de todo eso y de más.

No volví a mencionarlo. Había mil otros temas. El fue el que sacó el que tanto nos preocupó aquellos meses.

  —Y ustedes, después de todo este tiempo, ¿qué piensan realmente de la junta? -me preguntó con gran interés.

  —Nosotros sabemos, Monseñor, que usted los apoyó, lo que no sabemos es si sigue apoyándolos. Pero si nos pide nuestra opinión, nosotros no creemos para nada en este “nuevo” gobierno.

  —¿Por qué? Explíquemelo usted.

  —Más que todo, porque este cambio se hizo sin la participación del pueblo que está organizado desde hace mucho tiempo...

  —Tal vez es que no hubo tiempo para convocar al pueblo a que apoyara el proyecto y la idea era poder convocarlo después.

  —Pero después ya era tarde, Monseñor. Si las organizaciones no estaban metidas desde el mero comienzo ya no, porque se les dejaba el espacio a los asesinos de siempre para controlar el proyecto. ¿No mira usted que eso es lo que han hecho?

  —Pero la intención era buena. De los que yo conozco que participan todavía en la junta, su intención es parar la represión.

  —¡Pero no han parado nada! Cada vez matan más y les vale matar a diez, a cien o mil.

  —Sí, las cosas no han salido como se pensaron.

  —Es que los que pensaron esto, Monseñor, no querían detener crímenes, sino detener un proceso de cambios en profundidad que temían y que veían venir. Dieron el golpe para parar al pueblo.

  —¿Pero al menos no creen ustedes que la intención primera era buena?

  —No, no lo creímos nunca y menos a estas alturas. Mire las masacres en el campo, mire lo que pasó en El Rosario, allí usted los vio en acción.

Él miraba mucho al suelo, las manos entrelazadas en la frente, como queriendo escucharme mejor.

  —Entonces, ¿ustedes no le van a dar ningún respiro a esta junta, ninguno?

  —No se lo dimos el primer día. ¿Por qué se lo vamos a dar ahora, que ya no tienen ni oxígeno, todos desgastados como están, que ninguno de los civiles ni pincha ni corta ahí dentro, no mandan nada?

  —¿Ésa es la posición final de ustedes?

  —Ésa es. ¿Y la de usted...? ¿Sigue creyendo en la junta?

No me respondió. Hablamos también de los operativos del ejército en zonas rurales, por Morazán, por La Unión, por el norte de San Miguel. Le impresionaron bastante los datos que le traíamos de las masacres del “nuevo” gobierno en el campo. En ninguna otra etapa de nuestra historia había sido tan terrible la represión.

A la hora de despedirnos me dio un abrazo bien cariñoso.

  —Cuídese, hija, no ande por las calles, que esa gente la puede volver a agarrar. Y hoy ya, después de ese libro que escribiste, no te van a dejar viva. Y repetir ese infierno otra vez, no.

Odilón quedó de intermediario nuestro con Monseñor y a través suyo le enviábamos a él nuestras reflexiones. No pasó un mes y todos los civiles en quienes él tanto confiaba renunciaron a la junta de gobierno. Eso confirmó la interpretación de Monseñor y contradecía el análisis que nosotros habíamos hecho, sólo en blanco y negro. Realmente, en aquel proyecto hubo algunos con buenas intenciones que cuando no pudieron más tuvieron el valor de salirse.

  —En su onda, “el viejito” tenía razón -dijimos-. Esto del golpe y de la junta ¡no era película de buenos y malos!

( Ana Guadalupe Martínez)

“Derecha significa cabalmente la injusticia social. Y no es justo estar manteniendo nunca una línea de derecha. ¿Izquierda? Yo no las llamo fuerzas de izquierda sino fuerzas del pueblo. Y su violencia puede ser el fruto de la cólera ante esa injusticia social. Lo que llaman izquierda es pueblo. Es organización del pueblo y son los reclamos del pueblo... Los procesos de los pueblos son muy originales. No podemos decir que hay un cliché para pasar del capitalismo al socialismo. Si se le quiere llamar socialismo, pues será cuestión de nombre. lo que buscamos es una justicia social, una sociedad más fraterna, un compartir los bienes. Eso es lo que se busca.”

( Entrevista al Diario de Caracas, 19 marzo 1980)