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EL VUELO DE MILLARAY, COMUNERA MAPUCHE

Autor | Autores: 
José Frías del Santo

Millaray Cayuqueo, nació en los campos cercanos a la  Comunidad de Chol Chol, en el Wallmapu al sur de Chile. Su familia, que era numerosa y muy pobre,  pronto le enseñó que ser mapuche es como una herencia maldita, que urge olvidar la lengua, las costumbres ancestrales y asumir la cultura huinca para librarse del estigma discriminatorio con que se ha tratado a su pueblo por generaciones,  desde la conquista española y la posterior invasión militar chilena.

Millaray, con apenas 14 años, fue arrancada de sus raíces y enviada a la capital del país, Santiago, como tantas hermanas de su pueblo, a trabajar de empleada en hogares acomodados,  cuyos modales muy a menudo “modernos y consumistas” se impregnan en el  alma de estas jóvenes, hasta generar en su espíritu un desgarro lapidario  de sus raíces a las que pronto aprenden a despreciar.

Por suerte, Millaray pronto conoció Anecap, una organización de mujeres empleadas domésticas, donde se respetaba su condición de trabajadora y valoraba su cosmovisión, y donde no sólo pudo reafirmar su ancestral pasado, sino que, además, alimentar y poner al servicio de las compañeras de labores sus cualidades de líder. Junto con ello conoció el amor, tuvo hijos y también el dolor de la pronta separación dado que Luis, su pareja, buscó solucionar las penurias económicas con alcohol. Se destruyó la convivencia, la ternura, el respeto  y  todo un proceso en poco tiempo terminó.

A partir de aquello, sintió la libertad para iniciar una nueva etapa en subida y pronto nació en  su corazón una nostalgia que  se convirtió en un ardiente deseo de volver a vivir en las tierras de las que nunca deseó partir. Y regresó al cobijo de la familia. La emoción de recorrer de nuevo sus campos fue algo mágico, pues habían pasado 22 años desde su partida. Pero la alegría duró poco; a medida que fue visitando a sus amistades y parientes cercanos, le contaban los atropellos que  venían sufriendo por parte de las fuerzas policiales, judiciales y, en suma, del Estado. Todo aquello  le abrumaba.

Unos le  narraban del maltrato a los huerkenes y machis, por el solo hecho de liderar las comunidades más organizadas.  Otros se referían acerca  de los jóvenes baleados  y muertos por la espalda o gravemente heridos.

Más allá, le hablaban de la violencia con que las policías irrumpían en sus hogares, con bombas lacrimógenas, perdigones, balas de goma y de metal, rompiendo todo, aterrorizando a los y las pequeñas, golpeando, con insultos racistas,  amarrando a los niños, atropellando a sus madres, estableciendo procedimientos sistemáticos de tortura psicológica y deteniendo a cuanto mapuche joven encontraban en su camino.

Pudo saber que, tras ser detenidos, sufrían crueles torturas, obligándoles a inculparse de acciones que a menudo  realizaban infiltrados de la misma policía.

 Puestos a disposición judicial, casi siempre les aplicaban una ley de la dictadura, llamada ley antiterrorista, que viola todas las garantías procesales y el debido proceso según normas internacionales.   Creaban  “montajes aberrantes” que no se sostenían en prueba alguna. Pero igual la prensa y otros medios del sistema, se encargaba de mostrarles como feroces criminales  ante toda la opinión pública, para terminar su calvario en inhumanos presidios, de los que muchos debieron esperar largos años hasta poder demostrar en tribunales su inocencia.

Especial presión aplicaban a los- las jóvenes comprometidos en la causa de recuperación de tierras, interrogando y deteniendo, hasta en el interior de sus colegios. 

Millaray no podía creer todo lo que estaba  escuchando hasta el día en que visitaba a la machi Adriana Loncomilla se encontró con un allanamiento, luego del cual la dejaron amarrada y tirada  en el suelo, con todo su cuerpo golpeado, sangrando, y  sus dos hijos pequeños solos,  a su lado, llorando desesperadamente. Esa noche Millaray no pudo dormir de pena e impotencia.

A la mañana siguiente,  buscó a su querido abuelo Juan y, sin poder contener las lagrimas,  le preguntó: “abuelo, ¿porqué están haciendo esto con nuestro pueblo?”

El abuelo Juan se sintió conmovido por la congoja de Millaray, así es que  preparó su mate y se dispuso  a explicarle:

“Mi querida Millaray, en todo nuestro continente el colonialismo e imperio, a través de luchas sangrientas, han pulverizado tradiciones enteras y han profanado valores milenarios, cosificando primero la naturaleza y luego los ideales de los seres humanos.  El bienestar de algunos se ha logrado a través de la imposición del miedo y de la exclusión de las mayorías, especialmente de los campesinos, indígenas y trabajadores”.

“También en nuestra nación mapuche, el  Estado chileno decidió tomarse el territorio al sur del Bío-Bío, para - según supimos- incorporarlo al desarrollo agrícola del país.  Con este objetivo dictaron leyes para que  estas tierras fueran declaradas fiscales, creándose la provincia de Arauco. ¡Y maldita sea que a sí fue!”

¿Y cómo lo lograron abuelo?, insistió Millaray.  El abuelo continuó: “Inventaron una  guerra de ocupación entre 1862 y 1883, eufemísticamente la denominaron  de “pacificación”  en la que   aplicaron  una violencia atroz, según contaba mi abuela que lo sufrió muy de cerca: quemaron rucas y sembrados, mataron, robaron, apresaron,… ¡algo que no tiene nombre y que no debemos olvidar,  Millaray!   Así, los mapuches fuimos  arrinconados en reducciones a través del otorgamiento de los denominados «títulos de merced», quedando confinados a alrededor de 500 mil hectáreas, apenas el  5% de nuestro territorio original. Lo demás  fue entregado a colonos extranjeros y chilenos, que constituyeron enormes latifundios”.

Y agregó el abuelo: “¿piensas que se contentaron con eso?  Pues no, ya que con posterioridad al proceso de radicación, los mapuches seguimos siendo víctimas de despojos a través de amedrentamientos, engaños y farsas judiciales, aprovechándose de la ignorancia a este respecto de nuestros padres”.

“A consecuencia de ello, sufrimos  un paulatino  proceso de pauperización hasta hoy y tú ves que mientras los beneficios y el crecimiento se concentran en los barrios acomodados, que tu bien conociste en tus trabajos para las familias más ricas de Santiago, o en  las empresas forestales e hidroeléctricas que siguen adueñándose de  espacios cada vez más amplios, en desmedro de lo que tú estás viendo  en las comunidades, lo que amenaza nuestra continuidad histórica y cultural que, como sabes, está plenamente vinculada a la tierra.”

Horrorizada, Millaray exclamó:” ¡Qué historia tan dramática, abuelo Juan!  ¿Y qué está ocurriendo ahora?”

“Seguramente habrás escuchado versiones muy engañosas, por eso, debes poner  atención.  Lo que pasa es que a pesar de todos los atropellos sufridos, la fuerza espiritual de nuestra cosmovisión y  espiritualidad, nunca pudieron doblegarla. Y ocurrió que los más jóvenes  fueron tomando conciencia de los atropellos recibidos y que había que hacer algo por recuperar lo perdido.  De a poco se agruparon con sectores más alejados y sus organizaciones tomaron fuerza, realizaron encuentros masivos, consensuaron  peticiones y lograron  acuerdos con la autoridad.  Pero, sistemáticamente fueron casi siempre incumplidas.  Cansados de la vía legal,  en diciembre de 1997 algunos organizaron  la primera ocupación de terrenos de una gran empresa forestal en Lumaco, ello más bien como una medida para llamar la atención de la autoridad, de las grandes madereras  y de la ciudadanía, sobre su situación”.

“¿Y qué pasó abuelo?”, siguió preguntando Millaray.  El abuelo respondió: “La reacción del estado chileno no se dejo esperar.  Los  dirigentes fueron perseguidos, detenidos, acusados falsamente de numerosos delitos contra la propiedad, encarcelados, criminalizados, sus familias y comunidades acosadas por las policías…..  A partir de ese hecho se desencadenó una espiral de violencia, en que las continuas protestas de los mapuches en contra del Estado que los discriminaba y las empresas forestales que los privaban de sus medios de subsistencia, fueron reprimidas con crueldad creciente por la policía y demás órganos del Estado. 

¿Entiendes ahora lo que está ocurriendo  en el Wal Mapu,  mi querida Millaray?”

Ella quedó largo rato en silencio, se levantó, abrazó con ternura al abuelo agradeciéndole su paciente narración y partió. Caminó todo el día entre araucarias, esteros, lagos, cerros y sembrados, pensando en todo aquello,  hasta que la fría noche le animó a regresar.

Pasaron semanas en que  Millaray se veía muy ensimismada y, a su vez,  buscando conversar con las familias más activas sobre cuál debía ser  su lugar en aquel contexto.   

Fue en una muy nutrida celebración de un Machitun, que  optó por integrarse a una organización dedicada a  la recuperación de los territorios usurpados, mediante tomas no violentas.  Junto con ella también se integraron sus hijos,  Lautaro  y Rayén. Participaron en la vida de las comunidades afectadas por los abusos y en numerosas movilizaciones vinculadas a la causa mapuche, sin más armas que sus cuerpos y convicciones.  No tardó en percibirse la  capacidad de Millaray y su valentía en la denuncia en la calle y ante cualquier autoridad.  Fueron muchas las actividades, encuentros, movimientos. En esa lucha se fueron fraguando vínculos sólidos y cálidos, gracias a los cuales Millaray sentía que al fin había encontrado el más profundo sentido de su vida. 

Pero un  día de lluvioso amanecer,  llegó a  la casa un batallón de policías con una agresividad incontenible, destrozando cercos, matando animales, rompiendo puertas, ventanas, revolvieron todo y se llevaron preso a su hijo Lautaro, que ya era todo un  hombre tierno y sereno. Lo acusaron de cuánta barbaridad pudieron imaginar: quemas de fundos  y vehículos, atentados contra fiscales, robos, tenencia de armas, asociación terrorista, etc. Millaray recordaba bien que el abuelo Juan le había contado y advertido.

Y siguió el proceso: malos tratos, tortura, presión para que se autoinculpara.  Finalmente,  fue condenado a ¡30 años de presidio mayor!  Encerraron a su hijo, pero no los  ideales de Lautaro y de toda la comunidad.  Al contrario, éstos se fortalecieron.

Junto a su hijo,  sintió Millaray que hirieron su alma, pero no sus sueños ni  esperanzas.   La vida se convirtió en un torbellino: trabajo en la organización, denuncias nacionales e internacionales de lo que estaba pasando y el infierno que significaba viajar a la cárcel y  las humillaciones a que allá era sometidas las madres de los internos.

Esta fue su cotidianidad. Hasta que un día, 10 años después descansó, cuando su  corazón  dejó de latir  y de sufrir.  Ngenechen también lloró  la muerte de Millaray  y escucha cada día, el clamor de su pueblo. Sus lágrimas se convierten en abundante lluvia que fecunda los campos de los mapuches.

A partir de entonces, Millaray extiende su canto por todas las comunidades y campos, a lomos de las frías brisas de la tierra.  Se puede escuchar  a Millaray en la voz del viento gritar: “¡Qué delito es ser pobre, peor aún ser mapuche!  Más no por ello lograrán derrotarnos. ¡Jamás!  Y hasta que nuestra  nación sea libre,  volaremos con nuestras machis y loncos,  volaremos con los pájaros, volaremos entre las olas del majestuoso Pacifico del Sur, volaremos entre las nevadas cumbres y bosques de araucarias…  Volaremos y abriremos todas las cárceles que encierran a nuestro pueblo, para liberar a mi hijo Lautaro y; junto con él, a toda la gente digna que no se resigna al denigrante chorreo del sistema neoliberal que nos oprime.  Volaremos junto a miles de almas ultrajadas del continente,  hasta que las profundas utopías mapuche y de todos los pueblos  indígenas, florezcan como el rojo copihue.”

Y Ngenechen, buen conocedor de que  las  utopías de Millaray y su pueblo ya comienzan a brotar y que pronto serán inevitables realidades,  sonrió.

……………………………………….Notas explicativas:

Wall Mapu: es el nombre dado a la nación mapuche del sur del continente.

Huinca: denominación propia de los no mapuches.  (Significa “ladrón”).

Guillatún: Ceremonia religiosa mapuche

Ruca: vivienda tradicional de las comunidades mapuche.

Huerken: autoridad tradicional mapuche.

Machi: autoridad religiosa, consejera y protectora del pueblo mapuche

Ngenechen: Ser supremo de los mapuche.

Copihue: flor tradicional del pueblo mapuche.

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(Este cuento se escribió para el concurso de la Agenda Latinoamericana 2015. No fue premiado,  pero, ayuda a entender la realidad del pueblo Mapuche. Lo publicamos aquí, en reconocimiento a la lucha de los pueblos originarios y como solidaridad de la Red SICSAL)

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