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EL NACIONALISMO HOY
Nadie ha elegido el país de nacimiento. No nos preguntaron dónde queríamos nacer. Yo he nacido en España como podía haber nacido en otro país. No escogí el país, ni la lengua, ni la raza, ni la religión. Si yo hubiera nacido en Kenia sería negro, si hubiera nacido en un país árabe tal vez sería musulmán o si hubiera nacido en Japón sería budista.
Antes que murciano, español o europeo soy ciudadano del mundo. Y por ello proclamo que todo hombre y mujer es mi hermano, sin importar su nacionalidad, idioma, color de la piel, religión, opinión política o posición social.
Cada nación tiene su cultura, su idioma, su himno, su bandera que la representa. Pero la nación no es el todo, es simplemente una parte del todo que es la humanidad. No menosprecio la nacionalidad, la cultura o los signos, como la bandera o el himno de una nación. Son simplemente símbolos, y como símbolos, son relativos.
No absolutizo ninguna bandera. Detesto la lucha de los símbolos de tela. Mi bandera, mi única bandera, es la paz, la paz que nace de la justicia y del respeto a los derechos humanos. Esta es mi bandera, la bandera de toda persona con conciencia de ciudadanía universal.
Al sentirme ciudadano del mundo trasciendo las fronteras y los nacionalismos, los cuales considero contrarios al espíritu de ciudadanía universal que nos debe caracterizar como seres humanos.
El nacionalismo fundamentalista nos divide. La conciencia de ciudadanía universal nos une y hermana. En la primera mitad del siglo pasado muchos alemanes se ideologizaron con el fanatismo nacionalista y ¿a dónde les llevó? a la barbarie nazi que desembocó en la segunda guerra mundial.
Hay un nacionalismo legítimo mediante el ejercicio de la actividad política que reclama elecciones libres o un referéndum pactado para lograr una mayor autonomía o el derecho de autodeterminación de un territorio. Por ejemplo, el pueblo palestino, saharaui, Kurdo…Eso es legítimo, siempre que prime la conciencia de ciudadanía universal.
Sin embargo, hay otro tipo de nacionalismo que obedece a un fanatismo que se opone a la conciencia de fraternidad universal y utiliza la bandera como un signo de confrontación ideológica. Este nacionalismo divide, degrada los valores humanos, genera racismo, odio y violencia.
El fanatismo nacionalista, sea estadounidense, chino, peruano, español, vasco o catalán es una ideología patológica que nos conduce a la desigualdad social, a las divisiones, a las confrontaciones, matan la solidaridad y obstaculizan el surgimiento de una sociedad pluralista e integrada. Es un egoísmo colectivo. Y esto puede darse en cualquier país, y entre nosotros, en el país vasco, en Cataluña y en todo el Estado Español cuando utiliza la bandera española con un matiz ideológico y partidista. Eso genera fanatismo y división.
A veces las autoridades políticas, del signo que fuesen, desde sus despachos y palacios provocan un nacionalismo fundamentalista y absurdo, utilizando los medios de comunicación para ideologizar y movilizar a la población.
A los poderosos, a las oligarquías, les interesa que los ciudadanos se enfrenten unos a otros, que la sociedad española se enfrente a la catalana y la catalana a la española, porque de esta manera tapan sus escandalosas corrupciones, sacan beneficios y distraen a la opinión pública.
España, Europa, el mundo necesita una profunda transformación. Un cambio desde sus cimientos. Solo habrá concordia cuando se rechacen los nacionalismos fundamentalistas en todas sus formas porque conducen a divisiones y confrontaciones.
Urge un mundo, una Europa y una España sin vallas en las fronteras. Abiertos a acoger solidariamente a los que huyen del hambre y de las guerras. No queremos más fronteras y las que existen, tal como están, hay que destruirlas. Urge optar por un mundo nuevo que coloque al ser humano y su dignidad en el centro de la vida y de la historia.
Creo que el amor y la solidaridad no están condenados a la esterilidad sino que aún tienen posibilidad de engendrar un mundo diferente, justo, equitativo, libre y fraterno. Si mueren los sueños muere la esperanza.
La solidaridad no tiene fronteras. En estos tiempos en los que se ha impuesto un totalitarismo de pensamiento único se nos presenta el reto, como alternativa cada vez más desafiante, de ofrecer organizadamente una firme resistencia política, ética y espiritual al imperio neoliberal, para reconstruir la esperanza de los pobres y excluidos. Sin resistencia no hay esperanza. Resiste el que espera.
Soñamos y anhelamos una sociedad con equidad social y de género, una sociedad participativa, incluyente, con igualdad de oportunidades para todos los seres humanos, solidaria, democrática, desmilitarizada y desarmada, que cuide con ternura la naturaleza y promueva el respeto a los derechos humanos y viva libre de injerencias de las grandes potencias imperiales.
La resistencia al imperio neoliberal con su presencia arrolladora de compañías multinacionales, nace de la convicción de que la última palabra sobre la historia no la tiene los poderes de este mundo sino el Dios de la vida, que está al lado de los pobres, oprimidos y excluidos y de quienes sueñan con un proyecto de vida plena para todos.
Los poderosos tienen la fuerza, las armas y el dinero, pero les falta la verdad, que la tienen los que buscan la justicia, como diría Pablo Richard. La batalla no se va a librar mediante las armas, ni con el dinero, sino por la fuerza de la razón contra la razón de la fuerza y la organización y unidad de la gente buena que luchan por un mundo justo y en paz.
Es por eso que se necesita una transformación a todos los niveles. Hace falta una revolución de la conciencia, que implica: Conciencia social, que es conocimiento de la realidad y sensibilidad ante tanta injusticia que hace sufrir a los más empobrecidos. Conciencia crítica, para analizar las causas estructurales de la realidad social, económica, política y medioambiental. Conciencia ética, que significa desterrar cualquier interés personal o grupal, sea de carácter económico o político en aras al desarrollo de la justicia social y el bien común.
Es hora de romper fronteras y abrir puertas y ventanas, con una actitud de respeto y diálogo, libres de resentimientos y prejuicios, apostando por la vida de los más empobrecidos y por la vida de la naturaleza.
El cambio que el mundo necesita, está urgido de hombres nuevos y mujeres nuevas, revestidos con esta nueva visión ética y humanista. Los nuevos sujetos no nacen espontáneamente con las nuevas estructuras, sino que hay que forjarlos al ritmo de la resistencia y de la lucha de cada día. Sólo los hombres y mujeres con profundidad ética y espiritual, de corazón solidario y conciencia universal, y con un estilo de vida sencillo, austero, servicial y profundamente humano, serán capaces de aportar al cambio que este mundo necesita.
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