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OSCAR ROMERO: Mártir por la Justicia y Patrono de los Derechos Humanos.

Autor | Autores: 
Hervi Lara. SICSAL Chile

OSCAR  ROMERO:  Mártir por la Justicia y Patrono de los Derechos Humanos.

El 23 de mayo de 2015 será recordado como “el día en que se hizo justicia”, dado el reconocimiento de Monseñor Oscar Romero, arzobispo de San  Salvador asesinado el 24 de marzo de 1980, como fiel testigo (es el significado de la palabra “mártir”) de la vida y del mensaje de Jesús.  Dicho reconocimiento tiene dos momentos principales: la beatificación que lo declara beato, es decir feliz, una felicidad que surge de la voluntad de vivir según los Evangelios, y la canonización, la aceptación plena de su santidad y su definitiva presentación como un modelo a seguir para los cristianos de nuestro tiempo.  (Cfr: Gustavo Gutiérrez, “El testimonio de Monseñor Romero”, 24-3-2015).

Oscar Romero nació el 15 de agosto de 1917, en Ciudad Barrios, departamento de San Miguel, El Salvador.  Fue el segundo de ocho hermanos de una familia del pueblo.  Su padre era telegrafista y su madre se ocupaba de las tareas de casa.

Oscar era de personalidad tímida y reservada.  No obstante, desde niño destacó por su capacidad intelectual.  Su deseo de ser sacerdote comenzó a los trece años, al ingresar al Seminario Menor de San Miguel, en 1931. A los seis años debió interrumpir sus estudios para ayudar a su familia en momentos de dificultades económicas.  Reingresó al seminario y, en 1937, viajó a Roma a estudiar Teología.  Ya sacerdote y de regreso en El Salvador, comenzó gradualmente descubriendo la dolorosa situación de su pueblo, lo que le llevaba a decir: “Cuando huimos de la realidad, huimos de Dios”.  Esta realidad le encamina a su conversión hacia una Iglesia Pueblo de Dios.  Es así como en una de sus homilías afirmara que “una verdadera conversión cristiana tiene que descubrir los mecanismos sociales que hacen del obrero o del campesino personas marginadas.  Estos mecanismos se deben descubrir no como quien estudia sociología o economía, sino como cristianos, para no ser cómplices de esta maquinaria que está haciendo cada más gente pobre, marginados, indigentes”.  (16-12-1979).

El  martirio de Monseñor Romero representa el martirio de miles de latinoamericanos asesinados por las balas, por las torturas y por el hambre.  A Romero y a los perseguidos por las dictaduras militares-empresariales no los mataron “por odio a la fe”,  sino por odio a la justicia, puesto que constituían un impedimento para imponer medidas económicas y estrategias políticas en las que subyace una concepción del ser humano que delimita la grandeza del hombre y de la mujer a la capacidad de generar ingresos monetarios.  Exacerba el individualismo y la carrera por ganar y poseer, y lleva fácilmente a atentar contra la integridad de la creación, desata la codicia, la corrupción y la violencia y, al extenderse en las sociedades, destruye radicalmente toda expresión de solidaridad.  Esta concepción dada en llamarse neoliberalismo, estima normal que nazcan y mueran en la miseria millones de personas consideradas incapaces de generar ingresos para “comprar” una forma de vida verdaderamente humana.  El neoliberalismo es una concepción radical del capitalismo que tiende a absolutizar el mercado hasta convertirlo en el medio y el fin de toda actividad humana, sin aceptar regulación alguna y haciendo del mercado el sentido de la vida y de la realización humana.

Fue éste el contexto histórico en el que Romero ejerció su labor episcopal: en medio de la violencia ejercida por la oligarquía a través de las FFAA y la defensa de las vidas de campesinos y obreros.

En 1968 se realizó la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, en l a ciudad colombiana de Medellín, con el tema “La presencia de la Iglesia en la actual transformación de América Latina, a la luz del Concilio Vaticano II”.  Las nuevas orientaciones del Concilio se debían trasladar a la situación de América Latina, donde la mayoría de sus habitantes ansiaban la liberación.  Los obispos de América Latina tomaron, en Medellín, una decisión fundamental que más tarde encontró su expresión en la “opción preferencial por los pobres”.

Durante siglos, la Iglesia había mantenido una alianza con los poderosos y los ricos.  Con Medellín, esta alianza se rompió, lo que alarmó a las oligarquías de América Latina y al gobierno de Estados Unidos, planteándose así un conflicto.  Oscar Romero consideraba difícil el desafío de las nuevas orientaciones de Medellín cuando en 1970 fue nombrado obispo auxiliar de San Salvador para ser nominado Arzobispo en 1977.  Pero la realidad sociopolítica del país lo enfrentó en tres planos: la miseria en la que vivía la mayoría del pueblo salvadoreño; la creciente represión estatal; y la dimensión política y estructural de los problemas.  Se vinculó, entonces, con los jesuitas de la Universidad Centroamericana “José Simeón Cañas” y con el Secretariado Social, dos instituciones que antes, para él,  habían sido sospechosas.  Ahora, abordó uno de los problemas más candentes del país: la necesidad de la reforma agraria.  Este proceso fue abortado y fue seguido por una violenta represión.  El 28 de febrero de 1976 entró en la historia de El Salvador y también de Romero:  tras un fraude electoral el pueblo protestó y reaccionó con una huelga general: los soldados dispararon contra la multitud dejando más de cien muertos. 

El sacerdote jesuita Rutilio Grande, amigo de Romero, había comenzado a aplicar la pastoral concientizadora y liberadora, de acuerdo a los documentos de Medellín.  Los jesuitas habían redefinido que su misión en el mundo consistía en la unión necesaria de la predicación de la fe con el compromiso por la justicia.  Para Rutilio Grande, un punto esencial de su concepto pastoral era la participación activa de los creyentes en la vida de la comunidad, poniendo en contacto la palabra de Dios con la vida de las personas.  Para esto, el jesuita formó “delegados de la palabra”, que salían a dar vida a nuevos grupos.  Los campesinos descubrieron  que la pobreza y la opresión eran temas recurrentes en la Biblia y que Dios siempre tomaba partido por las víctimas.  Los terratenientes vieron amenazados sus intereses y así comenzó la persecución a la Iglesia en El Salvador, deteniéndose, torturando y expulsando del país a los sacerdotes y líderes cristianos.

Rutilio Grande encendía sus homilías diciendo “¡es peligroso ser cristiano en nuestro medio! (…) “¡Ay de ustedes, hipócritas, que del diente al labio se hacen llamar católicos y por dentro son inmundicia y maldad!”.  El 12 de marzo de 1977, Rutilio Grande junto a dos acompañantes, fue asesinado a mansalva.

Aquel acontecimiento marcó la “conversión de Romero” quien, al ver el cadáver de Rutilio afirmó: “Si le han asesinado por lo que hizo, entonces yo tengo que seguir el mismo camino.  Rutilio me ha abierto los ojos”.

Ante el asesinato de Rutilio Grande, Romero anunció que no participaría más en ningún acto oficial del gobierno, hasta que se aclarase el crimen.  Días después, celebró una sola misa para toda la arquidiócesis en la catedral de San Salvador.  El gobierno temió que se produjese una gran movilización popular e intentó impedir la misa por todos los medios.  Lo mismo hizo el nuncio.  Romero no se amedrentó.  Acudieron más de cien mil personas.  En la homilía afirmó: “El que toca a uno de mis sacerdotes, a mí me toca”.

La oligarquía y el gobierno ofrecieron a Romero un coche y la construcción de un palacio episcopal si se dejaba de predicar sobre la justicia social y los derechos de los pobres, lo que fue rechazado por el arzobispo.  La represión arreció contra los campesinos  y los curas, atacando templos, disparando contra tabernáculos, pisoteando hostias consagradas;  y también aparecieron volantes amenazantes tales como: “Haga patria.  ¡Mate a un cura!”.

“Romero se convirtió en líder de los salvadoreños.  Nada importante pasó desde entonces en el país, sin que todos se volvieran hacia Monseñor Romero”, afirma el teólogo de la UCA Jon Sobrino.  Mientras, la oligarquía realizaba una furiosa campaña contra Romero; y el escuadrón de la muerte “Unión Guerrera Blanca” exigió a los jesuitas que abandonasen el país en un plazo de treinta días.  De lo contrarío, todos ellos y sus instalaciones se convertirían en “blancos militares”.  Romero se colocó del lado de los jesuitas y estos se quedaron en el país.

Al escuchar a su pueblo, Romero había aprendido cuáles eran las causas de la injusticia del sistema imperante.  La “salvación eterna” y la “justicia terrenal” debían ir unidas entre sí, porque si la Iglesia “es fiel a su misión de denunciar el pecado que pone a muchos en la miseria y si proclama la esperanza de un mundo más justo y humano, entonces es perseguida y calumniada y llamada subversiva y comunista”, dijo a través de su segunda carta pastoral.

Sus homilías dominicales comprendían los acontecimientos de la semana anterior.  En ellas mencionaba los nombres de las víctimas de las violaciones de los derechos humanos y también de los autores..  Estas transmisiones de radio se convirtieron en la fuente de información más importante del país.  Afirmaba que “el cristiano que no quiere vivir este compromiso de solidaridad con el pobre, no es digno de llamarse cristiano… Este compromiso trae persecución”.  Y durante los tres años en que Romero fue arzobispo, asesinaron a seis sacerdotes y a miles de campesinos pobres en El Salvador.

En agosto de 1978, Romero publicó su tercera carta pastoral sobre la Iglesia y las organizaciones populares, la que fue apoyada sólo por el obispo Arturo Rivera y Damas.  Los dos obispos  defendían el derecho del pueblo a organizarse sindicalmente.  Los otros obispos de El Salvador sacaron un comunicado expresando sus distancias con Romero y  Rivera.  Esta división de la conferencia episcopal era un reflejo de la escisión que recorría toda la sociedad de El Salvador y la Iglesia.  En su cuarta y última carta pastoral, Romero aludió a esta situación, definiéndola como la manifestación más visible de los pecados de la Iglesia.

El 23 de marzo de 1980, la misa de Romero pudo ser transmitida por la emisora arquidiocesana, tras una interrupción de varias semanas.  De nuevo leyó una larga lista de los nombres de aquellos que habían sido víctimas de la violencia durante la semana anterior.  Al final, hizo el famoso llamamiento a los miembros del ejército, en particular, a los de la Guardia Nacional y la Policía Nacional, así como a las tropas:  “Hermanos, son de nuestro mismo pueblo, matan a sus mismos hermanos campesinos y ante una orden de matar que dé un hombre, debe de prevalecer la Ley de Dios que dice: no matar.  Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la Ley de Dios.  Una ley inmoral, nadie tiene que cumplirla…. Ya es tiempo de que recuperen su conciencia  y que obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado… La Iglesia, defensora de los derechos de Dios, de la ley de Dios, de la dignidad humana, de la persona, no puede quedarse callada ante tanta abominación.  Queremos que el gobierno tome en serio que de nada sirven las reformas si van teñidas con tanta sangre… En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo, cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno en nombre de Dios: ¡Cese la represión…!”.  Para los jefes del ejército esto fue un llamado a la desobediencia y se confirmó la sentencia de muerte de Romero: “Lo que dijo ayer el obispo es un delito”, comentaron los oficiales.  Al día siguiente, Romero se acercó al altar para ofrecer el pan y el vino.  En ese instante, sonó el disparo mortal y se desplomó sobre el altar.  La bala había dado en el  corazón.

En la conmemoración del XXXV aniversario del asesinato, el 24 de marzo recién pasado, durante la homilía en el mismo altar del crimen, el Pbro. Juan Chopin  señaló que “el aparato mediático de la derecha recalcitrante ha intentado desvirtuar hasta el empacho la memoria del mártir de América, pero la víctima resurge dignificada y se restituye esperanza a la serie de víctimas que en Monseñor Romero aparecen simbolizadas.  (…)  La oligarquía primitiva de este país no tenía la razón.  Nunca la tuvo.  Y  no la tiene”, como “tampoco tenían razón los oscuros cardenales, obispos y sacerdotes amigos del imperio”.  Y agregó el orador que “sus asesinos se declaran también “cristianos”; sus mismos hermanos obispos lo acusan de soliviantar al pueblo y hay sacerdotes y laicos católicos que desconfían de su santidad”.  Más adelante señaló que “las tres cuestiones que hay que responder en lo que respecta al odio a la fe son: primera, ¿quién es el que odia?; segunda, ¿qué es lo que odia?; tercera, ¿por qué lo odia?  Quien odia no es solamente una persona, para el caso Roberto D”Daubuisson, sino una élite de familias que han divinizado el mercado, una oligarquía miope, que a partir de un capitalismo salvaje, ha confundido el territorio salvadoreño con una finca de café y a sus habitantes con colonos que tienen que servirlos por siempre.  Lo que se odia entonces es la praxis pastoral y caritativa de Monseñor Romero, que a partir de su fe ha optado por los marginados y se ha situado de mampara entre la voracidad del capitalismo y las clases  campesinas y trabajadoras.  Se odia porque Monseñor Romero no es como sus otros compañeros de báculo que ceden ante las dádivas del sistema económico imperante, sino que opta y toma postura de lado de los marginados”.  Ya al final, el sacerdote afirma que “la beatificación de Monseñor Romero no es punto de llegada, es punto de partida.  Es momento esplendoroso para continuar la lucha.  Es puerta abierta para hacer pasar a las víctimas de la muerte a la resurrección.  (…) Es nuestra competencia luchar para que la santidad de Monseñor Romero no degenere en devoción barata, sino que mantenga su carácter profético”.

Muy lejos se encuentra hoy la Iglesia Católica de Chile de un profeta como Monseñor Romero, a diferencia de ayer cuando había obispos como Enrique Alvear, Carlos Camus, Jorge Hourton, Fernando Ariztía, Carlos González, el obispo luterano Helmut Frenz, el sindicalista Clotario Blest y tantos hombres y mujeres que hablaron y actuaron siguiendo el Evangelio de Jesús.   No hay orientación de los pastores cuando la corrupción ha superado todos los límites, expresándose en el soborno, la malversación de fondos públicos, el robo, el fraude, la evasión tributaria, la extorsión, el favoritismo y el nepotismo.  Al igual que El Salvador, Chile también vive una situación dolorosa con cinco millones de pobres y un millón de indigentes.  No obstante, no ha habido palabras claras y precisas del episcopado sobre la destrucción de la tierra y sus recursos naturales, el exterminio de los pueblos originarios, la explotación de los obreros, de los campesinos, de los subempleados y desempleados, la angustia de los deudores hipotecarios, la incertidumbre de los estudiantes, el abandono de los jubilados, la exclusión de los pescadores artesanales, el fin de los mineros del carbón.  Todos han sido considerados como subhumanos, porque la lógica del capital es la acumulación sin tomar en cuenta los límites de la naturaleza ni de la humanidad.  ¿Qué dicen los obispos de Chile y las comunidades cristianas respecto de la represión a los movimientos sociales, la descomposición de la política al estar subordinada al poder económico, la inexistencia de salud pública, la falta de política de vivienda y de educación, la precariedad laboral, la juventud sin esperanza, las migraciones, las lacras sociales?  Son efectos de las políticas implementadas por los organismos financieros internacionales y que las autoridades chilenas siguen al pié de la letra.

Los dueños del planeta y los dueños de Chile, impunemente, han envenenado los mares y los ríos, han contaminado el aire, han debilitado y perforado la capa de ozono, han saturado la atmósfera de gases que alteran las condiciones climáticas con efectos catastróficos.   ¿Cómo interpreta el magisterio de la Iglesia  la desaparición de los bosques, la extensión de los desiertos, la extinción de las especies?  Los obispos y sacerdotes que, de acuerdo al Concilio Vaticano II y a las Conferencias Episcopales de América Latina, deberían optar por los pobres, muchas veces se vinculan a personajes que oprimen al pueblo y que aparecen en el ranking de multimillonarios del mundo, tales como Luksic, Paulmann, Matte, Solari, Angelini, Yarur, Sahié, Piñera, Cuneo, Cueto, Del Río, Ponce Lerou, todos ellos amparados por la Constitución de 1980, que es el muro infranqueable para superar la crisis de la educación privatizada, los fraudes de las universidades, las usuras del sistema financiero y de los retails, el 68% de empleos precarios, los dos tercios de trabajadores ocasionales, la falsificación de las cifras del INE y de la encuesta CASEN, los bonos abusivos del BancoEstado,  las estafas de “La Polar” y otras grandes tiendas, la colusión de precios de los medicamentes, la desnacionalización de los recursos naturales, del agua, de la minería, de la electricidad, de las comunicaciones, de las carreteras, de las tierras de los pueblos originarios, de la ausencia de salud pública, de las estafas de las ISAPRE y de las AFP, de la torpe y añeja política internacional, de los escándalos de los casos CAVAL, PENTA, Cascadas, SOQUIMICH, etc…, etc…, etc…

El orden económico mundial, del que Chile es considerado un ejemplo, está basado en el despojo de las grandes mayorías.  Las policías y las FFAA reprimen al “enemigo interno”.  Los medios prensa tergiversan y ocultan la verdad.  El sistema financiero manejado por los grupos empresariales esconden el producto del trabajo del pueblo en los paraísos fiscales.  Muchos de ellos son católicos, estudiaron en colegios y universidades católicas.  ¿Hay algún cuestionamiento de los obispos al respecto?

Tal como el obispo Romero fue voz de los sin voz y orientó a su pueblo,  arrojando luz sobre las tinieblas del marketing de la religión,  el pueblo espera de las Iglesias la interpretación de la Palabra de Dios para que las comunidades cristianas participen efectivamente de la transformación de Jesús, cuyo triunfo sobre la muerte es signo de que la justicia, que se implica con la solidaridad y el desarrollo, pueda conducirnos a un mundo sin peones ni patrones, sino de fraternidad..  Se trata de una espiritualidad profética, esto es, activa, transformadora, que se vuelca a la acción y al trabajo, sin descuidar el cultivo de la interioridad a través de la contemplación del mundo para transformarlo de acuerdo a la voluntad de Dios. 

 

Hervi Lara B.

Coordinador del Comité Oscar Romero-SICSAL-Chile

y de la Comisión Etica contra la Tortura (CECT- Chile).

Santiago de Chile, abril de 2015.

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