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Estaban en ascuas, puro nervio.
—¿Qué sucede? ¿Qué pasa que no llega?
—No sé, Monseñor suele ser siempre muy puntual.
Pero para aquella cita tenía ya casi media hora de retraso. Los recios hombres del servicio de seguridad de la embajada norteamericana se impacientaban.
La cita era con Míster Terence Todman, Subsecretario de Estado para Asuntos Latinoamericanos, recién nombrado para este cargo.
Entrando 1978, el tema de El Salvador era ya asunto polémico en el Congreso de Estados Unidos. Se habían presentado varios informes muy críticos sobre las violaciones a los derechos humanos del gobierno salvadoreño. Los tiempos de Carter, pues. Y las homilías de Monseñor Romero tenían ya un eco internacional. También el gobierno norteamericano se interesó en acercarse a él.
Cuando por fin llegó, Monseñor Romero ni pidió disculpas.
—¿Qué tal, señor, cómo está usted? -le dio la mano a Todman-. Vengo de ver a mis comunidades.
Quiso hacerle evidente que las comunidades eran primero que la diplomacia. Y tan tranquilo pasó a la salita. Enseguida, Todman le entró al tema.
—Creemos que no es conveniente que haya contradicciones tan fuertes entre usted y el gobierno de El Salvador.
Monseñor escuchaba. Todman daba vueltas y vueltas a esta sola idea, remachándola.
—Creemos que más constructivo sería una buena relación entre la Iglesia y el gobierno, como la hubo siempre.
Monseñor seguía escuchando, los ojos bajos, las manos sobre las rodillas.
—Para bien del pueblo, Iglesia y gobierno deben ir a la par.
Pero tanto fue aquel cántaro a la fuente que terminó quebrándose. Después de un rato, Monseñor alzó los ojos para mirar fijo a Todman. Lo paró en seco.
—Me parece que ustedes no entienden cuál es el problema.
—¿Por qué dice usted eso?
—Porque el problema no es entre Iglesia y gobierno, es entre gobierno y pueblo. La clave del problema es ésa: gobierno-pueblo. No es la Iglesia, ¡y menos el arzobispo!
Le tocó a Todman el turno de escuchar.
—Si el gobierno mejora sus relaciones con el pueblo, nosotros mejoraremos nuestras relaciones con el gobierno. Según le vaya al pueblo: ésa será siempre nuestra medida.
( Roberto Cuéllar / José Simán)
San Salvador, 14 febrero 1978 - Al cumplir su primer año en el cargo, el arzobispo de San Salvador, Óscar Arnulfo Romero, fue investido hoy como Doctor Honoris Causa en Letras Humanas por la Universidad católica de Georgetown, Washington.
En sus 150 años de vida académica, la Universidad, dirigida por los padres jesuitas, ha otorgado únicamente trece doctorados honoris causa. El concedido al arzobispo metropolitano tuvo un marco excepcional, pues la ceremonia no se celebró, como es tradición, en el recinto universitario de la capital de Estados Unidos, sino en la Catedral de la capital salvadoreña.
Fuentes eclesiásticas autorizadas dieron a conocer que diversas autoridades vaticanas presionaron hasta el final a los jesuitas de Georgetown para que no le fuera entregada tan alta distinción al polémico arzobispo Romero.
Más que un gordo de la lotería fue aquel gran premio que le dieron. Cuando se lo entregaron a Monseñor Romero, yo me dije:
—A saber cómo es ese honoris...
Y me fui a Catedral para estar en misa tan especial. ¡Tan lindo que predicó aquel día! Vaya, cuando él dijo que no era merecedor de aquel gran galardón de premio y que mejor se lo daba al pueblo salvadoreño y que a su gente se lo donaba por ser él inmerecedor, ¡cómo lloramos, mamita! Llanto de alegría. Y aplausos. Nos salían a chorro del corazón.
( Esperanza Castellón)
“La conferencia episcopal de El Salvador convocó a una reunión de urgencia. Mi primer intento fue no asistir... Llegué a la reunión y vi que todo estaba preparado. El telegrama de Monseñor Rivera anunciando su ausencia por una reunión en Guatemala y pidiendo que se esperara, ya que el tema necesitaba el pleno de la reunión de obispos, no fue atendido, a pesar de que yo amparé esta petición de Monseñor Rivera. Votando, naturalmente, cuatro obispos -Monseñor Aparicio, presidente de la Conferencia; Monseñor Barrera, obispo de Santa Ana; Monseñor Alvarez, obispo de San Miguel y Monseñor Revelo, auxiliar de San Salvador- contra mi voto solo, se hizo la reunión...
Fui objeto de muchas acusaciones falsas de parte de los obispos. Se me dijo que yo tenía una predicación subversiva, violenta. Que mis sacerdotes provocaban entre los campesinos el ambiente de violencia y que no nos quejáramos de los atropellos que las autoridades estaban haciendo. Se acusa a la arquidiócesis de interferir en las otras diócesis provocando la división de los sacerdotes y el malestar pastoral de otras diócesis. Se acusa al arzobispado de sembrar la confusión en el seminario... Preferí no contestar”.
( Diario de Monseñor Romero, 3 abril 1978)
-¿Y quién es ese Monseñor Romero? -me decían mis amigos parlamentarios cuando llegaba a plantearles el asunto.
En 1978 decidimos impulsar la candidatura de Romero para el Premio Nobel de la Paz desde el CICR en Londres. Hacía unos años yo había aprendido cómo funciona esta maquinaria del Nobel y cómo moverse en ella. Y me sirvió para esta ocasión.
Por aquellos días el Time Magazine había publicado un artículo sobre la situación en El Salvador y elogiaban la actitud de Romero. Poder citar el Time era exactamente dar en el blanco. Con una carta nuestra recomendando a Monseñor para el Nobel y copias de este artículo, me fui a los “party conferences” a recoger firmas de apoyo entre los parlamentarios británicos.
—Nunca escuché de ese Romero... -me decían.
—Es un arzobispo católico que está defendiendo a los pobres, que lucha por los derechos humanos y que está muy amenazado -les decía yo y les daba a leer la carta y el Time.
Y al terminar de leer, sacaban la misma conclusión:
—¡Pues sí, vale la pena!
Y firmaban. Así así fui recogiendo hasta 118 firmas de parlamentarios de todos los partidos. Entre la Cámara de los Comunes y la de los Lores son 600 en total, así que 118 era un número interesante. Realmente, no me esperaba tanto.
Hicimos la bulla en Londres y mandamos la carta con la nominación a Oslo. En Venezuela y otros países respaldaron también su candidatura y también hicieron bulla. Entendíamos que ganando o no, postularlo era ya una forma de protegerlo1 .
En El Salvador, total silencio por orden del gobierno. Los medios de comunicación decidieron no decir nada, hasta que al final, La Prensa Gráfica tuvo que hablar. Y sacó en la página treinta y tantas la noticia en dos pulgadas de una esquina perdida. Entonces, el arzobispado convirtió aquella miniatura en un afiche, ampliando las dos pulgadas: MONSEñOR ROMERO NOMINADO PARA EL NOBEL DE LA PAZ. Regaron los afiches por todas las parroquias y aparecieron en muros y puertas de iglesias y de ermitas. Todo el país se enteró, casi todos se alegraron y una rosca, la de siempre, quedó enojada.
( Julián Filochowky)
¡Habemus papam!. Teníamos nuevo Papa. Por los días en que eligieron Papa a Karol Wojtyla llegó Monseñor Romero a una celebración en Opico. Después de la misa, los curas de la vicaría estábamos almorzando con él y en lo del nuevo papa polaco se nos iban todos los comentarios.
Poco sabíamos de Wojtyla, todo eran interrogantes sobre Juan Pablo II. Monseñor Romero comía, nos escuchaba hablar, comía... Se le miraba muy pensativo.
—Yo tengo temor con este nuevo Papa -nos soltó así de repente, después de un buen rato de silencio.
—¿Cómo así, Monseñor?
—Sí, me da miedo que no entienda la realidad de nuestros pueblos latinoamericanos. El viene de Polonia, viene del otro lado... Y a saber si le da por respaldar al gobierno de Estados Unidos. Para combatir el comunismo, pues. Creyendo que así defiende la fe, que así le conviene a la Iglesia.
—¿Usted cree?
—No sé, pero ése es mi temor.
( Trinidad Nieto)
Un gringo-lituano muy católico, muy apostólico, muy romano... y muy conservador era el encargado de la oficina de información de la embajada de Estados Unidos en San Salvador.
Como yo dirigía la emisora del arzobispado y lo de él eran asuntos de comunicación, hicimos una “amistad”, llamémosla así. Un día que nos reunimos a platicar, el hombre aquel me comentó algo muy extraño.
—He sabido que Monseñor Romero ha escrito una carta al Papa en la que hace críticas muy fuertes a un obispo salvadoreño y al nuncio. ¿Qué me dice usted de eso?
—No lo creo -le dije yo.
Yo, disimulando. Podía ser verdad aquella carta, pero ¿de dónde sabría este hombre algo así, por qué vía le habría llegado? Me puse a averiguar y sí, Monseñor había escrito un informe al Papa relatando sus últimos choques con el nuncio y con el obispo Revelo, por un asunto bien feo que hubo con él. Con maña y con apoyo del gobierno, Revelo había cambiado los estatutos de Cáritas para desplazar a Romero de la dirección y ponerse él.
Le hice saber a Monseñor Romero lo que andaba hablando el gringo.
—Me interesa que me averigüe -mandó a decirme- si la carta que ha visto ese hombre de la embajada está firmada o no.
En la firma estaba la clave.
—Si no tiene firma -explicó Monseñor- es una copia que alguien robó de mi archivo. Pero si tiene firma es una copia que de Roma mandaron a la embajada gringa. Ladrón en mi oficina o espía en el Vaticano: los dos me preocupan, pero mucho más me preocupa si fuera espía.
Seguí con mi investigación. Volví a visitar al lituano y haciéndome la chanchita, fui yo el que le saqué el tema esta vez.
—...Pues yo creo que es imposible que Monseñor Romero ande escribiendo esas cosas.
—Pues yo tengo el documento.
—Pues si no lo veo no lo creo.
Para que por fin el tipo me lo enseñara y comprobar.
—¡Pues se lo voy a traer ahora mismo!
Lo trajo. Su bronca era por el contenido, pero a mí lo único que me interesaba era ver si tenía o no firma. La tenía. Quería decir entonces que de Roma, de las oficinas del Papa, habían enviado una copia de la carta de Monseñor Romero -carta bien privada, por supuesto- a la embajada de Estados Unidos en San Salvador “para su información”.
Seguí aún más la pista y descubrí que en el Vaticano había un monsignore lituano que todo lo que era, podía ser o quería él que fuera contra Monseñor Romero, lo fotocopiaba y lo mandaba a la embajada norteamericana, convencido de que haciendo ese servicio al imperio se lo hacía también a la Santa Madre Iglesia.
Le conté a Romero.
—Pero entonces, ¿Roma de qué lado está? -me dijo dolido.
( Rogelio Pedraz)
Llegaba como un auténtico inquisidor, con todos los fierros. A finales de 1978 la Santa Sede lo envió a San Salvador con el título de Visitador Apostólico para que investigara la actuación de Monseñor Romero. Era Antonio Quarracino, obispo argentino, que después llegó a ser Cardenal.
—De la derecha de la Iglesia se ha visto ya con todos -me dijo Monseñor Romero-. Me gustaría que usted estuviera con él y le diera sus puntos de vista.
Acepté. Monseñor le había llevado también un tambache de homilías escritas, recortes de periódicos, cartas, actas de las reuniones de la Conferencia Episcopal... O sea, que Quarracino tenía dónde informarse, pues.
Estuve como dos horas y media hablando con él en la nunciatura. Todos los prejuicios que uno se pueda imaginar y alguno más los traía en la cabeza aquel visitador. Traía tambien mucha prevención contra la gente de las organizaciones populares. Era tema con eso.
—¡Son violentos y son marxistas! -me insistía.
—Dicen que el hambre justifica los medios -le dije sonriendo, pero no me pescó la idea.
—¡Y lo peor es que se han infiltrado dentro de la Iglesia porque Monseñor Romero se lo permite!
—¿Y por qué no lo mira de esta otra manera: están dentro porque son ovejas de este rebaño y Monseñor Romero las conoce por su nombre?
Tampoco pescó. Le costaba entender. Quería explicarse la realidad salvadoreña con cuatro ideas simples. Y le descolocaban mis criterios, no siendo yo ni un pobre ni un organizado ni un ateo, sino viniendo de una familia católica que hizo bastante dinero trabajando.
—¡A usted también le han lavado el cerebro!
Después de tres o cuatro días terminó su visita el visitador. Creo que se fue sin entender casi nada. Monseñor Romero sacó una conclusión:
—Si no me quieren así, que me quiten de arzobispo y me manden de cura a una parroquia. Pero yo no voy a cambiar por eso mis palabras, porque hablo según mi conciencia -nos dijo.
Quarracino sacó también su conclusión, al momento de irse, bajando las escalinatas del seminario, valija ya en mano camino al aeropuerto:
—No voy a poder decir nada negativo de Monseñor Romero. Si hablo en contra de él y aquí se dan cuenta, ¡estos salvadoreños me capan a uña!
Algo sí entendió el visitador, pues.
( José Simán / Rogelio Pedraz)
Dicen que dicen... que cada día el arzobispo Romero colecciona más selectos enemigos en los círculos eclesiásticos.
Hoy bautizan a un tierno de la más rancia oligarquía salvadoreña. Las dos familias asisten a la ceremonia. Les celebra el sacramento el Cardenal de Guatemala, Mario Casariego, viejo amigo de las dos alcurnias.
Monseñor Romero defendió a capa y a espada al Cardenal Casariego hace unos siete años, cuando por haberle dado Roma el rojo capelo lo atacaban los “curas comunistas” de San Salvador. Pero ahora Monseñor Romero ya no defiende cardenales, defiende a los pobres.
El abuelo del muchachito que se bautiza es un médico famoso y bueno que ha curado de gratis a todos los arzobispos, obispos, curas y monjas que en su vida ha ido encontrando. Aliviándolos de sus enfermedades sirve a la Iglesia.
Terminada la ceremonia, echada el agua y salada la lengua del niño, el Cardenal Casariego dirige unas palabras a los presentes. Y especialmente voltea su vista al abuelo-médico:
—Deseo que mi buen amigo doctor atienda esmeradamente al arzobispo Romero. Por eso quiero pedirle que la próxima vez que lo inyecte, en lugar de un alivio le ponga en la jeringuilla “otra cosa”, ¡que nos alivie por fin a nosotros de la presencia de ese hombre!
Consejo de Cardenal: matar al arzobispo. El médico lo escucha perplejo. Pero las dos familias, las señoras sobre todo, ríen muchísimo la ocurrencia cardenalicia. Y hasta la aplauden.
El senado presbiteral: muy poca gente sabe qué cosa sea esa institución en una diócesis. Ese grupo de curas que por derecho o por elección del obispo o por elección de los otros curas asesora al obispo y decide con él es muy poco conocido. Aunque muy importante para que el gobierno de un obispo sea más democrático, más pluralista. Naturalmente, si el Senado funciona, porque una mayoría de obispos, aún los más ortodoxos, lo tiene ahí, pero lo desconoce y gobierna solo, monárquicamente.
Yo formé parte del Senado Presbiteral de la Arquidiócesis de San Salvador. Por elección directa de Monseñor Romero. A pesar del encontronazo que habíamos tenido en el año 73 por el asunto del Externado, él me escogió. Y jamás ni nunca me recordó aquel viejo episodio.
Doy testimonio de que Monseñor Romero nunca excluyó ni puso ninguna clase de veto a ningún cura porque pensara distinto a él o porque no fuera de su misma línea pastoral. Y en el Senado hubo de todos los colores y algunos, atacadores abiertos de Monseñor.
Por ese pluralismo real, vivimos en el Senado momentos de gran tensión y hasta de crisis. Un día, salió un cura increpándolo:
—¡Usted va por un camino equivocado y por eso está dividiendo a la Iglesia!
—Yo realmente deseara saber -le dijo Monseñor Romero- si ésa es una opinión personal suya o es de un grupo o está más generalizada, porque yo no quisiera hacer ningún daño a la Iglesia.
—¡No querrá pero se lo hace! No importan las intenciones sino los resultados, ¡porque de buenas intenciones está empedrado el camino del infierno!
—Entonces, lo que se me ocurre es hacer una encuesta de opinión para valorar mi actuación como arzobispo. Que esté muy bien hecha. Podemos encargársela a gente técnica en estas cosas.
Todo mundo recibió muy bien la idea. Hasta el cura que le había alegado.
El arzobispado le encomendó a unos técnicos de la UCA que prepararan la encuesta, la desarrollaran, la tabularan y nos ofrecieran después los resultados para evaluar más fríamente la situación. A mí me pareció sorprendente. ¿Qué obispos hacen esto? Los resultados fueron alentadores: la mayoría del clero de San Salvador apoyaba su línea.
( Francisco Estrada)
Diez años después de medellín, tocaba ya la reunión de obispos latinoamericanos en Puebla. Monseñor Romero no fue electo por la Conferencia Episcopal de El Salvador para asistir, pero un cargo nominal que él tenía de antes en un organismo vaticano le dio derecho a estar en Puebla, con voz pero sin voto.
Llegó a México, al de-efe, unos días antes de que empezara la reunión.
—Hacele de chofer a Romero esta tarde para unos volados que tiene que resolver -me pidió Rafael Moreno, que viajó con él desde San Salvador.
Saqué la volkswagen y me fui a buscarlo. Aquellos días los diarios mexicanos no paraban de informar del encuentro de los obispos y como el nuevo Papa polaco iba a hacer su primer viaje al extranjero y venía a México a inaugurar la reunión, qué más querían. Sólo hablaban de eso. De eso iba a hablar yo con Romero, pues, para sacarle conversación.
—Pues fíjese, Monseñor -le dije cuando arrancamos-, que en un periódico de Puebla han sacado una lista de los “obispos rojos” que vienen a la reunión.
—¿Ah, sí? Y dígame, ¿quiénes están en esa lista? -me preguntó con cierta timidez, pero con clara curiosidad.
Yo le fui repitiendo los nombres. Después de tantos años, sólo me recuerdo que uno de los que figuraba en la tal lista era Miguel Obando, arzobispo de Managua. Cuando le terminé la enumeración...
—Pero dígame -habló aún más tímido Romero-, ¿es que no estoy yo en esa honrosa lista?
—No, Monseñor, usted no aparece.
No se me olvida nunca su cara al escuchar que él no. De profunda decepción, como desilusionado. No hizo ningún comentario más sobre eso. Hablamos mejor de las enchiladas y las frituras mexicanas.
( Gonzalo de Villa)
Allá en puebla conoció por fin a uno de los más pioneros y famosos “obispos rojos” de América Latina, a Don Sergio Méndez Arceo, obispo de Cuernavaca.
Estuve a la par de él en la conversación que tuvieron los dos. Eso era bien típico de Monseñor Romero: cuando no se sentía muy seguro en una conversación privada, siempre pedía a otro que lo acompañara y así se tranquilizaba. Con Don Sergio le pasó. A Romero siempre le asustaron los planteamientos políticos o ideológicos de la gente más de avanzada en la Iglesia latinoamericana.
Don Sergio estuvo extremadamente solidario con él y él mucho se lo agradeció. Se dio una relación de apoyo personal, pero no de identificación ideológica.
En Puebla, con quien Romero sí encontró esa identificación fue con Monseñor Leonidas Proaño, el obispo de Riobamba, en Ecuador. Ahí sí, almas gemelas. Los dos andaban por caminos muy parecidos y trabajaban y evolucionaban en una misma onda. Los dos sintonizaron.
( Rafael Moreno)
Por fin, Monseñor Romero... Cuántas veces había llegado él por Cuernavaca, desde los tiempos en que yo era cura o era obispo auxiliar y nunca quiso ni verme, siempre se negó. En aquellos viejos tiempos él llegaba por Cuernavaca a descansar.
—¿Por qué no va a visitar al obispo? -supe que le decía el párroco de por donde se alojaba.
—Mejor no, Monseñor Méndez está muy quemado -decía Romero de mí.
Y nunca nos vimos. A su paso por México, cuando él ya empezaba a quemarse o estaba ya chicharroneado, yo fui el que quise verlo, lo procuré y por fin lo conseguí. Platicamos. Inicié yo la plática.
—Pues vea las vueltas que da esta carreta de la vida que hoy los dos estamos viviendo situaciones bien parejas. Usted y yo encontramos una fuerte oposición a lo que predicamos. A usted y a mí nos hace sufrir el que personas que antes nos eran cercanas se nos hayan volteado. Pero usted y yo tenemos un buen bastón, porque contamos con el apoyo de la mayoría de nuestros sacerdotes...
El me escuchó, no habló mucho. Un poco seria la cara, pero creo que se alegró de haberme conocido. Yo, mucho. Me parece que Don Óscar Arnulfo, aquel obispo que encontré cuando ya era todo un personaje, era un hombre profundamente tímido y nada nada ideológico.
( Sergio Méndez Arceo)
Fui a Puebla como periodista. Tenía buena relación con el equipo de teólogos de la liberación a los que el CELAM no permitió entrar a la reunión y que trabajaban “extramuros” y conectados con muchos obispos de dentro. Me dediqué a hacer de puente entre unos y otros.
Monseñor Romero llegó a Puebla ya con mucha celebridad y era uno de los obispos más buscados por los periodistas y los curiosos. Aunque él no era de los que hacen bulla.
Bulla sí hizo Monseñor Aparicio, que fue a Puebla como representante de la Conferencia Episcopal de El Salvador. Con otro amigo lo fuimos a entrevistar a ver por dónde salía. ¡Y aquel hombre salió con barbaridades! Entre otras, responsabilizó a Romero de todo lo que ocurría en El Salvador: de poner bombas, de secuestrar gente, de entrenar a niños para guerrilleros. Llegó a decir que los desaparecidos eran gente que se escondía para perjudicar al gobierno.
Cuando se corrió lo que andaba hablando Aparicio, todo el mundo a la espera de lo que iba a replicarle Romero. Y se le organizó una rueda de prensa. Enseguida me vino a buscar.
—¿Quiénes van a estar de periodistas? Dígame qué tipo de cosas debo decir.
—Mire, Monseñor, ahí va a haber periodistas de todo el mundo. Creo que la mayoría le tienen a usted simpatía, pero no todos. No piense que está en San Salvador, donde las cosas quedan más en casa. Lo que usted diga puede salir publicado en cualquier país. Por eso, si mira que le preguntan algo que usted no quiere contestar, no conteste. No caiga en trampas, responda sólo lo que tenga bien seguro, porque lo dicho grabado queda.
Consejos elementales. Me pareció bastante temeroso, pero cuando ya se vio frente al mar de periodistas, ¡como en las homilías! Otro hombre.
Cuando le preguntaron sobre las divisiones entre los obispos de El Salvador, contestó:
—“Lamentablemente existe esa división. Pero yo creo que hay una frase en el evangelio donde ya se anunciaban estas cosas. Cuando dice Cristo que ha venido a traer no la paz sino la espada. Y explicándola dice que en la misma familia habrá divisiones. Y es porque la verdadera unión no es un romanticismo, no es una apariencia. La unión que Cristo ha pedido a los hombres es unión en la verdad. Y esa verdad a veces es dura, supone renuncias a cosas agradables. La verdadera unión supone ese sacrificio. Por tanto, no es de extrañarse que exista aun dentro de la Iglesia la división”.
En ningún momento cayó en la trampa de ser un “obispo político”. No le fue difícil. Ni lo era ni lo parecía.
( Julián Filochowsky)
-Creí que era una basurita, pero es una úlcera. Voy a tener que internarme un fin de semana para que me la curen.
Andaba algo afligido con aquel problema del ojo que se le presentó en Puebla. Romero era un punto aprensivo, aunque dicen que nunca tuvo tan buena salud como después que cambió.
Aquel ojo fue la ocasión de conocernos. Yo andaba en el mismo hospital a donde él vino a caer. Todavía andaba yo desmondongado, convaleciente de una operación. Participaba en la reunión de Puebla en representación del clero de Nicaragua, pero tenía que ir a dormir y a comer al hospital.
Un día, cuando llegué a almorzar, ya le habían vendado el ojo a Monseñor Romero.
—¡Ahora sí van a decir los periodistas que los obispos nos volamos trompones ahí dentro en la reunión! -me dijo.
Nos reímos un rato, pero aquel ojo tapado me preocupó, no por el ojo precisamente.
—Monseñor -le abordé-, usted debería hacer una notita a los que dirigen la reunión explicándoles que no va a poder asistir estos días.
—¿Usted ve la necesidad?
Yo sí la veía. Para Monseñor Alfonso López Trujillo, secretario del CELAM, y para los que andaban con él en la dirección de la Conferencia, Monseñor Romero era un hombre incómodo. Como aquella pandilla trataba de manipular la reunión para que el resultado fuera en dirección anti-Medellín, andaban viendo cómo cortaban a todos los obispos comprometidos, en eso pasaban el tiempo. Yo había escuchado ya varios comentarios contra Romero.
—Monseñor -le dije-, ¡cuidado a cuenta de ese ojo tapado no le quieran tapar la boca! Usted no tiene voto, sólo voz y esa gente se la puede quitar con la excusa de que se ausentó sin decir nada. Ya sabe que dentro no vuelan trompones, pero poco falta.
Me hizo la nota y yo la llevé.
—Mirá -le dije a Diego Restrepo, uno de los curas asistentes de López Trujillo-, aquí te traigo esta nota del obispo Romero para la mesa directiva.
Y el Diego la abre él, la lee y me grita:
—¡Pero este papelito sale sobrando! ¡Qué más da un ojo o dos sin este hombre nada vino a hacer aquí!
Regresé noche al hospital, bastante arrecho con aquella grosería. Me encontré a Monseñor Romero en la puerta de la capilla.
—¿Cómo va ese ojo? -lo saludé-. ¿Cómo pasó el día?
—Pues ya que no estoy con el mazo dando, a Dios rogando por aquellos. Pasé en la capilla rezando por la reunión. Y usted, cuénteme, cuénteme... ¿Cómo fue hoy?
Le conté otras cosas, no la vulgaridad de Restrepo, para no molestarle. Y al día siguiente me fui donde el oculista que lo atendía a pedirle que me hiciere la notita él. Esta vez se la llevé al propio López Trujillo. Lo encontré en un pasillo, fachenteando, rodeado de sus seguidores. Lo interrumpí y le expliqué que Monseñor mandaba a decir que... Me cortó:
—¡Y vuelta el papelito de este hombre! ¡Si anda tan enfermo, que no moleste más!
No quería ni tocar la nota.
—Oigame -le dije con cólera-, yo no soy su cartero, así que la agarra... ¡o la agarra!
Me la tuvo que recibir. Y el papelito para algo sirvió. De regreso de la curación, López Trujillo y compañía siguieron ninguneando a Romero, pero no pudieron quitarle la voz. Tuvieron que seguir midiéndose con él.
( José Ernesto Bravo)
Cuando terminó Puebla, Monseñor Romero regresó a El Salvador trayendo los documentos firmados y establecidos por los señores obispos de todos los países de la América Latina que participaron en aquella reunión. Documentos que decían ser bien importantes. Por eso, todos los obispos salvadoreños tomaron la decisión de llevar esos papeles a los pies de la Virgen de la Paz en San Miguel. Como ella es la patrona de El Salvador, pues, para que ella fuera quien les echara su mera bendición.
A esa fiesta viajamos desde San Salvador mucha gente de las comunidades, por la relevancia de los documentos. Y porque San Miguel es bien galán de ir. Y por más: en la Conferencia Episcopal, de los obispos, sólo Rivera apoyaba a Monseñor Romero, los otros mucho lo molestaban. Queríamos, pues, las comunidades estar ese día acuerpándolo a Monseñor.
Fueron ochenta sacerdotes, fueron monjas, fuimos el montón de cristianos. En la misa se miró todo el tiempo cómo a Monseñor Romero los otros obispos lo ponían a un lado y no le daban su lugar. Pero terminando la misa nos cobramos del desaire que le habían hecho y gritábamos en la mera iglesia: ¡Que viva Monseñor Romero! ¡Viva Monseñor Romero!
Tanto alboroto que cuando ya acabó la ceremonia, los otros obispos se salieron por la puerta de atrás y lo dejaron a Monseñor solito. ¡Viva Monseñor Romero! ¡Viva!, seguimos vivándolo y el obispo Barrera se volteó a ver al grupo de mujeres que más duro pegábamos el grito y gritó él:
—¡Digan mejor: viva la Virgen!
Para mí que todos ellos se morían de envidia de ver cuánto pueblo tenía Monseñor, y ellos ¡ni un chucho!
Monseñor Romero salió y caminó y caminó por aquellas calles de San Miguel que tan bien conocía. A saber qué iría pensando, de sus años allá, de sus amigos migueleños, que tantos se le habían volteado, sus amigos ricos de antes, pues.
Mientras él recordaba, el gential de todos nosotros se despenicó por todos lados y seguíamos con nuestros ¡viva Monseñor Romero!
Bajo aquella luzazón del sol de mediodía le salió al paso una señora en una silla de ruedas. Todavía no estaba marchita, pero la tuerce la había dejado casi sin moverse.
—Monseñor, póngame las manos, yo sé que me voy a curar.
Él se detuvo, la miró bastante y la bendijo.
( María del Carmen Pérez)
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