Capítulo 10
El viejito y los organizados

Polín y Monseñor Romero sentados a la par, hablando al mismo auditorio. Fue en un panel que preparó la UCA sobre las organizaciones populares. Para entonces, Apolinario Serrano, Polín, era ya el secretario general de FECCAS-UTC, integrada al Bloque Popular Revolucionario, con miles y miles de campesinos afiliados.

No se cabe. El aula magna está que revienta y hay gente encaramada en los árboles para poder escuchar. Una pregunta para Polín de alguien del público:

  —¿Es cierto que a ustedes los han despertado los curas?

  —A nosotros nos ha despertado la realidad. Cuando regresamos de mecatearnos como bestias bajo el sol y ni para comprarle un remedio al cipote enfermo nos ajusta, ¿quién cree usted que nos despierta?

Se gana una ovación. También Monseñor Romero lo aplaude con entusiasmo.

( Citado por Plácido Erdozain en “Monseñor Romero: mártir de la Iglesia Popular”, CELADEC, Lima 1981)

A más organización, más represión. Era la ley de ellos. Y corría la sangre. Y a más sangre, más organización. Era la ley de los campesinos.

En Aguilares, por cualquier carambadita de nada llegaba la guardia y acababa con una familia entera. Y eran cipotas violadas y ranchos quemados y muchachos desaparecidos.

Un día los campesinos organizados, organizados y arrechos, se tomaron la parroquia por ver si así su protesta por tanta injusticia hacía más bulla.

  —El que no llora no mama, ¡y si llora en la ermita nadie la chiche le quita! -anduvo diciendo Andresito, que siempre andaba inventando.

Se tomaron, pues, el templo. Eran como cien. La guardia acechando y ellos fuertes ahí dentro, con sus mantas, sus pintas y sus denuncias. Yo salí volado para San Salvador a buscar a Monseñor Romero.

  —¿Hay peligro de una matancina? -me preguntó preocupado.

  —¿Cuándo no lo hay? Pero, a usted, ¿qué le parece que hagamos los curas y las hermanas, pues?

  —Lo que hacen los campesinos es justo. Y ustedes deben estar siempre a la par de los campesinos. Lo que puede hacer la guardia es injusto. Si atacan, ustedes deben estar también a la par de los campesinos. Acompáñenlos, pues, corran la misma suerte.

Él ni dudó. Nosotros, que habíamos estado dudando, nos fuimos a meter a la toma.

( Jon Cortina)

“El derecho de organización nadie lo puede violar. La represión que quiere deshacer los grupos organizados hace muy mal, porque la organización es un derecho humano que nadie lo puede violar. Las reivindicaciones que esas organizaciones piden cuando son justas, hay que oirlas. Organizarse es un derecho y en ciertos momentos como el de hoy, es también un deber. Porque las reivindicaciones sociales y políticas tienen que ser no de hombres aislados sino la fuerza de un pueblo que clama unido por sus justos derechos. El pecado no es organizarse. El pecado es para un cristiano perder la perspectiva de Dios.”

( Homilía, 16 septiembre 1979)

Tomarse iglesias: esa forma de lucha entró como costumbre en las organizaciones populares. Todas las semanas había iglesias tomadas en San Salvador. Catedral era la preferida.

  —Pero, ¿que es lo que quieren? ¡Ya les he dicho que ése no es método! -se desesperaba Monseñor.

Lo que no le gustaba era que por tener ocupado el templo, no se pudiera entrar a la iglesia ni a rezar ni a celebrar las misas. Con eso no se conformaba del todo y se enojaba.

Después llegaban donde él los de la toma y le explicaban las razones y él los atendía y hasta apuntaba sus demandas, aunque siempre les insistía:

  —Inventen otros métodos, ése no es correcto.

Pasaba amonestándolos. Aunque también a los del otro lado. Recuerdo cuando no sé quiénes se tomaron la iglesia de El Calvario. Los somascos son los párrocos allí y para forzar a salir a los de la toma, decidieron cortarles el agua. Cuando Monseñor Romero se enteró, los regaño a los frailes:

  —Inventen otro método, pero no es correcto dejarlos sin agua.

Así era la cosa. Se preocupaba por la seguridad y por la comida y por el agua de los que se tomaban los templos, pero no dejaba de regañarlos en privado y en público. ¡Y buenos jamaqueones que les pegaba!

( Francisco Calles)

—Está bien, el templo por ser la casa de Dios es la casa de todos y es para todos. ¡Pero no es para que algunos, como ustedes, armen allí una samotana y lo destruyan! Miren el desorden que dejaron en esa iglesia: un poco de bancos quebrados, las paredes manchadas, ¡y hasta a un santo lo encueraron para cubrirse con el manto por la noche! ¿Cómo gentes que se dicen cristianos hacen esas bayuncadas? Denuncias en el templo sí, pero ese irrespeto no. ¡Ni se los acepto ni se los voy a consentir!

( Monseñor Romero a Odilón Novoa, dirigente de las Ligas Populares 28 de Febrero)

—Compañeros, nos vamos a tomar la iglesia, ¡pero al que destruya cualquier cosita, aunque fuera una pinche candelita, lo vamos a sancionar! Monseñor Romero nos ha dado la gran regañada porque le hemos dejado sus iglesias todas chucas y desordenadas. Así que cada quien lleve balde para sus necesidades, de cualquier clase que puedan ser. Vamos a dar el ejemplo de que somos gente respetuosa, gente nítida, ¡y de estirpe revolucionaria por lo aseados!

( Odilón Novoa a los militantes de las LP-28)

“En tiempos normales nadie ocuparía una iglesia. En tiempos normales, donde hubiera cauces normales de expresión, las iglesias serían la expresión del sentimiento religioso y nada más. Pero nuestro tiempo no es normal. Es un tiempo de emergencia. Y así como si por desgracia nos sacudiera un terremoto, las iglesias se abrirían para recoger tantos golpeados y heridos, y nadie diría ‘es una profanación’, también hoy es un tiempo de emergencia y hay que comprender que en tiempos de emergencia no es fácil condenar actos que en tiempos normales sí se pueden condenar.”

( Homilía, 2 septiembre 1979)

¿Cómo era una toma de catedral? Yo tuve la dicha de participar en varias.

Lo primero, se nos planteaba a las bases cuál era el objetivo. Casi siempre era el mismo: denunciar la represión del gobierno y reclamarle algo. Nos informaban a qué horas debíamos llegar. Nosotros los campesinos, era en grupos que acudíamos. Ya allí, nos metíamos a una misa que estuvieran celebrando y después que ya terminaba la misa, nos quedábamos instalados dentro.

Los que dirigían la toma le explicaban a los administradores de Catedral, pongamos que allí fuera, que iba a quedar tomada. Y por qué lo hacíamos. También se le explicaba a la gente que estaba rezando en el templo para que apoyara y para que no nos malentendiera.

  —¡Contamos con la ayuda de todos ustedes porque en la unión está la fuerza y en la fuerza está el freno para que embrequemos de una vez para siempre tantas injusticias, tantas ingratitudes contra el campesinado!

La mayoría apoyaba. La población de San Salvador, obreros, mujeres de los mercados, comunidades de base, pobladores de tugurios, otros sectores, se incorporaban con nosotros y en el día o en la noche se metían a acuerparnos a la iglesia o nos llevaban comida o agua o medicina. Por la tarde organizábamos actividades culturales para que todo mundo supiera por qué andábamos en aquella lucha.

Siempre había dos grupos nuestros en la toma: los que estaban dentro de Catedral coordinándolo todo y hablando con las autoridades de Iglesia y los que estaban fuera, en la pavimentada, que daban apoyo y allí dormían.

Ah, una toma era muy alegre realmente. Era una fiesta. Porque uno compartía con los demás, con muchísima gente y nosotros los campesinos con los de la ciudad. Y aprendíamos bastante todos revueltos. Y como todo mundo se ayudaba, eso nos unía. Cuando yo fui a una toma con Sonia, mi cipota de dos años, los maestros de ANDES nos trajeron leche y pañales a las campesinas que andábamos chineando.

  —Hoy por ustedes, mañana por nosotros -nos decían.

Era una fiesta, pero también era peligroso. Había gente de Iglesia, muy conservadores, que lo que buscaban era conocer quién dirigía la toma para ponerles el dedo y denunciarlos. También el gobierno nos metía dentro de Catedral a orejas para ver de capturarnos a algunos al salir fuera. Pero siempre a la orilla de la calle había vigilancia de nuestra gente, que tenía que identificar a todo el que entraba.

¿Qué duraba una toma? Tres, cinco días o más, dependiendo de cómo iba la negociación. Una vez estuvimos hasta mil quinientas personas dentro de Catedral.

¿Y Monseñor Romero? El tenía sus desacuerdos, pues, y nos echaba pita. Decía que le entorpecíamos la misa del domingo. Pero nunca nos criticó de forma grosera. Calibraba la intención del campesino, pues.

( Dina Dubón)

Estaban en huelga los trabajadores de la fábrica de tejidos León y llegó una delegación de los huelguistas a hablar con Monseñor Romero.

  —Paco, atiéndalos en mi nombre y después me cuenta -me pidió.

Ese día estaba él muy ocupado. Eso era diario, no se daba abasto para atender a todos los que llegaban buscándolo. Estas delegaciones lo que venían era a informarle del reclamo que tenían los obreros y a pedirle que en su homilía Monseñor dijera algo de su lucha.

Y es que la situación se cerraba tanto, que sólo por la radio YSAX y por las homilías uno se enteraba de lo que estaba ocurriendo en el país. El resto de los medios de comunicación o se censuraban o los censuraban o por fregar de nada hablaban.

Estuve escuchando a los trabajadores y todavía sin despedirlos, le fui a contar a Monseñor lo que venían planteando.

  —Dígales que vamos a ayudarles, pero recójame bien los datos, ¡que sean exactos!

Ya estaba saliendo de su oficina cuando me llamó todo misterioso.

  —Mire, Paco -bajó la voz-, ¿y no necesitan dinero?

  —Seguro que sí. Cuando están en huelgas hacen colectas para ayudarse.

  —Entonces, dígale a Manuel -el padre Manuel Barrera, el tesorero- que le dé 300 ó 400 colones y se los da a los obreros de mi parte.

¡Vaya, me sorprendió! En la atmósfera en que vivíamos, de saberse aquello lo podían haber acusado de estar financiando huelgas. Y no porque la plata fuera mucha, sino por la onda misma de darla, pues.

  —Monseñor me encarga que les entregue esto de su parte -les dije a los obreros y les di el pisto.

Tanto como yo se sorprendieron ellos.

  —¡Puta con el viejito! -así le llamaban en las organizaciones a Monseñor: el viejito- ¡De ayer para hoy ya avanzó!

( Francisco Calles)

Los días de fiesta nos daban salida a los seminaristas.

  —Hoy es feriado, tienen libre. En el estadio hay partido, hay cines con buenas películas, pueden ir caminando hasta Los Chorros o hasta el volcán o al Boquerón...

Pero como el grupo nuestro, el de los mayores, unos seis, ya estábamos empilados con todo lo del movimiento popular, con todo lo de las organizaciones, aquel primero de mayo decidimos ir a la marcha de los sindicatos. Ni éramos FECCAS ni éramos MERS ni éramos obreros ni éramos nada. Sólo mirones que sentíamos con la gente. Allí estuvimos, viendo pasar a los obreros con sus mantas, echando consignas, al montón de organizados.

Los padres del equipo de formación del seminario ya sospechaban de nosotros. Además, hubo compañeros que fueron a la marcha también de mirones: a mirar quiénes andábamos allí para ponernos el dedo. A la noche nos llamaron los que dirigían el seminario.

  —¿Ustedes quieren ser políticos? ¡Pues se van del seminario! La decisión es irrevocable.

El equipo informó a Monseñor Romero y al día siguiente él nos mandó a llamar.

  —¿Por dónde irá a salir?

No lo teníamos claro cuando llegamos a su oficina. Nos hizo sentar. Y empezó a comentarnos el informe que le habían pasado sobre nosotros. Ahí lo tenía en las manos.

  —Aquí dice que ustedes andan ayudando a los curas que están más coloreados y más metidos en política. Que si ellos les mandan ponerse de cabeza, ustedes se ponen, y que sin embargo no obedecen a las autoridades del seminario.

Lo miramos tan serio que nos empezamos a preocupar.

  —...Que ustedes andan en reuniones políticas, que van con los organizados, que se meten a manifestaciones y que los han encontrado leyendo libros de los que riegan las organizaciones...

La lista de las acusaciones era larga. Monseñor parecía montado por su gusto en aquel macho. Por fin terminó.

  —Y ustedes, ¿qué dicen a todo esto? ¿Hay más hojas que tamal en este informe? ¿Qué me responden?

¿Por dónde comenzar a responderle? Empezamos por donde pudimos.

  —A las manifestaciones sí vamos, pues. Porque ahí van los vecinos de nuestros barrios, las familias nuestras, nuestros amigos.

  —El primero de mayo ahí los miramos a muchos de ellos. Los organizados son nuestra gente, pues.

  —Leer política enseña bastante, no es para criticarnos por eso.

  —La política no es mala, Monseñor, a usted también de eso lo acusan y sólo porque habla de lo que pasa.

Fuimos engranando nuestras argumentaciones. Cuando las terminamos, él seguía serio.

  —Entonces, Monseñor... ¿nos van a expulsar del seminario? -nos atrevimos a cuestionarle.

  —Miren -nos dijo muy serio-, en el seminario ustedes están aprendiendo y tienen que aprender a obedecer, a sacrificarse, a respetar a la autoridad...

Hizo una parada, ¡y nos vimos botados a la calle los seis!

  —... Pero también tienen que aprender cuáles son las realidades del pueblo, porque del pueblo salieron y para servir al pueblo vinieron aquí. Así que... ¡estén tranquilos, que aquí se quedan! ¡Me tendrían que expulsar a mí también!

Cuando salimos de su oficina, unos seminaristas estaban en el corredor esperando a ver qué iba a decir el obispo...

  —¡Ganamos! -les gritamos contentos.

Y ellos también contentos. Sólo rabiaba el equipo de formación, con el padre Goyito Rosa a la cabeza*

( Miguel Vázquez)

“Abajo la tira, viva la revolución”, “Con tanques y metrallas el pueblo no se calla”, “Venceremos”. Y aquella otra que apareció un día: “VEN, SEñOR, QUE EL SOCIALISMO NO BASTA”.

Diario veíamos el poco de pintas en los muros de San Salvador, las calles cundidas del letrerío. A Monseñor Romero no le gustaba aquella pintadera de consignas y lo censuraba seguido.

Fue Polín el que le hizo cambiar el pensamiento:

  —Explicame, pues, Apolinario -le pidió Monseñor- cómo entendés vos este desorden, a ver si me lo hacés comprender a mí.

  —Mire, Monseñor, nosotros no tenemos periódico. ¿En qué edificio o en qué esquina tenemos chance para que nos dejen colocar un rótulo? En la radio, ¿cuánto cree que cobran por un anuncio? Y aunque tuvierámos el pisto, ¿nos pasarían nuestro anuncio? Entonces, ¿cómo lo resolvemos? Un par de compas agarra unos garrotillos y un corvo y se pone cuidando en la calle y otro par va y escribe el mensaje en un muro. Sólo si los cuilios nos miran, ¡tenemos que salir en carrera, pues! ¡Las pintas son comunicación, nos sirven para comunicarnos con nuestro pueblo! ¡Los muros son el periódico de los pobres! ¿Ya la va agarrando...?

La fue agarrando. Y así otras cosas. LLegó a empatar tanto con Polín que a veces le decía:

  —Mira, Apolinario, en lugar de oración, hoy voy a platicar con vos.

Y pasaba su hora de oración hablando con Polín. La hora entera.

( Rutilio Sánchez)

Me tuve que clandestinizar. Por las tomas de tierras y las luchas de la organización campesina, ya era yo muy conocido en San Vicente. Me tenían chequeados todos los movimientos y me tenían hambre. Para entonces, mi obispo, Monseñor Aparicio, ya me había excomulgado y suspendido a divinis y no sé cuántos castigos más y pasaba hablando de mí en público en su misa de nueve y mi pobre mamá sufría cuando le escuchaba aquellos sus sonados improperios.

  —No le haga caso, mamá, y vaya a otra misa -le trababan de tranquilizar yo cuando llegaba a visitarla a escondidas.

  —¿Y entonces, cómo me doy cuenta de por dónde andás?

Y es que a ella le servían las homilías de Aparicio como noticiero sobre mi vida.

Me ubiqué en San Salvador, donde no me tenían tan visto. Como ya estaba organizado, mi trabajo con algunas comunidades era semipúblico. Celebraba misas en casas de familia, iba de vez en cuando al campo a un matrimonio. “Pastoral de catacumbas” le llamábamos a eso.

Fue en ese estado de cura clandestino que retomé contacto con Monseñor Romero, aquel contradictorio obispo de Santiago de María al que tantos dolores de cabeza le habían dado mis clases de realidad nacional en el Centro Los Naranjos.

La madre Teresita nos prestaba siempre algún rincón del hospitalito para alguna de aquellas reuniones “de catacumbas”. Y hasta merienda nos ofrecía. Pero Monseñor Romero no estaba sabido de eso. Un día ella medio me aconsejó:

  —Mire, David, si lo que ustedes hacen no es nada malo, ¿por qué lo hacen a escondidas de Monseñor?

Tenía razón. Fui a saludarlo y a explicarle, pero con incertidumbre, pues. A saber por dónde irá a salir. ¿Habrá cambiado tanto? Le conté todo, para qué andar con secretos.

Y él, como si nada, pues. Otro hombre.

  —Tenés mi apoyo, hijo. Yo te conozco, los conozco a todos ustedes, no te preocupés. Pero decime, ¿a dónde estás viviendo?

  —Donde puedo, tengo que ir cambiando, ¡no tengo lugar fijo donde reclinar la cabeza! Voy por la Zacamil, por Mejicanos, por donde la Marichi...

  —Pues ven por aquí también, aquí tenés tu casa.

Y en aquel cuarto que tenía para visitas, en su casa del hospitalito, llegué muchas noches a dormir. A él le gustaba, para que le platicara de lo que hacía. Nunca le dije que estaba organizado, aunque se lo debía suponer por la vida fugitiva en la que me miraba, y nunca me lo preguntó. Yo le contaba más que todo de mi trabajo con las comunidades campesinas.

  —... y hasta me ha tocado celebrar misas en lugar de con pan y vino, ¡con café y semita!

  —Pero, ¡esas misas no valen! -decía medio asustado.

  —Las celebra una comunidad unida en la que todos están dispuestos a entregar la vida por los demás. ¿Valen o no valen?

Le interesaba mucho toda esta experiencia y me hacía hablar. Para mí estar allí era una forma de estar protegido. Esperaba contactos, preparaba algún curso que tenía que dar a las comunidades, siempre según el plan que me hacían los compañeros. Un día me atreví a pedirle algo más.

  —Ya sabe cómo estamos allá en San Vicente con Monseñor Aparicio. Nos tiene excomulgados a varios. Los curas de allí necesitarían reunirse en algún territorio liberado, lejos de ese hombre.

  —¡Ese territorio es aquí! -me dijo riendo.

Y también en el hospitalito pudimos hacer varias reuniones los de San Vicente.

( David Rodríguez)

Cuatro cartas pastorales escribió Monseñor Romero. La tercera fue, sin duda, la más importante. Sobre las organizaciones populares.

Recuerdo como seis desayunos de trabajo con sacerdotes y con laicos para ir viendo los temas que analizaría la carta. La relación entre la Iglesia y las organizaciones, más que todo las campesinas y todavía más, FECCAS-UTC, que tenía más de ochenta mil miembros, la mayoría salidos de las comunidades cristianas de base. El derecho de los cristianos a organizarse. La cuestión de la violencia.

Formamos comisiones para ir haciendo los primeros borradores. En el tercer desayuno, el padre Fabián Amaya tuvo la idea:

  —En las comunidades hay mucha gente organizada que tiene su opinión y tiene experiencias sobre todos estos temas. ¿Por qué no les pasamos unos cuestionarios para que ellos también participen?

Ni un segundo lo pensó Monseñor Romero.

  —¡Primero Dios! Así, con todos esos aportes, esta carta será de toda la Iglesia, de toda la arquidiócesis, y no sólo de Óscar Romero.

La consulta a las comunidades se hizo a través de los párrocos, con cuestionarios que preparamos en base a reflexiones bíblicas. Llegaron al arzobispo centenares de respuestas. Monseñor Romero se las leyó todas. Y de todas hay alguna huella en esa su carta pastoral.

( Juan Hernández Pico)

—Neto vive con un pie en el estribo.

Así decían de él. Por lo impaciente. Es que trabajar de cura en el mundo obrero nunca es chiche. En nuestras reuniones de curas amigos metidos en tareas pastorales conflictivas, siempre llegaba Neto con el punto de vista de los obreros y siempre era interesante escucharlo.

  —Invité a Monseñor Romero a que participara en una convivencia con obreros este fin de semana allá en Ayagualo -nos contó Neto aquel lunes.

  —¿Y va a ir el viejito?

  —Va el viejito, pero me preocupa que estos compañeros no tienen pelos en la lengua y tal vez a Monseñor no le gusta cómo le dicen las cosas. Él es delicado y aquellos son insolentes, pues. ¡Puta, es cosa seria el anticlericalismo que te encontrás entre los obreros!

  —Dejalos, Neto, no te hagás bolas con eso, que le digan lo que quieran y que el viejito les responda. Así se van conociendo.

Al salir de la reunión, Neto se fue a almorzar al restaurante de Juan Chon, frente a la antigua penitenciaría. Con uno de nosotros y con ganas de seguir platicando.

  —Oime, ¿y vos cómo le hacés -preguntaba Neto- para que los organizados mantengan su sello cristiano, pues? Porque con los campesinos es más fácil, está todo más integrado, fe y política, pero con los obreros, no creás, ¡está yuca!

Al día siguiente, un operativo militar allanó una casa en donde Neto estaba con otros tres compañeros armados, Valentín, Isidoro y Rafael. Los mataron a todos. Algunos de nosotros no sabíamos que Neto era organizado, no nos dimos cuenta de cuándo empezó a organizarse. Ernesto Barrera tenía treinta años, los de Cristo al empezar a hablar.

( De Orientación, 10 diciembre 1978)

—Paco, búsquese un forense y vaya con una cámara ahora mismo, sáquele fotos, ¡yo llego enseguida! -me pidió Monseñor Romero apremiado.

Me fui a la funeraria. Yo había trabajado de muchacho con el padre Neto en la parroquia de Soyapango y después en la pastoral obrera, con Pedro Cortés.

Ya iba a atardecer. El tiroteo había sido en la mañana y el ejército estaba dando gran propaganda a la versión de que Neto había muerto en combate, en un enfrentamiento armado.

Entré. Estaba desnudo sobre una mesa de aluminio, agujereado de balas. Tenía perforaciones en el brazo, como de haber buscado protegerse cuando le dispararon. El cráneo muy destruido, hacé de cuenta que tocabas una bolsa de hielo. Y el cuerpo todo lleno de hoyitos chiquitos de quemaduras, como si lo hubieran tocado con cigarros encendidos. Los ojos medio abiertos. Quise que me volvieran a mirar, con aquella su chispa que él tenía, pero seguían abiertos, sólo mirando la muerte.

El forense lo examinó y tomó nota de todo. A mí me tocó tomar las fotos.

Cuando regresé al arzobispado con toda la información ya habían llegado los primeros curas a rasgarse las vestiduras.

  —Si estaba armado no murió como un cristiano sino como un violento -sentenciaba uno.

  —Si andaba organizado no era ya un sacerdote, ni siquiera un cristiano -condenaba otro.

Iban y venían, buscaban a Monseñor Romero.

  —Si fue en un combate, no puede ser enterrado en un iglesia -le aconsejaba uno.

  —Y usted, Monseñor, no aparezca para nada, ¡era un guerrillero! -le advertía otro.

  —Mejor hacerlo todo con discreción, un entierro que nadie sepa -en eso insistían todos.

Unas horas después, estallaron en las calles de San Salvador bombas de propaganda con un mensaje claro: el nombre de Neto Barrera en la organización era “Felipe” y Felipe era un miembro más de las Fuerzas Populares de Liberación, las FPL.

  —Murió en su ley, Monseñor. Mucha discreción -seguían insistiéndole los fariseos.

( Francisco Calles)

Consultó a medio mundo. Siempre lo hacía, pero el caso de Neto era más especial, era un tremendo desafío, para él y también para otros de nosotros.

  —No aparezca, Monseñor, lo van a manipular.

  —Un entierro sin nada de ruido.

  —Sólo llegar a dar el pésame a la familia, sólo eso haga.

En la noche, nos mandó a llamar. Ocho curas acobardados y tristes que él mandaba a llamar para que lo asesoráramos por haber sido tan cercanos a Neto, sacerdotes de su camada.

Nos sentíamos con la soga al cuello. Ya tenía el gobierno la prueba que buscaba: los curas guerrilleros. Nunca habíamos tenido seguro de vida, ¡pero hoy sí nos acaban!, pensábamos con miedo. Y encima la tristura por Neto, tan querido y tan muerto. Vaya, que llegamos hechos paste a la tal cena y sin saber ni qué decirle.

La mesa estaba servida, nos sentamos y él empezó a comer. Nosotros ni tragar podíamos.

  —Es una situación bastante delicada...- dije yo.

  —Vaya, en estos momentos es cuando tenemos que reflexionar... -dijo otro.

  —Y lo inesperado, pues, ¡que no nos lo esperábamos, pues! -un tercero.

Sólo tonteras decíamos. Cada uno a más comedido y prudente. Y los frijoles se enfriaban. Nadie comía, sólo Monseñor Romero, que escuchaba pacientemente la brillante asesoría de los comunistas y radicales asesores que se había buscado en la hora undécima. Cuando se dio cuenta que jugábamos al escondelero para no delatarnos y que sólo babosadas éramos, fue cuando él habló:

  —Para decidir, yo sólo me estoy haciendo una pregunta, una sola.

Si llegamos telengues, más en miedo nos pusimos. ¿Qué nos iba a preguntar? Si Neto era o no organizado, si llevaba o no arma, si nosotros...

  —Lo que yo me pregunto es: doña Maríita, la mamá de Neto, ¿qué estará pensando? ¿Le importará a ella si Neto andaba arma o no la andaba, si era o no era guerrillero? Qué más le da a ella. Neto era su hijo y ella su madre y por eso, doña Maríita está ahora a su lado. La Iglesia es también la mamá de Neto y yo, yo como obispo soy su padre. Y yo he de estar junto a él.

Lo mirábamos. Nos miró a todos de uno en uno.

  —Ustedes también tienen que estar con él. Y lo vamos a despedir con una misa, como sacerdote que es y lo vamos a enterrar en un templo, en la parroquia de Mejicanos. ¡Vamos! Vamos a prepararlo.

Se levantó. Nos levantamos. Sobre la mesa quedaron ocho platos llenos. Sólo el de Monseñor vacío.

( Astor Ruiz)