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PRIMERA PARTE
| ¿Qué caminos sigue la luz al
repartirse?
¿Quién abre una vereda a la tormenta para que llueva en el desierto? (Job 38,24-26) |
Ciudad barrios se despertó de sus mañas campesinas en cuantique el sol asomó la cara por el lugar de siempre.
—¡Viene el señor obispo!
Llegaba de visita el primer obispo que hubo en San Miguel, Juan Antonio Dueñas y Argumedo.
—Mamá -dice Óscar, que es aún un cipote chiquitío-, ¿por qué no me compra usted camisa y pantalón para ir a verlo?
La Niña Guadalupe de Jesús alistó ropa nueva para que su hijo estuviera nítido y así anduvo él, para allá y para acá, acompañando en todas sus vueltas al obispo. Encantado quedó del niño aquel.
—¡Ya se va el señor obispo!
Y toda Ciudad Barrios se juntó para despedirlo.
—¡Óscar, vení! -lo llamó él delante de sus paisanos.
—¿Qué manda, señor obispo?
—Decime, muchacho, ¿qué quieres ser cuando seás grande?
—Pues yo... ¡yo deseara ser padre!
Entonces, el obispo levantó su dedo macizo y lo apuntó derechito a la frente de Óscar.
—Obispo vas a ser.
Después de marcarle el destino al niño, se regresó a su palacio migueleño. Y Ciudad Barrios volvió a adormilarse.
—Ese dedo lo tengo aquí grabado -me contaba Monseñor Romero tocándose aquella huella en la frente cincuenta años más tarde.
( Carmen Chacón)
-De niño era como tristito. Mi hermano siempre fue para sus adentros, de pensar mucho.
—¿Que a qué jugaba? Pues su mayor gusto de él era hacer procesiones. Se echaba por encima un delantal de mi mama ¡y ahí se iba por la calle llamando a otros cipotes, ensoñando con que ya era padre!
—¡Y el circo, vos! Moría por ir a los circos, no se perdía uno. Aquellos equilibristas trepados arriba haciendo maromas... ¡Y los payasos! Los circos eran la mayor de sus dichas.
—Gustavo, Óscar, Zaida, Aminta -que murió de chiquita-, Romúlo -que murió de más mayor-, Mamerto, Arnoldo y Gaspar: ése fue el orden de nosotros los hermanos. El, Óscar, nació el 15 de agosto de 1917.
—Tal vez fue el más rezador de todos. Mi papá Santos lo puso a aprender a la par de Juan Leiva, el carpintero más afamado que tuvo Ciudad Barrios, y con él Óscar hizo puertas, mesas, chineros y hasta cajones de muerto. Pero más que todo, hizo oración. Nunca vi cipote que rezara en tantas cantidades, decía el maestro Leiva. Porque Óscar se le salía en carrera de la carpintería hasta la iglesia a sus oraciones. A saber si ese lugar donde él rezaba de niño lo hagan un día monumento nacional...
—¿Y en la noche no se volaba él de la cama donde dormía junto a Mamerto para hincarse en el suelo y rezar algotras oraciones? Ese destino de Dios ya lo traía dentro.
—Por estrecheces, mi mamá tuvo que alquilar la parte de arriba de la casa y el lugar de los oficios le quedó abajo, pero sin techado, de tal modo que cuando llovía se rempapaba. Al poco de uno de esos remojones, el cuerpo se le fue paralizando y quedó tullida. ¡Y para colmo, los que alquilaban arriba eran turcos, que ni nos pagaron! Fuimos torcidos, porque también mi papá perdió unas tierras de café por culpa de un pinche usurero. Así que con costo nos ajustaba para comer todos.
—Con 13 años Óscar seguía necio con lo de ser padre. Entonces, mi mamá le alistó su ropa y él agarró para el seminario menor en San Miguel. Y de ahí se fue al seminario mayor en San Salvador. Y de ahí, más largo, a terminar su carrera de sacerdote nada menos que en Roma. En aquella ciudad le tocó vivir la guerra mundial. Así es que pasaron bastantes años en que mi hermano estuvo ausentado de la familia y de Ciudad Barrios.
( Zaida Romero / Tiberio Arnoldo Romero)
Me pillaba de camino ciudad barrios cuando caminaba yo un día de mi vida a visitar a mi abuelita, que vivía por Morazán. Cipote vago de sólo diez años ya me gustaba ir por esos rumbos conociendo. Y llegué y vide esa Ciudad Barrios toda engalanada con flor de café y papelillos y hasta marimbas que habían traído. Capaz que me quede, pensé.
—Un padre nacido aquí celebra hoy su primera misa en esta iglesia.
Todo mundo lo sabía, menos yo, por no ser del lugar. Para cuando me di cuenta, ya estaba metido a la iglesia para espiarlo todo con mis ojos de primeras a últimas.
Entré como desde una hora antes para esa gran misa que se prometía. Los caites los traía bien polvosos de mi vagancia y como había un gran calorón estuve sudando todo el rato. Gran pena me dio porque el sudor me corría por todo mi cuerpo y llegaba hasta los caites y allí con el polvo se hacía lodito y salían de mi persona riyitos de lodo que pringaban los ladrillos. Pero no me moví ni un poco porque mucho me gustó a mí aquella misa y aquel padre de estrenada.
Llegué ya noche donde mi abuela, todo desmechado. Gran beata era ella.
—¿Por qué le agarró la tarde, muchacho?
—Estuve en una santa misa de un padre.
—¿Qué padre?
Le di a mi abuela la tarjeta que repartieron en la misa, yo no sabía leerla. Ahí estaba escrito el nombre: Óscar Arnulfo Romero. Primera misa solemne. Ciudad Barrios, 11 de enero de 1944.
—Me late que ese padre va para obispo -le dije a la señora.
—¡Veya el adivino! ¿Y vos ya sabés qué cosa es ser obispo?
—Yo no lo sé, pero me lo imagino.
( Moisés González)
Era un hombre a punto a cualquier hora del día y de la noche. Ahora valoro las cosas. Confesar todo un santo día o toda una chueca noche después de un rosario... ¡Eso quiere paciencia! Y siempre ese esfuerzo, porque en San Francisco había rosario todas las noches, ¡y el padre Romero no perdonaba la homilía en cualquier rosario! Como que no desperdiciaba ocasión. Un día -nos contaba a nosotros los muchachos sacristanes- estaba terminando de confesar...
—Padre, ¿y qué me pone de penitencia? -le dice una señora.
—¡Que rece cinco pesos!
Se había quedado dormido. Trabajaba sin parar, hasta despozolarse.
( Raúl Romero)
El padre Rafael Valladares fue su mejor amigo entre todos los sacerdotes. Chero desde el seminario. Y con él trabajó muchos años en San Miguel. Muy distintos los dos, pero se complementaban. Valladares era más de escribir, Romero de hablar. Como el padre Romero era tan estricto con el comportamiento que debían llevar los curas, le costaba aceptar libertades que veía, empezando porque algunos no llevaran la sotana. Sufría mucho con eso y con otros relajos. Al verlo tan afligido, Valladares se le burlaba:
—¡Éste se enferma porque se enoja! Con lo fácil que se le sale el indio siempre va a estar lleno de achaques. Yo, como no me enojo...
Todo lo hacía broma Valladares. El otro no. Romero sufría, sufría y a menudo lo mirábamos con malestares, nerviosismos y depresiones.
( Doris Osegueda)
Los grandes cafetaleros de San Miguel le eran muy cercanos. Le daban limosnas, lo invitaban a sus fincas y él les celebraba misas especiales en sus haciendas y por Navidad allí iba y les repartían cositas a los pobres. ¿Quién no sabía eso?
Yo era una niña cuando un grupo de señoras ricas, Damas de no sé qué Caridad, de las amistades de él, cavilaron algo y nos llamaron a nosotras, cipotas de colegio, para que las ayudáramos.
—Vamos a arreglarle el cuarto al padre Romero como él se merece.
Compraron cama nueva, pusieron unas cortinas elegantes, bien galanas, se lo cambiaron todo. Aprovecharon que él estaba de viaje y se motivaron porque su cuartito en la casa cural del convento de Santo Domingo era una nada, bien pobre.
Cuando regresó el padre Romero era enojadísimo. Arrancó las cortinas y las regaló al primero que pasó, los cubrecamas nuevos los repartió, las sábanas lo mismo, ¡fuera todo! Y volvió a meter dentro su catre y su silla vieja y a colocar todo el cuarto igualito a como lo tenía antes.
—Amigo de ellas sí, ¡pero a mí no me van a manejar por más pisto que tengan!
Quedaron muy resentidas.
( Nelly Rodríguez)
Lo buscaban principalmente los borrachitos. Dicen que su hermano Gustavo había agarrado la bebida y que de eso murió y que iba por las calles de San Miguel bien bolo y que todo mundo lo sabía. Dicen que llegaba a la parroquia buscando a su hermano, el padre Romero, y que él lo regañaba, pero que también le tenía mucha paciencia. Y a los picados hay que tenérsela, porque mucho molestan.
Con mi hermano Angelito lo comprobamos. Cuando llegaba a casa borracho, con la gran sirindanga, y el padre Romero estaba allí, no consentía que nadie le reprocháramos ni lo hostigáramos.
—Vení, Angelito, sentate a la par mío -le decía- y tocame la dulzaina.
Y le tocaba canciones mexicanas y folclores de Guatemala, lindos los entonaba. Y la música iba amansando a Angelito. Así que el padre Romero tuvo siempre mano para borrachos y desgraciados de la vida.
( Elvira Chacón)
Nos quería a los seminaristas, a veces hasta nos consentía. Entre tanta chamba, el padre Romero era también el responsable del seminario menor de San Miguel.
Efraín, un compañero nuestro, seminarista desde bien cipote, no tenía papa, no tenía mama, no tenía plata.
—Creo que no tengo vocación -le dijo al padre Romero al terminar el bachillerato-. Me enamoré.
Desilusionado, lo vio salirse del seminario.
Al poco, Efraín volvió.
—Vengo a solicitarle algo, padre Romero.
—Decí, pues -pensando que regresaba al redil.
—Quisiera que fuera usted quien pida la mano de mi novia...
—¿Yo?
—Es que no tengo a nadie. Fíjese que ando de motorista y ella tiene mejor posición que yo. Usted bien conoce a esas familias, lo exigentes que son. Sólo que usted sea mi abogado...
—¡Vaya que sos el colmo vos! ¡Con el mismo manto querés ir a la procesión y bailar en la fiesta!
Pero aceptó y fue a la casa de los padres de la muchacha a cumplir con el rito de la pedida. Y cabal, le concedieron la mano. Por ser él quien respaldaba, pues.
—El sacerdocio no es para todos -empezó a decirnos desde ese día-. Pero el seminario sí puede servirles a todos como formación. Unos saldrán de aquí para curas, otros para otra cosa...
Y nos quedaba viendo. Como queriendo adivinar.
( Miguel Ventura)
Mi abuelo Secundino tenía en su palabra como una piedra imán. Hablaba del arca de Noé y del animalero que iba ahí dentro, de Abraham y la Sara, que parió siendo ya tan viejita, de Jonás y la ballena, todo en detalle. Por esos lados de Cacaopera, él era el único que tenía una biblia, pero la andaba escondida, yo ni la había podido palpar en mis manos. Para mí la gran inquietud era saber si eran realidad todas las historias que mi abuelo nos relataba en las noches.
En el año 52, para la Navidad, tejí tres hamacas de tres varas y le dije a mi mujer:
—Voy a ir a San Miguel a venderlas y con lo que gane, me compro una biblia.
Iba solo, por cuenta mía. Al llegar, fui derechito al mercado de las hamacas. Diez colones me dieron por cada una y estaba seguro que con eso me ajustaría para comprarme la biblia. Corriendo me llegué hasta la iglesia de San Francisco y allí se me concedió conocer al padre Romero.
—Fijate, hombre, que ahora no tengo biblias aquí -me dijo él-, pero voy a hablar por teléfono a San Salvador para que en la camioneta de la tarde me la manden y ya mañana la tenemos. Si querés esperarla...
—Con gusto la aguardo, padre, ¿pero dónde me quedo la noche?
—Eso no es problema, podés andar tu rato por la ciudad, vas a pasear y te venís luego a dormir aquí en el convento.
Tanta acogida sentí y siendo yo un campesino tan pobre... Cuando ya noche entré, miré que allí dormían otras gentes, pobres también. Él les daba el cobijo.
En la tarde ya había llegado mi biblia, por fin la tenía ya para desengañarme. Al irme, el padre Romero me dio un su consejo:
—Leer la biblia uno solo es bueno, pero mejor es leerla varios juntos. Es como ir a pepenar nances en grupo. Entre más van, más recogen y más galana resulta la cosecha.
Regresé a mi lugar. Y de ahí ya escuchaba siempre al padre Romero en la Radio Chaparrastique, que era por donde él salía diario hablando pasajes bíblicos. Y había que estar buzo para ver en qué libro, en qué capítulo y en qué versículo y no perderle nada. Yo con otros oyéndolo. Pepenando. Era como un maestro que uno tenía.
( Alejandro Ortiz)
Todos los chichipates de San Miguel sabían que él diario repartía limosnas, pero que también era amigo del orden y que no le gustaba la bulla. Hacían fila desde temprano.
—¿También hay para mí, padrecito?
—¿Y por qué no, mujer? Es ley que todo el que pide recibe.
—¡¿Hasta las brusquitas?! -chunguió un renco.
Hasta ellas. Las putas y los bolitos y un poco de mendigos ticuriches se afilaban a la orilla del muro de la iglesia, seguros de que a cada uno le iba a caer su peseta, la cuarta parte de un colón, porque el padre Romerito nunca les decía no y siempre andaba monedas en la bolsa de su sotanón negro. Y buscaban cómo estarse quietos en la fila, callados. Y recibían.
—Sean buenos -les reclamaba él cuando empezaba a deshacerse aquella ringlera de míseros.
—No le hace, padrecito, buenos o malos, ¡igual volvemos mañana!
Y al día siguiente volvían y se repetía la misma fila, crecida. Y a otros que llegaban después les tocaba almuerzo o cena o el hospedaje para la dormida. Y si aparecían campesinos les daba para el pasaje de regreso. Y también recogía borrachos en su convento. Y ancianitos y lustradores. Romero era tipo San Vicente de Paúl, el pobrerío andaba detrás de él. Claro que con su mentalidad: le sacaba limosna a los ricos para dársela a los pobres. Así a los pobres les alivianaba sus problemas y a los ricos su conciencia.
( Rutilio Sánchez)
Donde hizo erupción el volcan Chaparrastique, a saber cuándo, habían quedado unos predios pelones cubiertos de lava, que no eran de nadie, donde ni monte crecía y donde los más palmados iban levantando sus ranchitos de tablas y de latas. La Curruncha le llamaban a ese lugar.
—¡Eso es guarida de maleantes!
—¡Allí te rajan y te hacen morcilla!
Pero no era así, porque yo era una sor bien joven cuando iba allá de catequista y siempre me respetaron.
Cuando alguno de aquellos pobres estaba en la sin remedio y ya la veía venir, siempre era lo mismo.
—¿Querés alguna medicina?
—Queremos hablar con el padre Romero.
Lo requerían para confesarse antes de morir. Y él nunca decía que no. Y lo mismo llegaba al friíto de la madrugada que a las horas en que aquella Curruncha ardía como paila en fuego.
( Angela Panameño)
Pasaba buscando limosnas para ir mejorando la Catedral. Le tocó reconstruirla y ponerle encielados, campanas y qué sé cuántas mejoras que hasta hoy pueden contemplarse, pues, que ahí quedaron.
—¡Ya no tengo pisto para la planilla, Raúl! ¡Andá donde la Niña Chabe Carmona, decile que necesito centavos para pagarle a los obreros! -así se impacientaba él.
Yo iba. Y me daban todos los centavos que el padre Romero pidiera. Amigo era de los García Prieto, de los Bustamante, de los Estrada, de los Canales... Todos le daban limosnas para sus pobres, todos lo invitaban a sus fincas a almuerzos o a misas. Pero el más íntimo amigo que se le conocía en San Miguel era don Ernesto Campos, el dueño de la ladrillería La Roca.
—Padre, ¿cómo estás? ¿Libre? ¡Vámonos!
Llegaba a buscarlo al convento, a sacarlo para paseos a la playa de El Cuco, paseos de puro descanso. Era su amiguísimo. Además, ¡le regalaba los ladrillos para Catedral!
( Raúl Romero)
No era sólo en San Miguel, en todo Oriente lo conocíamos por sus programas de radio que tenía en la Chaparrastique. Yo era cipote de segundo grado en La Unión y no me perdía de escucharlo.
Laudetur Jesus Christus: así terminaba su Oración de la Mañana y su Oración de la Noche, tan oídas, y a mí esas palabras en latín me agradaron tanto que las repetía de memoria. Pasaba también unos programas muy bonitos de El Padre Vicente, donde contaban historias de la vida real. Yo iba abriendo mi mente con todo lo que salía por aquel radio, me aprendía con eso.
Se daba también el caso que mucha gente le escribía cartitas preguntándole temas, pidiéndole consejos, solicitándole limosnas o dándoselas a él para sus caridades. Y él leía todo ese poco de cartas por radio. A mí me gustaba mucho eso del programa, por la participación.
Pero para mí lo más impresionante fueron la campanas. Y es que cuando él viajaba a Roma y visitaba lugares que a él le remecían su alma, de regreso hacía por el radio un resumen de su viaje y contaba a los oyentes sus impresiones. Y un día hasta puso por radio el sonido de las campanas de la Basílica de San Pedro en Roma para que todos las oyéramos como las había escuchado él. El talán-talán de aquellas campanas lejanas, aquel tumblimbe, aquella cosa... Y uno allí perdido, que ni soñaba en viajar, viajaba con él.
( Miguel Vázquez)
—Es un guishte ese cura.
Un vidrio güishte, de esos que cortan, filuditos, era el padre Romero. Muy muy estricto. Pero, ¿qué más cuando aquella diócesis de San Miguel era un puro relajo?
—¡Esos curas descamisados que van sin sotana! -Romero sufría.
—Mejor sin sotana si a lo que van es con tamañas pepereches...
Más sufría él. Eran curas mujereros. Y entre ellos corría más otro licor que el vino de misa. ¿Planes pastorales? Todos se hacían humo. No había interés, no había esfuerzo. ¿Y el obispo qué? El obispo Machado ni daba órdenes ni daba consejos. Lo que daba eran préstamos a usura. Todo mundo sabía de estas historias. Y el que mejor las conocía era el padre Romero, que miraba el teatro desde dentro.
Como el clero de San Miguel estaba en lo que le daba la gana, le tocaba a Romero hacer lo que ellos no hacían, cargar con la responsabilidad de todo y más, varias parroquias, todas las cofradías y todos los movimientos, trabajo en colegios, en archivos, en cárceles y encima, darles las grandes regañadas a los curas libertinos. Aquel güishte, pues, los molestaba demasiado y trataban de marginarlo.
El se deprimía. Yo me daba cuenta de la contrariedad en que le ponía aquella situación. Un día regresábamos de la finca de un su amigo cafetalero. Tal vez como estaba más descansado me comentó algo, casi nunca lo hacía.
—Me ningunean.
—Yo que usted no me afligía por eso. La gente no le ningunea. A la hora de la verdad, a la hora de un consejo, a las duras, la gente no anda buscando a esos curas arrabalerosos, lo buscan a usted. ¿O no?
Me miró. No sé si compartía mi certeza.
( Manuel Vergara)
Fuimos hilando un trato, un conocimiento, en aquellos tiempos gloriosos de los Cursillos de Cristiandad. Estábamos en un encuentro en México y una noche lo veo entrar a mi cuarto, todo amelarchiado, cabeza baja.
—Padre Chencho, dígame, ¿usted cree que yo estoy loco?
Se sentó, venía en plan de confidencia, aunque ése no era su estilo.
—¿Qué cree usted? -me insistió.
Yo lo conocía desde hacía años y sabía en todos los volados en los que andaba metido.
—Mire, yo no creo nada, yo lo que sé es que usted está de párroco en San Francisco y en Santo Domingo y también en Catedral, que es cofrade de todas las cofradías, que no hay día que no se eche varios sermones, que no habría fiesta de la Virgen de la Paz sin usted, que ahora anda ayudando a los alcohólicos anónimos y que ya ni duerme...
—¿Entonces...?
—¡Entonces, usted lo que está es bien fatigado!
Yo sabía también que un grupo de curas migueleños corrían el chisme de que el padre Romero tenía trastornos mentales para descalificarlo. Y que desde que Valladares, su mejor amigo cura había muerto, Romero se sentía solo. Solo y aislado.
—¡Pero, hombre, no se achique! -lo animé
—. ¿Será que en San Miguel al cansancio le llaman locura?
Platicamos unas tres horas, fue tranquilizándose.
—No se regrese a El Salvador, quédese un tiempito en Cuernavaca. No deje para mañana lo que puede hacer hoy, ¡déjelo para pasado mañana! Dése una tregua, hombre.
Escuchó mi consejo.
( Inocencio Alas)
Doña Guadalupe de Jesús Galdámez, su mamá, la Niña Jesús, como la llamábamos, murió en 1961. Vivió con su hijo, el padre Romero, desde que a él lo destinaron a tareas de cura aquí en San Miguel. Cuando llegó, ya venía la señora con un su bracito paralizado por la enfermedad, punto de entumición. Era bien silenciosa.
Cada ocho días el padre Romero iba a visitarla al barrio de San Francisco, donde ella vivía. Usted le miraba la cara a la señora y eran igualitos la madre y el hijo. La cara de ella era la cara de él. La mano de ella era la mano de él. Usted le miraba mover la mano a ella y era el mismo modo que tenía el hijo de menearla. Tal vez la quijada de él más pronunciada que la de su mama, pero hasta ese rasgo le sacó él a ella.
Murió y la enterramos en San Miguel. Y como el padre Romero tenía trato con la gente de la más alta sociedad migueleña, de los García Prieto para abajo con todos, fueron al entierro personas de esa aristocracia, cafetaleros y hasta un gran pianista del lugar. Pero como también tenía él amigos del otro lado que le queríamos, fuimos. Y fueron monjitas y fueron niños. Y de toda la familia de él vinieron a juntarse en San Miguel con ocasión de aquella pena y ahí miramos cómo eran todos, el porte humilde. Después de la misa de cuerpo presente, ya rumbo al cementerio, ¿para dónde cree que agarró él? No se fue con los riquitos sino que se puso a la par de los blanquiyos, de los de cotona, de nosotros, pues.
—Con éstos nací, con estos voy -dijo quedito. Y así fue todo el camino, a la par del cajón y del pobreterío.
( Antonia Novoa)
Estaba acostado en una hamaca, fue en un paseo al mar que hicimos varios curas de distintas diócesis. Yo no lo conocía aún personalmente.
Por sacarle conversación, mencioné un discurso que Pablo VI había dirigido a los obispos latinoamericanos al terminar el Concilio Vaticano II sobre la planificación familiar. Un discurso entre muchos. Empecé a hacer algunos comentarios sobre lo que yo recordaba que el Papa había dicho. Al vuelo, el padre Romero me interrumpió.
—No fue eso lo que el Santo Padre habló, no es como usted dice.
—¿Ah no?
Y empezó a rectificarme al derecho y al revés. Lo vi tan seguro que no quise alegarle. ¿Quién de los dos llevará la razón?, me quedé cavilando cuando me metí al mar.
De regreso a San Salvador fui corriendo a buscar el texto del Papa para confirmar. Exacto, cabal. Él tenía razón, se lo sabía de memoria.
( Ricardo Urioste)
No sé si yo fui su mejor amigo, tal vez sí. Empecé esa amistad con él cuando ya lo iban a trasladar de San Miguel a San Salvador. Yo andaba trabajando entonces con un tamañote camionón, lo manejaba. Y Juan Salinas me buscó.
—¿Y no podrías ayudar vos al padre Romero?
¡Es que aquello era un tetuntal de libros, en mi vida había visto tantos!
—Sólo pueden caber en ese tu camión.
Romero siempre fue una biblioteca. Yo lo conocí bien ya desde los tiempos de San Miguel, los modos suyos, el trato. Y escuché que dicen que allí sólo se rodeaba de gente rica, pero qué va a ser. En San Miguel yo nunca lo vi más amigo que de los lustradores. Hasta una asociación de limpiabotas fundó para recogerlos y en Catedral hizo una galera para darles la dormida. Platicaba mucho con ellos, chileaba. Y cuando le lustraban su calzado siempre les pedía al final:
—¡A ver si me hacés chillar el zapato!
Eso le gustaba: lisito, bien chaineado y el chillidito final.
( Salvador Barraza)
Creíamos que él sería el nuevo obispo de San Miguel. Vaya, todo mundo lo pensaba así. ¿Quién si no el padre Romero? El cura más nombrado, el que andaba en todo, a él le darían el cargo.
Pero ni lo nombraron obispo ni lo dejaron en San Miguel. Nunca supimos por qué, pero le llegó la orden de que tenía que irse a San Salvador para trabajar de secretario a todo el resto de obispos.
Para despedirlo se le hizo una fiesta en un cine de San Miguel. Llegó un gential, no se cabía ahí dentro. Pobres, ricos, medios ricos y medios pobres llegamos al convivio. Todos, pues. Yo fui trajeada con lo mejor que tenía, un mi vestido celeste, pero ya dentro me sentí achumicada, había demasiadas señoras, todas elgantonas.
Lo que más recuerdo de aquel homenaje es que un cipote subió a la tarima donde él estaba con una oveja para regalársela. El padre Romero la recibió.
Cuando lo miramos chineando a la animalita, todos aplaudimos bastante. Yo misma aplaudí y también aplaudió ni comadre. Y mucho aplaudieron las grandes señoras que allí se habían congregado para halagarlo. Y en el festejo de aquella aplaudidera de todos, me quedé viéndolo al padre Romero.
¿Quiere que le sea franca? ¿El padre Romero? Amigo de pobres y amigo de ricos. A los ricos les decía: amen a los pobres. Y a nosotros los pobres nos dijo: amen a Dios, que él sabe lo que hace poniéndolos a ustedes los últimos en la fila, ya después tendrán el cielo. Y a ese cielo que nos predicaba él, irían los ricos que dieran limosna y los pobres que no diéramos guerra.
¿El padre Romero? Iba con ovejas y también iba con lobos y su pensar era que lobos y ovejas debemos comer juntos en el mismo plato porque eso es lo que a Dios le gusta.
Eran tiempos feos aquellos. Los cafetaleros, los algodoneros, la camada de los García Prieto se comía todas las tierras de El Salvador y se bebía nuestro sudor a cambio de unos centavos, los ingratos. Y tanta gente todavía sin conciencia, como dormida, pensando que este volado no lo cambiaba nadie, que era el destino escrito por Dios.
Lo miré, pues, al padre Romero ahí arriba en la tarima chineando aquella oveja tiernita. Pero, veramente creo que si le hubieran regalado un lobito, con todo y colmillos, lo hubiera recibido igual.
Todo mundo lo aplaudió y hubo llorazones porque se iba. Después de 23 años se iba de San Miguel. A mi persona, no es que mucho me doliera.
( María Varona)
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