Capítulo 2
Un pequeño inquisidor
Obispo auxiliar de San Salvador (1967-1974)

Me caía mal. Era un ser insignificante, una sombra que pasaba pegada a las paredes. Desde que llegó a San Salvador, el padre Romero decidió irse a alojar al seminario San José de la Montaña, a saber por qué razón. Allí vivíamos una comunidad de jesuitas. Pero él nunca comía ni cenaba ni desayunaba con nosotros. Bajaba al comedor a otras horas para no encontrarnos. Era claro que nos esquivaba. Que llegaba a San Salvador cargado de prejuicios.

No lo veíamos en nada que fuera una actividad pastoral. No tenía parroquia, no iba a las reuniones del clero. Y cuando iba se escondía en una esquina y no abría la boca. Tenía miedo a confrontarse con unos curas bien activos, que se estaban radicalizando con todo lo que pasaba en el país, que no era poco. Y él prefería quedarse en su oficina, entre papeles. O caminando con su sotana negra, rezando el breviario por los pasillos.

Al poco de llegar él a San Salvador, la Semana de Pastoral fue un campanazo. Todo se aceleró más, se radicalizó más. Se pusieron en marcha planes, reuniones, comunidades, mil cosas. El quedó al margen de todo. Y después empezó a tomar partido, pero en sentido contrario. Se hablaba ya entonces de sus baches sicológicos y de que iba a México a reponerse y se comentaba también que tenía bastante relación con unos sacerdotes del Opus Dei que había aquí en San Salvador. Tenía su mundo, que no era el nuestro. Desde el comienzo entró con mala pata.

( Salvador Carranza)

Su maquinita de escribir sonaba a todo volumen. El padre Romero miraba el teclado, pero escribía bien ligero. Y veíamos la luz de su cuarto encendida hasta muy noche. Trabajador, lo era demasiado.

Cuando llegó a San Salvador ya era el tiempo en que se estaba preparando la reunión de los obispos latinoamericanos de Medellín, la que terremoteó a toda la Iglesia. Y a él, como secretario de la Conferencia Episcopal, le tocó preparar documentos, organizarlos para que se discutieran, sistematizarlos, recogerlos, enviarlos, estar al tanto de todo el lleva y trae de la preparación.

Su mentalidad era muy otra de lo que se estaba cocinando en América Latina, pero en cuanto a papeles y documentos él puso todo el esmero en hacer cabal su trabajo, al fin y al cabo era trabajo de Iglesia. Y en eso era nítido.

Soplando ya los aires de Medellín, muchos obispos empezaron a quitarse la sotana. Él, qué va a ser, seguía ensotanado. Un día, de vuelta de una de esas reuniones, nos dijo a los seminaristas, como con pena:

  —Vieran qué sufrí... ¡El último parche negro que había allí era yo!

( Miguel Ventura)

Por fin lo nombraron obispo. Nos dio el notición y enseguida empezamos a organizarle la fiesta. Yo por ser su más chero me metí a fondo a tramar aquello para que resultara por todo lo alto.

Había que regar el aviso por San Miguel, donde él era más conocido. Lo regamos. Había que alquilar un local, adornarlo, poner el sonido, hacer las invitaciones. Todo hicimos. No se nos puso dificultad que no nos las apeáramos.

  —¡Vienen cuarenta autobuses de San Miguel!

Cuando supimos, en carrera a buscar un local más amplio, campo abierto, para dar cabida a tanto gentío. Caímos donde los maristas.

  —¡Viene el Cardenal Casariego!

La más alta jerarquía de toda Centroamérica, pues. Y mientras más vuelo agarraba aquel volado, más personas encumbradas querían llegar.

Amaneció el gran día. En aquel fiestón se juntaron todos los obispos salvadoreños, el nuncio, el poco de curas, de monjas, de alumnos de colegios católicos, de gente de apellido. Y de autoridades el gran montón, alcaldes, militares. A última hora...

  —¡Viene el Presidente de la República!

Y con él vinieron también cuadrillas de policías para garantizar la seguridad de tanta gente importante.

Cuando cayó el telón, realizamos que nos había quedado una ceremonia inolvidable, fastuosa, pues. Hay una famosa foto de Monseñor Óscar Romero el 21 de junio de 1970, el domingo que el Arzobispo Chávez lo consagró su obispo auxiliar. En la cara se le mira patente la contentura. Y al lado se mira al padre Rutilio Grande, su amigo, que por la amistad le hizo de maestro de ceremonias aquel día.

( Salvador Barraza)

Dicen que no levantaba los ojos del suelo. Allí en el seminario vivían los jesuitas, que eran los profesores y dirigían aquello. Uno de ellos me contó que un día se encontró a Romero incrustado a una pared, todo achorcholado. Y al verlo así, tan afligido, le dijo:

  —Monseñor, ¿y qué le pasa?

El se quedó mudo, asustado.

  —Ah, Monseñor, ¡a usted lo que le pasa es falta de fe!

Este encuentro ocurrió muy poco después de que se conocieron las conclusiones de la reunión de Medellín, tan renovadoras, pues. Pero a él todo lo nuevo lo acobardaba. Le faltaba decisión para aceptar aquello y pronto empezó a oponerse, a frenar todo lo que fuera en esa línea. Por puro miedo.

( Ana María Godoy)

El periódico Orientación sacaba seis mil ejemplares semanales y había un plan para aumentarle la tirada y ampliar las ventas. Chávez le dio la dirección del periódico a Romero. En sus manos, Orientación cambió totalmente de orientación.

Yo era entonces párroco en San Francisco y un día llegaron allá unos muchachos que venían de su parte.

  —Nos manda Monseñor Romero a hacerle un reportaje de su parroquia.

  —Ah, está bueno. Díganme, ¿y qué quieren saber?

  —No, saber nada. El sólo nos pidió que tomáramos fotos de la iglesia, distintos ángulos, y también de la gente llegando a las misas.

  —¿Sólo eso?

  —Sí, bastaría con eso.

  —Pues díganle a Monseñor Romero que yo preferiría que ese reportaje tratara de las comunidades vivas que estamos formando aquí en la parroquia y no de los ladrillos muertos del templo.

Yo, algo enojado. Se fueron. Seguramente le comunicarían a Monseñor Romero mi opinión. Pero a él no le debe haber parecido, porque a los pocos días regresaron los mismos a tomar las mismas fotos que él mismo había decidido desde un comienzo. Los dejé, para qué discutir más.

  —Todos los Romeros somos zamarros -solía decir él.

Y es que cuando estaba convencido de una cosa era necio, terco terco. Como un tractor.

( Ricardo Urioste)

Él casi era nadie para nuestra comunidad. ¿Qué sabíamos en aquel entonces de aquel Monseñor Romero? Que era aliado de damas ricas y que andaba bendiciéndoles sus fiestas y sus mansiones. Pasaba el tiempo saliendo en las páginas sociales de los periódicos, hoy con unos burgueses y mañana con otros. En esas fotos se le miraba bien dichoso al lado de las fufurufas. Eso era inmundicia de reuniones, constantes.

También se sabía que tenía que hacer viajes a Guatemala para encuentros de obispos centroamericanos, y en las comunidades se escuchaba que con ese ir y venir estaba metido en el negocio de mercar rosarios y escapularios chapines para bendecirlos y venderlos después aquí. Y que como eran volados religiosos, conseguía entrarlos sin impuestos y ese permiso especial se lo concedían ahí nomás sus amigos del gobierno. A saber si era así, pero ése era el chisme y eso lo que se hablaba.

( Guillermina Díaz)

Empezaron los pleitos con él. Primero de todo, que el grupo de curas "rojos" agrupados en "la Nacional", que estábamos coordinados ya desde antes de Medellín, escribimos una carta pública protestando por su nombramiento de obispo. Lo denunciamos abiertamente como un conservador, que trataba de frenar el carro de las renovaciones en la Iglesia. Lo encaramos.

Cuando nombraron Cardenal de Guatemala a aquel nefasto señor que se llamó Mario Casariego, ya habíamos tenido un fuerte tope con él. Contra Casariego hicimos un documento de rechazo, con el listado de las corrupciones que le conocíamos bien, y lo publicamos en los periódicos. Y Monseñor Romero, como secretario de la Conferencia Episcopal, agarró aquel pleito y nos desautorizó y nos condenó en cartas que se puso a escribirle a todo mundo. Fue una guerra de cartas en las que él defendía a capa y espada a Casariego con la ecuación de que apadrinar a aquel lépero era salvaguardar a la Iglesia.

Romero ya me tenía bien ubicado y bien coloreado cuando me salió un viaje a Colombia a conocer Radio Sutatenza, una experiencia de educación que entonces sonaba muy progresista y que después descubrí como un rollo más conservador que la naftalina. Estaba yo de novato preparando mi viaje cuando me encontré un día a Monseñor Romero en el arzobispado.

  —Ah, qué bueno verlo, padre Sánchez, mire, aquí tiene, un regalo para su viaje.

Y me da un sobre. Lo tantée. Era dinero. Le di las gracias, me lo guardé y corrí a contárselo a mis amigos curas.

  —¿Y qué pretenderá este señor? ¿Querrá comprarte?

  —Cuando es grande la limosna, hasta el santo desconfía -sentenció uno, de novelero.

  —¡No exagerés, hombre, que ni yo soy santo ni tanta es la plata, pues!

Ya no recuerdo cuánto me dio, pero era suficiente para unos zapatos y un traje. Cura joven yo, cura pobre, en una parroquia donde se comía hambre, aquel pisto no me venía nada mal. Todos acordamos que se lo aceptara. Realmente, no lo creí muy sincero y no entendí aquel su gesto. Después ya le fui agarrando mejor la señal: era un guerrero ideológico, pero tenía buenas reglas.

( Rutilio Sánchez)

Un gringo, un tal padre “Peitón” se había inventado una Cruzada del Rosario en Familia y en San Salvador nombraron a Monseñor Romero para propagandizar esa tal Cruzada por las parroquias.

Cuando nos llegó a la comunidad de base de la Santa Lucía una carta de él anunciando este plan, lo discutimos, lo analizamos y lo decidimos:

  —¡No le vamos a parar bola!

Bastantes proyectos pastorales teníamos ya y todos bien trabaditos para ahora meternos en otro. Y además, no nos convencía tanto rezo del rosario.

Un domingo llegó en persona Monseñor Romero a presentarnos su Cruzada. Nosotros le fuimos dando nuestras razones.

  —Fíjese, Monseñor, que ya con el trabajo que tenemos nos sentimos topados.

  —Y el que mucho abarca poco aprieta.

  —Y más vale un pájaro en mano que ciento volando.

Así, así. Él sólo escuchándonos, pero en la cara se le miraba el asombro por ver a la base alegándole a él, que era el obispo.

  —Tampoco nos gusta un asunto fabricado en el extranjero, que ni lo conocemos.

  —¿Mejor no fuera que ustedes los obispos impulsaran los planes de trabajo de nuestras comunidades de base?

Cuantimás necios nosotros, Monseñor Romero más incómodo, pero no por eso dejamos de argumentarle. Hubo uno más atrevidito.

  —¡No queremos planes fuera de la realidad salvadoreña! Este año es el padre "Peitón", el otro será el padre "Pleitón". ¿Y también lo van a traer?

Fueron risadas. Pero Monseñor se enojó bastante. Aunque por cuenta nos vio tan firmes que no nos impuso nada. Se fue. Después nos contaron que llegó al seminario bien bravo y nos malinformó con las monjas de allí.

  —¡Cristianos de base! ¡Los de la Santa Lucía no son más que unos grandes malcriados!

( Teresa Núñez)

Nos encomendaron una tarea que tenía lo suyo. En diciembre del 71, el arzobispo Chávez nos pidió a Néstor Jaén y a mí que dirigiéramos unos ejercicios espirituales al clero de San Salvador. Y ahí llegaron todos los curas mezclados, chinche y talepate, los de todas las tendencias, aunque la mayoría en San Salvador eran progresistas.

Una noche estábamos discutiendo en un alegato bastante caliente el tema de la fe y la política y el papel del sacerdote en todo esto. Un asunto profundamente polémico en aquellos tiempos.

De repente vimos entrar a un sacerdote ensotanado, que se movía como reptando y que se quedó allá, en la última fila, perdido. No abrió la boca.

  —¿Quién es ése? -le cuchichée yo a Néstor.

  —Es el nuevo obispo auxiliar, Óscar Romero.

Cuando terminamos el debate, me dice Néstor:

  —Quién sabe cómo va a reaccionar Romero después de escuchar todo lo que dijimos.

Adivinó. Dos semanas después salió en Orientación un artículo firmado por él diciendo que dos jesuítas -daba nuestros nombres- habían dirigido unos ejercicios espirituales que de espirituales no tenían un pelo, que eran pura sociología ¡y sociología marxistoide! Y por ahí seguía el hombre.

Yo me indigné y le escribí una carta muy fogosa y bastante atacante, en la que le decía que con acusaciones de esa clase estaba poniendo en peligro la vida de la gente y que Medellín nos exigía cambios. Y por ahí seguía yo.

  —A ver si tiene la honestidad de publicarla también en Orientación, ¡pero no será capaz!

No adiviné. La publicó. Y entera. Agarro yo ese día el semanario y me pongo a releerla, gozando con mi propia beligerancia, que había logrado doblegar al obispo. Pero al final... ¡veo que el hombre vuelve a la carga! Romero había escrito una apostilla de cierre: aunque me daba voz, él se mantenía en su juicio y afirmaba que podía dar pruebas de nuestro marxismo. A necio no le ganaba nadie.

( Juan Hernández Pico)

Dicen que dicen... que llegó un campesino de un lejanísimo cantón a confersarse a la iglesia de Suchitoto.

  —Me acuso, padre, de que he pecado contra el amor.

Y como los pecados más acostumbrados son los de ir con mujeres...

  —Contame qué te pasó con la señora, cómo fue.

  —No, padre, es que yo todavía no estoy organizado. En pecado estoy por eso contra los demás. No los amo, pues.

Las cosas estaban cambiando en El Salvador. También cambiaba la Iglesia. Aunque no todos.

El fraude electoral de 1972 fue clamoroso. Y marcó un cambio definitivo en la vida política de nuestro país. Porque aquel año, frente al PCN, el eterno partido de los militares, se presentó la UNO, una alianza nueva, con los demócratacristianos del PDC, los socialdemócratas del MNR y los comunistas de la UDN. Esta UNO le planteó una situación nueva a la oligarquía y a los militares. La gente agarró la señal y votó masivamente por esta coalición para que cambiaran las cosas. Pero todo fue en vano. Los verdaderos ganadores de las elecciones, Napoleón Duarte y Guillermo Ungo, protestaron ante todas las instituciones, pero como siempre, al final "ganaron" los militares. Un fraude burdo, feo. Gobernaría el Coronel Molina.

El 25 de marzo hubo un levantamiento popular de protesta en San Salvador. Fue el pretexto para decretar estado de sitio, toque de queda y ley marcial en todo el país. Empezó la cacería de opositores, una represión encachimbada.

Yo estaba terminando teología y fui a celebrar la semana santa a El Carmen, un poblado de San Miguel. El jueves santo llegó el ejército por esos lados y capturó en la noche a media docena de campesinos que después no aparecían por ningún lado. El sábado santo, después de haberlos torturado y matado, vinieron a volar los cadáveres a la entrada del pueblo. Yo me sentí morir de angustia y de impotencia. El lunes fui donde el obispo de San Miguel, Eduardo Álvarez, que también era coronel del ejército, muy ligado a los militares desde hacía años.

  —¿Y qué quiere que hago yo? -me dijo cuando le conté de la matancina.

  —Que vaya a El Carmen a consolar a esa gente, lo necesitan.

  —¡Lo necesitan! ¡Esa gente se lo buscó, ahora que aguanten!

Fue su única respuesta. Me sentí todavía más impotente y con una indignación que me atorozonaba. Como conocía de tantos años a Monseñor Romero, me fui a San Salvador y llegué donde él.

Se lo conté todo, miré que estaba conmovido y que le golpeaba la respuesta del obispo Álvarez.

  —¿Va a ir a El Carmen? -me atreví a pedirle.

  —Pues, no, no lo creo prudente.

  —Pero, Monseñor...

  —Lo que vas a hacer vos es ir donde el nuncio. Contale a él, contale, conviene que él esté informado.

El nuncio era muy amigo del recién electo Presidente Molina.

( Miguel Ventura)

El coronel Molina entró de presidente de la República el primero de julio del 72. El 19 mandó a allanar la Universidad Nacional. Mucha violencia, destrozos, gente culateada, presas cayeron como ochocientas personas. De ahí la Universidad quedó cerrada durante todo un año. La cosa se puso caliente en San Salvador.

Pero, ¡a la púchica! La Conferencia Episcopal publica ahí nomás un campo pagado en los periódicos, escrito y firmado por Monseñor Romero como secretario, defendiendo la ocupación de la universidad con una versión calcada de la del gobierno: que allí había un nido de subversión y era oportuno tomar medidas.

Nosotros tomamos las nuestras: decidimos invitar a Romero a celebrar una misa en la colonia Zacamil, con la comunidad de base. Cuando ya nos había aceptado -nunca decía que no a una misa-, le descubrimos el tamal.

  —Lo esperamos, pues, y para que sepa: en esa misa queremos reflexionar juntos sobre lo de la universidad. Cambió de color, pero no se retractó.

El día elegido lo esperaban como trescientas gentes de la comunidad, aquel galerón estaba repleto.

Empezó la misa. Monseñor Romero estaba sentado en un sillón a la par del altar donde yo celebraba. Cuando llegó la hora de la homilía, me voltée hacia él.

  —Monseñor, usted ya sabe a lo que ha venido. Nosotros somos Iglesia y también tenemos derecho a hablar. Y lo primero que queremos decirle es que no estamos de acuerdo con lo que usted escribió.

  —Pues yo como obispo quiero decirles que no estoy de acuerdo con la parcialización que hacen ustedes de la fe, herejía que está siendo denunciada por los pastores de otros países.

Él venía con un maletín lleno de textos de no sé qué obispos conservadores de América del Sur.

  —¡Nosotros hemos traído la Biblia y los documentos del Vaticano II y Medellín! -le alegaron los de la comunidad.

Nos leyó entonces unos párrafos de la carta de un obispo chileno bien anticomunista.

  —¡¿Y usted qué piensa que vale más -le refutó un muchacho-, la carta de ese hombre que ni lo conocemos o los documentos de todos los obispos latinoamericanos?!

  —¿Es que usted no firmó el documento sobre la justicia, que pinta cabal la realidad de El Salvador? -le gritó otro.

Monseñor Romero siguió dando vueltas a los papeles de su maletín. Y la discusión siguió cada vez más caliente.

  —¿Y qué le parece a usted de esas cien familias que los cuilios desalojaron de los predios de la universidad cuando la ocupación?

  —¡Buenos talegazos nos pegaron los guardias, señor obispo! -le gritó un anciano, uno de los desalojados, que por allí andaba con su nieto.

Habían llegado a la misa varios de estos golpeados.

  —¡Nos desalojaron y ahora no tenemos ni dónde vivir!

Monseñor Romero no se inmutó.

  —Nosotros los obispos tenemos pruebas de que en la universidad había armas -nos dijo.

Nos lo repitió así varias veces, como un disco rayado. Me acuerdo de Memo Cañas, que ya era profesor de la universidad. Se echó a llorar y le dijo en su cara:

  —Monseñor, es una lástima para la Iglesia Católica que haya obispos como usted.

Más duro fue el padre Rogelio Ponseele. Pesaba más de 200 libras y aún me acuerdo que seguía el debate medio colgado del alambre donde tendíamos la ropa. Rojo estaba de la furia.

  —¿Y usted nos viene a hablar de la opción por los pobres? -le gritó Rogelio- ¿Qué cree usted, que somos mensos y no vemos todos los días las fotos sinvergüenzas de ustedes y del nuncio tomando champán con los ricos?

Pero nadie sacaba a Romero del mismo punto.

  —Tenemos pruebas de lo que pasaba ahí en la universidad.

  —Monseñor, ¿pero cómo va a creer más al gobierno que a su gente, que a nosotros, que somos su Iglesia? -le insistían los muchachos.

  —¿Cómo va a creer a este gobierno que nació de un fraude?

  —¿Fraude? ¿Qué juicios políticos son ésos? Ya me doy cuenta -dijo bastante enojado- que aquí no se hace trabajo pastoral sino político. ¡Y que no me llamaron a una misa, sino a un mitín subversivo!

Para entonces, yo había perdido los estribos.

  —Mire, Monseñor, en este ambiente de desconfianza, aunque usted y nosotros somos Iglesia, no tenemos condiciones para celebrar la misa. ¡Así que se acabó! ¡No hay misa!

Me quité el alba y la estola y los volé sobre el altar. El me miró asombrado.

  —¡Aquí no se puede celebrar nada! ¡Nada!

Todo mundo era un murmulleo. Vino un señor, medio diplomático, corriendo hacia mí.

  —Padre, al menos recemos un padrenuestro...

  —¡Qué padrenuestro! -yo estaba encachimbado-. ¿Qué vamos a estar haciéndonos los fariseos? ¡Aquí no hay condiciones ni para rezar juntos! ¡Se acabó!

Él se fue. Nadie lo acompañó ni le hizo caso. La gente quedó brava primero, apenada después, totalmente confundida durante mucho tiempo.

En ninguna comunidad de San Salvador se dio un encontronazo tan pesadito con Monseñor Romero como éste que tuvimos en la Zacamil.

( Pedro Declerc / Noemí Ortiz)

—¿El seminario? Eso es un entra y sale de mujeres, ahí sólo son noches de orgía. ¡Y los que no andan con mujeres, ya sabemos con quiénes andan!

Eso decía el obispo Aparicio.

-La guerrilla sale del seminario, de ahí salen las bombas, los secuestros. Los jesuitas sólo son comunismo. ¡Ahí está la cantera de la subversión!

Eso decía el obispo Álvarez.

Sexo y violencia: por ahí iba el chambre, la acusación, la obsesión. Desde comienzos de 1972 le empezaron a llegar al padre Amando López, que era el rector del seminario, notas de aviso, mensajes y cartas con quejas de este calibre. La realidad era que el ambiente del seminario, donde seguíamos las enseñanzas de Medellín, empezó a levantar incomodidad y sospechas entre algunos obispos salvadoreños.

Monseñor Romero, como secretario de la Conferencia Episcopal, escribía y enviaba estas comunicaciones y así se convirtió en el vocero de estos dos obispos calumniadores. En nombre de ellos empezó a exigir la expulsión de ciertos seminaristas...

  —Si no, nos reservamos el derecho de adoptar otras medidas...

Ya estaba en ebullición la caldera desde hacía unos meses cuando llegó el Día del Papa. Los seminaristas se negaron a participar en la liturgia de la fiesta si no se cambiaban algunas cosas en el rito tradicional que se hacía todos los años. Alegaban que el nuncio protagonizaba el acto no como pastor de la Iglesia sino como político y que a Catedral llegaba el gobierno en pleno, ¡y por demás un gobierno fraudulento!

Fue el fin del mundo. Monseñor Romero dejó de ser vocero y pasó a protagonizar. Hizo de aquel problema cuestión personal. Le habían tocado al Papa y al nuncio y habían irrespetado a la jerarquía de la Iglesia, ¡qué más!. Empezó a apoyar activamente la expulsión de los jesuitas del seminario: éramos los calientacabezas de los seminaristas y debíamos ser corridos.

Los seminaristas se alzaron, eran casi cien. Se negaban a seguir estudiando si nos íbamos los profesores jesuitas.

Pero nos tuvimos que ir. Con la venia de cinco de los siete obispos del El Salvador y con la venia de Roma, fuimos expulsados de la dirección del seminario después de cincuenta años con esa responsabilidad.

Monseñor Romero quedó al frente del seminario. Estaba satisfecho: había vencido la ortodoxia.

( Juan Hernández Pico)

Quería guerra con nosotros. Después de expulsarnos del seminario, nos acusó de indoctrinar marxismo a los estudiantes del Externado San José, nuestro colegio en San Salvador. Nos echó una acusación durísima, la sacó primero en Orientación y después la llevó al Diario Latino. Para qué querían más La Prensa Gráfica y El Diario de Hoy. Monseñor Romero salía con que nuestras prédicas marxistas ponían a los hijos contra los padres, decía que úsabamos "panfletos de origen rojo" en las clases de religión. Barbaridades. Armó toda una campaña.

Nosotros le respondimos en desplegados también en los periódicos y él siguió acusándonos. El conflicto llegó hasta el Presidente de la República y al final era nada menos que el Fiscal General del país el que debía determinar si salíamos o no del colegio. Fue un escándalo nacional. Y todo provocado por aquel hombre.

Yo era entonces provincial de los jesuitas y me fui a hablar directamente con Monseñor Romero.

  —Mire -le dije bastante bravo-, usted nos está acusando de cosas muy serias y yo quiero que me diga en qué se basa usted, porque la autoridad que yo reconozco, ¡la única que yo reconozco!, el arzobispo Chávez, está al tanto de todo lo que se enseña en nuestro colegio y no hemos dado ni un solo paso sin su aprobación...

Ni me miraba. Descubrí que aunque daba batallas encendidas, era un tímido.

  —¡Quiero saber en qué se basa usted!

Seguía con los ojos bajos. Respondió escueto:

  —Yo tengo fuentes fidedignas de información.

  —¿Qué fuentes fidedignas va a tener? En el caso del colegio las únicas fuentes soy yo mismo, provincial de la Compañía de Jesús, y el arzobispo de San Salvador, del que usted es un simple auxiliar. ¿Qué otra fuente puede tener usted para armar semejante alboroto, dígame?

No levantó los ojos.

  —Yo tengo fuentes fidedignas de información -no cambiaba ni palabra ni tono.

  —¡Pero yo ya le he dicho cuáles son y cuáles deben ser las únicas fuentes fidedignas! ¿Qué fuentes son las suyas?

  —Yo tengo fuentes fidedignas.

Me sacó completamente de quicio aquel hombre. No me dio un solo argumento, una sola razón, no dialogó, no preguntó, no quiso informarse.

( Francisco Estrada)

Había unas señoras oligarcas que se movieron mucho para que botaran a los jesuitas del Externado. Detrás de todo aquel bonche estaban ellas y más atrás, unos jesuitas viejos que las jincaban. Los padres de familia estábamos divididos, pero éramos un buen puño los que apoyábamos la línea que estaban dando al colegio los jesuítas renovadores. Alentándonos estaba el padre Ellacuría.

  —Muévanse también ustedes -nos dijo.

Nos distribuimos. A Beatriz Macías y a mí nos tocó ir a visitar a Monseñor Romero. Yo no lo conocía de nada.

  —Vea, Monseñor, la Iglesia pisó el acelerador con el Concilio y con Medellín y nosotros queremos que nuestros hijos se eduquen ya con esa onda.

  —¡Que conozcan la realidad salvadoreña, que la cambien!

Hablamos y hablamos. Nos escuchó todo, no nos contradijo en nada, no fue grosero con nosotras, otros obispos sí lo fueron. Pero salimos apesaradas, como si nos echaran un balde de agua fría. Porque él no entendió nada y en Orientación siguieron saliendo artículos furibundos, no sólo ya contra los jesuitas sino contra los padres y madres que estábamos siendo manejados por ellos. Al final, no ganó él esa batalla, pero ni lo reconoció ni esto le hizo rectificar. Me pareció un hombre que vivía en las nubes, fuera de la realidad, ¡por los aguacates!

( Carmen Álvarez)

Era bastante huidizo. En el seminario, donde vivió toda aquella etapa, yo le conocía tres lugares donde se escondía para trabajar o para que no pudieran encontrarlo. Más de una vez me tocó andar buscándolo. Romero era un temperamento solitario.

A mí me miraba con reservas, me consideraba demasiado liberal. Cuando se estaba preparando el Sínodo de Obispos en Roma, en 1974, tuvimos un choque.

Fue en una reunión de la Conferencia Episcopal en la que participábamos todos. Ese día llegó planteando tres renuncias.

  —Primero que nada, renuncio a seguir dirigiendo el semanario Orientación. En segundo lugar, renuncio a hacer la redacción de la carta pastoral sobre la familia que se me encomendó.

La tercera renuncia tenía que ver conmigo. Hacía un tiempo, Monseñor Romero había sido elegido por nosotros en la Conferencia para ir al Sínodo en Roma representando a la Iglesia salvadoreña y yo había sido elegido como su sustituto.

  —En tercer lugar, renuncio a ese viaje, pero sugiero que volvamos a hacer la elección y que quede siempre Monseñor Rivera como suplente del que resulte electo.

Era claro que lo hacía porque no estaba de acuerdo en que yo, tan avanzado a juicio de él, representara a El Salvador en el Sínodo, no se fiaba de mí. Ah, ¡pero yo no le acepté! Hice todo un alegato jurídico contra su planteamiento. Y pude hacerlo bien convincente porque las leyes son mi especialidad.

  —Yo tengo el derecho de expectativa -insistí- y el acto de elección en el que resultamos elegidos, tanto usted como yo, fue un acto jurídico que hizo nacer derechos y deberes y que no puede ser revocado ni unilateral ni arbitrariamente.

Nos enzarzamos en una discusión que fue muy acalorada, él no quería ceder.

  —¡La Conferencia -alegaba- tiene autoridad para revocar esa elección!

  —¡La Conferencia no tiene ninguna autoridad!

Unos obispos tomaron partido por él y otros por mí. Al final prevaleció mi punto de vista. Yo iría a Roma.

A él se le aceptaron dos renuncias: no haría el viaje y no escribiría la carta pastoral, pero debía seguir al frente de Orientación. Para mí, Monseñor Romero estaba atravesando en aquel tiempo por una depresión anímica, lo miré muy agotado.

En los cuatro años en que él y yo fuimos auxiliares de Monseñor Chávez, ésta fue nuestra única discusión, a pesar de todos los peros que él sentía ante mí y que no disimulaba. La primera y la única. Y la recuerdo sólo para hacer ver que él tenía entonces una visión muy crítica de este servidor.

( Arturo Rivera y Damas)

—Los hermanos Alas están organizando un golpe de estado contra el Presidente Molina. ¡Preparan un levantamiento de campesinos!

Unos terratenientes nos demandaron a mi hermano Higinio y a mí con esta acusación. A tiempo logramos escondernos los dos. En "ausencia de los reos", el juez que llevaba el caso solicitó al propio Presidente Molina que se presentara a declarar, ya que si iba a haber golpe, él resultaría el golpeado.

  —Si usted declara contra los padres Alas -le aconsejaron a Molina- va a tener problemas con la Iglesia. Y si no declara contra ellos, el problema va a ser con los militares, que le tienen hambre a esos dos curas. Mejor no se presente.

Molina siguió el consejo y el caso se enfrió. Entonces, decidimos salir de nuestros escondites y regresar a la parroquia de Suchitoto a seguir trabajando. El arzobispo Chávez dispuso que Monseñor Romero hiciera conmigo el viaje de regreso.

  —Romero evita participar en estas cosas -me dijo Chávez-, pero es necesario que se comprometa un poquito, que algo siquiera haga, que salga de esa su oficina.

Chávez se me quejaba a menudo de que Monseñor Romero para nada le servía en situaciones así, delicadas, a pesar de que era su obispo auxiliar.

Hicimos, pues, viaje a Suchitoto. Todo bien, hasta que dejamos San Martín. Allí nos paró la Policía Nacional en un retén para pedirnos los papeles. Yo enseñé los míos y Monseñor Romero los suyos.

  —Yo soy el obispo auxiliar de San Salvador -les dijo.

Pero qué, no le hicieron caso.

  —¡Bájense! Tenemos orden de registrar este carro y de llevarlos a los dos a Cojutepeque, sabemos que ustedes son dos renombrados comunistas.

Aquello sí que no lo esperaba, ni yo ni él. Nos bajamos. Monseñor Romero afligido, no estaba acostumbrado a estos volados.

  —¡Abra la maleta! -me conminó el policía.

Yo llevaba unos calcetines, unos libros y al fondo, una pistola calibre 22, de las más sencillas.

  —¿Y esto...?

  —Esto es una pistola que yo uso en la escuela de agricultura que tenemos en Suchitoto.

  —¿Y se puede saber para qué la usa usted?

  —¿Para qué? Vea, allí tenemos ganado y a cada rato las vacas están pariendo y los zopes y los perros llegan a querer comérseles la placenta y si uno se descuida, hasta atacan al ternero recién nacido.

El cuilio me miraba de arriba a abajo y yo hilándole mi historia. Como en El Salvador a los perros y a los policías les llamamos "chuchos", yo por fregarlo le hice la gran discurseada.

  —Vaya, si un chucho se cruza y quiere atacar lo que es mío, no tengo de otra que dispararle y llegado el caso, ¡mato al chucho! ¡Ya sabe usted qué molestan esos chuchos babosos!

El policía se fue encachimbando. Monseñor Romero no había escuchado mi alegato, se había apartado y tal vez del miedo ni puso atención. Entonces, ahí nomás, el cuilio va donde él y le pone la pistola delante.

  —¿Y esta pistola...?

  —¡Esa es mía! -dijo él en un arranque de valor o de qué sé yo- ¡Esa es mía! Ya le dije, nosotros la usamos para matar chuchos.

Monseñor se me quedó viendo, agüevado. Yo tragándome la risa, él tragando seco.

  —¡Ustedes son un par de subversivos insolentes! ¡Y los dos van presos para Cojutepeque!

El policía nos desvió el carro hacia allá. Monseñor Romero iba pálido, hecho paste, pero bravo.

  —Yo soy el obispo auxiliar de San Salvador, Óscar Romero

  —le dice al oficial nomás llegar al cuartel.

  —Y yo soy el jefe de policía de Cojutepeque y tengo orden de captura contra ustedes dos.

Romero miró a la mesa fijamente.

  —¡Présteme usted ese teléfono!

  —¿Y para qué se le antoja? -bien groserito el hombre.

  —Para hacer una llamada.

  —¿Y a quién quiere usted llamar?

  —Al Presidente Molina.

  —¡Apunta usted muy alto, ah!

Monseñor Romero, muy enojado, sacó una su libretita de teléfonos que andaba en el bolsillo de la sotana. Se la mostró al policía.

  —Si quiere márquelo usted, es el número directo del Presidente de la República.

El policía miró y puso ojos de chacalele.

  —Marque usted el número, pues.

Le clavó los ojos a Romero y volvió a mirar de reojo la libretita. ¡El teléfono personal del Presidente!

  —Váyase. ¡Váyanse los dos! ¡Con pistola y todo!

Cuando enfilamos para Suchitoto, Romero no comentó nada. ¿La huella que le dejó aquel su primer tope con los chuchos? A saber. El volvió a su oficina, siguió pastoreando papeles.

( Inocencio Alas)

“Lo que sí lamentamos, más con comprensivo silencio de tolerancia y paciencia que con una actitud de resentimiento polémico, ha sido la conducta manifiestamente materialista, violenta y descontrolada de quienes han querido valerse de la religión para destruir las bases mismas espirituales de la religión. En nombre de la fe han querido luchar contra la fe los que han perdido la fe. Y esto es muy triste, verdaderamente triste. Por nuestra parte, hemos preferido apegarnos a lo seguro, adherirnos con temor y con temblor a la roca de Pedro, ampararnos a la sombra del magisterio eclesiástico, poner el oído junto a los labios del Papa, en vez de irnos por ahí como acróbatas audaces y temerarios por las especulaciones de pensadores atrevidos y de movimientos sociales de dudosa inspiración..."

( Del último editorial escrito por Monseñor Romero en el semanario “Orientación” al dejar la dirección de esta publicación y ser nombrado obispo de la diócesis de Santiago de María el 15 de octubre de 1974. Citado por Jesús Delgado en su biografía de Óscar Romero. UCA-Editores, 1990).