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¿La tierra? inmensamente rica. Planicies, planicies. Yo vi con mi par de ojos cómo se descuajaban los bosques y los palos con sus ramazones tan galanas para sembrar todo aquello de algodón. Algodón por todos los lados. Más al norte puro café, más al sur puro algodón. Cortadores somos, cortando café, guindo bajo, guindo arriba, cortando algodón, surco abajo, surco arriba. La mayoría de nosotros no nacimos en estas tierras, aquí llegamos de todos rumbos a sólo trabajar. Una caminadera de gente buscando trabajo de campamento en campamento. Hombres y niños ambulantes. Y nosotras las mujeres, íngrimas nos veíamos. Y esos grandes finqueros, que ni aquí viven y que fueron botando a todo mundo a lo largo de los caminos, por la fuerza.
Vivíamos como podíamos. Y casi no podíamos. El cuerpo y el alma era para las cortas. Después morirse.
( Patrocinio Fernández)
Lo primero que hizo al llegar a aquellas tierras de café y de algodón, nuevo obispo de Santiago de María, a finales de 1974, fue reunirnos a todos los curas de la diócesis en la finca de un gran cafetalero de allá, muy rico. Después del almuerzo, también muy rico, el cafetalero -se le miraba muy amigo de Monseñor Romero- se retiró discretamente.
—Supongo que ustedes querrán hablar con su futuro o su ya obispo... Les dejo con él, pues.
Para las quinientas mil almas de aquella diócesis éramos sólo veinte curas. Los únicos religiosos, nosotros los pasionistas, Pedro, Zacarías y yo, responsables de la parroquia de Jiquilisco y del centro de promoción campesina Los Naranjos. Monseñor Romero nos hizo esa tarde una sola pregunta:
—¿Qué esperan ustedes del obispo?
—Pues yo lo que espero -arrancó un cura- es saber en cuánto va a fijar usted el estipendio por los bautizos y en cuánto el que vamos a cobrar por los matrimonios.
El cura se empiló haciendo cuentas y Monseñor Romero anotó algo.
—Yo espero -le dijo otro- que no nos esté llamando usted seguido para tanta reunión.
—Y que si nos llama a reuniones no sean tan largas.
El obispo poco decía, se les quedaba viendo. Otro esperaba un permiso para no sé qué y otro una dispensa para qué sé yo. Al final sólo faltábamos por hablar los pasionistas. Pedro me dio un codazo.
—¡Dí algo, hombre!
Romero sabía perfectamente quién era yo y en qué trabajábamos.
—Pues nosotros, Monseñor, lo que esperamos es que usted nos deje equivocarnos.
—¿Cómo así...? -me miró extrañado.
—También esperamos que si nos equivocamos, usted nos dé razones y no órdenes.
Me clavó los ojos, más extrañado.
—Somos misioneros, Monseñor, y en trabajos como éste, ya usted sabe: uno siempre está inventando y mete las de andar hoy y las saca mañana. Por algo dicen que sólo quiebra huevos el que hace tortas, ¿no le parece?
Me miró completamente silente. Por su cara, me pareció molesto, así que no insistí más.
De regreso a Los Naranjos, le dije a Pedro:
—Problemas vamos a tener y ya verás qué pronto.
( Juan Macho)
A los campesinos yo les daba canto y un poco de historia de El Salvador. Pero mis clases se llamaban “de realidad nacional”. Por aquel centro de promoción Los Naranjos pasaron miles de campesinos, que aprendieron miles de cosas nuevas para ellos: cooperativismo, celebración de la Palabra de Dios, primeros auxilios. Tal vez la mía era la clase más de avanzada, el chile más picante. Nos llegaban campesinos de Morazán, de San Francisco Gotera, de Cabañas, de Tecoluca. Luego regresaban a todos estos lados con los ojos bien abiertos. Y todavía hoy me encuentro gente:
—¡Vos, vos sos el culpable!
—¿De qué, hombre?
—De que yo me haya metido en esta vaina, ¡allá me convenciste!
Cierto. Cuánta gente no se convenció y se organizó y se la jugó después de hacer aquellos cursillos en Los Naranjos.
( David Rodríguez)
Reconocido dirigente cristiano de la cayetana era el viejito Tomás. Ya no tenía dientes y andaba de alumno en un curso de Los Naranjos. Un día, platicando con un compa nicaragüense, que le comentaba de la lucha armada de los sandinistas enmontañados, don Tomás se animó a hablar:
—¡Quite diay!, que nosotros por aquí también tenemos ya fierros para defendernos. Meramente como ustedes, ya estamos aprendidos “de eso”.
Era la primera vez que yo escuchaba que había guerrilla en El Salvador. Y se me abrieron los ojos.
( Antonio Cardenal)
—Llegará un tiempo en El Salvador en que a los curas nos van a botar del país. Seremos culateados, matados, nos harán chingaste, y al final estallará una guerra. Y ustedes serán los responsables de la fe de sus comunidades. Prepárense cabalmente para esa hora y entiendan que ustedes sufrirán también ingratitudes.
Eso escuché yo como profecía a un cura que nos dio un cursillo de realidad nacional en El Castaño, mucho antes de que empezaran las grandes masacres. Y me entró una helazón.
( Alejandro Ortiz)
—¡¿Realidad nacional?! ¡eso es puro comunismo, Monseñor!
La monja aquella fue a calentarle las orejas a Monseñor Romero hasta que le picaran.
Ella era la dueña, pues, se sentía con derecho. El Centro Los Naranjos funcionaba en un caserón que había sido colegio de monjas y era propiedad de una religiosa de Santiago, pariente de grandes cafetaleros. Un día, la monja se estuvo quedita en el pasillo escuchando mi clase sin que ni yo ni mis alumnos campesinos nos percatáramos. Escuchó todo lo que quiso y salió de allí volada donde Monseñor Romero.
—Les hablan de ricos y de pobres y le meten el odio contra el rico. ¡Los alebrestan! Y es toda gente ignorante ¡y a saber qué bayuncadas van a decir después en sus cantones cuando salgan de esos cursos!
A los pocos días fue Monseñor Romero quien se presentó a ese mismo pasillo a espiarme. Yo estaba en mi clase de realidad nacional. Explicando la historia de las tierras comunales, la plaga del latifundio, la necesidad de una reforma agraria. Al final, como siempre, leímos la Biblia buscando palabras que iluminaran aquella realidad. Empleábamos la Biblia latinoamericana, tan famosa, tan cabal que la entendían los campesinos. Cuando estaba en eso, vi entrar a Monseñor Romero, todo ensotanado. Tragué en seco. No dijo nada, se sentó atrás. Yo seguí con mi clase. El, silencio. Al final, mandó reunir a los curas del equipo de Los Naranjos.
—¿Por qué tienen ustedes esas clases “de realidad nacional”? Explíquenme qué es lo que buscan con eso.
—Pero no es sólo esa materia, Monseñor, hay también primeros auxilios, los alfabetizamos. La idea es que los campesinos se desarrollen de forma integral y vayan entendiendo que la Iglesia es madre no sólo de los ricos sino de ellos, los campesinos.
Hizo otras preguntas investigándonos más, pero de su boca no salió un solo comentario, nomás escuchó.
A los pocos días mandó llamar al padre Juan Macho, el director del Centro.
—No, esas clases no me parecen una herejía, pero sí una imprudencia. Y por dos razones.
—¿Me las dice?
—La primera es que las clases las reciben campesinos y no sabemos qué manejo harán de todo eso cuando vuelvan a sus cantones, porque perdemos el control de ellos.
—¿Y la segunda?
—Que quien da esas clases, el padre David, no es de mi diócesis sino de San Vicente, y el obispo de allá, Monseñor Aparicio, me dice que está muy preocupado por este Centro y por estas clases...
¡Monseñor Aparicio! El era el que nos tenía preocupados a nostros.
—¡La reforma agraria es imposible en este país! -decía Aparicio. Porque si quitamos carreteras y lagos, quedan no sé qué poquitos kilómetros y divididos entre todos los salvadoreños, ¡no nos toca más de un metro cuadrado!
Mire la ignorancia de aquel hombre. Porque lo decía completamente en serio. Presionaba mucho a Monseñor Romero para que me sacara a mí del Centro. A saber si fue por la necedad de Aparicio o por qué razón, pero desde primeros de agosto del año 1975, Monseñor Romero mandó a cerrar Los Naranjos.
( David Rodríguez)
Sotana negra, fajín morado y una gran cruzota al pecho. Así llegó a una reunión de pastoral juvenil que organizamos en Santiago de María. Nunca había visto yo tan de cerca a un obispo y nomás entrar él se me fue el alma al fundillo y perdí las ganas de hablar. Se sentó y se puso a escucharnos. Nosotros estábamos discutiendo de la realidad de los jóvenes y ahí salían ya problemas de droga, del desempleo, de la organización popular, que estaba subiendo por todos lados. Al final, alguien le pidió unas palabras y él se echó todo un discurso sobre el amor a la Virgen.
—¡Puta, ¿y esto qué tiene que ver con lo que hablamos? -le murmuré al de al lado mío.
—Dejalo, así es el obispo Romero. Bastante hizo con prestarnos esta finca para que nos reuniéramos.
( Guillermo Cuéllar)
El Salvador, 21 junio 1975.- Seis personas de una misma familia, de apellido Astorga, aparecieron hoy ultimados en el cantón Tres Calles del oriental Departamento de Usulután. Según la versión oficial, los campesinos muertos pertenecían a una organización político-militar clandestina y murieron al abrir fuego contra una patrulla de la guardia nacional. Otras versiones afirman que los campesinos, todos catequistas formados en el Centro Los Naranjos, fueron sacados en la noche de sus ranchos con lujo de violencia, mientras los guardias realizaban un cateo en el cantón. Los cadáveres de los seis capturados aparecieron después con claras señales de tortura.
Hace siete meses un hecho similar tuvo lugar en el caserío La Cayetana, del Departamento de San Vicente. En aquella ocasión, trece campesinos desaparecieron y siete resultaron muertos, siendo también las víctimas catequistas que fueron preparados en los cursillos promocionales de Los Naranjos. Fuentes vinculadas a grupos populares relacionaron ambas matanzas y aseguran que son la respuesta del gobierno al incremento de la organización campesina.
Venía amaneciendo cuando vi llegar a Monseñor Romero. Ya sabía.
—¡Padre, vamos a Tres Calles!
Pero ya no los vimos a los muertos. Cuando llegamos al cantón los habían enterrado, y sólo nos contaban cómo los encontraron destrozados, torturados, sin casi reconocerlos. Lloraba la mama, las esposas, los niños chiquitos. Entramos en los ranchos, las tablas hedían a sangre. Con los años ya nos fuimos haciendo a estas crueldades, pero para entonces aún estábamos nuevos.
Pasamos casi tres horas allí, pero ni palabras salían.
—Hombres tan cabales... Mire qué tuerce.
Monseñor Romero no hablaba, todo lo escuchó, lo observó todo. Cuando bajábamos del cantón y ya nos íbamos, vimos de largo a un grupo de campesinos. Nos acercamos. El cadáver de uno de los matados, uno que no aparecía por ningún lado, lo habían encontrado finalmente, botado allí, en un cauce seco que lindaba con la carretera. Era un cipote, estaba en el fondo, boca arriba, se le miraban los agujeros de balas, los golpones, la sangre seca. Los ojos abiertos, sin entender su muerte. Uno le echó la camisa para cubrirlo, estaba casi desnudo. Hacían allí la vela y todos tenían los machetes desenvainados. No estaban apesarados, era ira.
Monseñor Romero se mezcló entre todos y rezó despacio un responso. No dijo más. Cuando nos despedimos y salimos hacia la carretera, los campesinos quedaron allí, inmóviles, machetes y cumas listos, afilados. Yo rompí el silencio mientras caminábamos lentamente.
—Monseñor, a mí me parece que si en El Salvador no hay cambios, la violencia se va a desbordar por todos lados. Como el agua de una presa cuando se rebalsa.
No me contestó. Ocho guardias nacionales bien armados venían por la carretera hacia el cantón. Miré que Monseñor se asustó al verlos, pero no dijo nada. Dichosamente no nos pararon. Sólo habló cuando ya íbamos de regreso en el carro.
—Padre Pedro, tenemos que ver la manera de evangelizar a los ricos, ¡para que cambien, para que se conviertan!
—Quién sabe, Monseñor... Usted los conoce, usted trata con esa gente, todas esas familias ricas son amigas de usted. Y son ellos los que mandan a matar... Quién sabe si cambiarán.
Hicimos el viaje hasta Santiago en silencio. Cegaba el sol por el camino. Estaría brillando en las hojas de los machetes.
( Pedro Ferradas)
La misa de nueve días por los muertos de Tres Calles la celebró él. Allí lo conocí. Me dio cólera aquel Monseñor Romero. ¡No era ni chicha ni limonada! Se puso a hablar de “difuntos” y no de “asesinados” y se voló un sermón condenando la violencia, que era como decir que a aquellos pobres los habían matado por violentos, que ellos se lo habían buscado. Recuerdo que fuimos con un camión de campesinos de Aguilares, todos organizados. Regresaron de aquella misa con una decepción.
( Rafael Moreno)
El Salvador, 15 septiembre 1976 - El Presidente de la República, Coronel Arturo Armando Molina anunció hoy a la nación que su gobierno iniciará la transformación agraria en el país para superar “la injusta distribución de la tierra”. El Presidente afirmó que la reforma agraria se realizará aun contra la oposición de la poderosa oligarquía terrateniente. Con sólo 21 kilómetros cuadrados de superficie, El Salvador es el más pequeño de los países del continente americano. Y a la vez, el más superpoblado, con 5 millones de habitantes. 2 mil terratenientes son dueños de prácticamente todo el país y de sus más fértiles tierras.
Es enorme la expectativa nacional creada por el anuncio del Presidente, pues desde la matanza de 30 mil campesinos en 1932 hasta hoy, la demanda más sentida de las mayorías salvadoreñas, cada vez más descontentas y organizadas, es la de acceder a la propiedad de la tierra. “No daremos un solo paso atrás”, declaró con firmeza el Presidente Molina. Las primeras tierras que serán afectadas son extensos latifundios algodoneros del oriental Departamento de Usulután.
Tres días estudiando aquella reforma agraria: eso dispuso Monseñor Romero para todos los párrocos, religiosos y laicos de su diócesis de Santiago de María, precisamente por donde iba a empezar la reforma agraria. Qué podía aportar la Iglesia en aquella ocasión, eso era lo que a él le preocupaba.
A mí me solicitó unas charlas. No se me borra esa imagen: yo explicándole a todo aquel curerío y Romero sentado en primera fila en un pupitre, tomando notas, escuchándome atentísimo, queriendo aprender el hombre.
( Rubén Zamora)
Molina no dio un paso atrás, ¡lo que pegó fue una carrera! La oligarquía armó una bulla sonada, se apoderó de los periódicos para atacar la reforma agraria, gritó, amenazó, organizó FARO -la matriz de lo que después fue ARENA-, chantajeó a Molina, lo presionó, lo acabó y en cuatro meses la tal transformación agraria se hizo humo. Y fue esta victoria de los terratenientes en aquel final del año 76 la que abrió las puertas a la represión más encachimbada que nunca había conocido El Salvador y después, la que nos empujó a la guerra.
—¿Y Monseñor Romero, tan empilado que estaba con la reforma agraria? ¿Cómo queda ahora? -le preguntábamos a la gente organizada de por el lado de Usulután.
—Se quedó embarcado el hombre. Salió a saludar el sol con sombrero de cera.
( Antonio Cardenal)
—Demasiado horizontal veo la enseñanza que dan ustedes.
Eso era lo que más me repetía Monseñor Romero cuando hablábamos del trabajo en el Centro Los Naranjos. Por fin, nos había permitido reabrirlo. A veces me alegaba por otro lado:
—Oigo decir que el gobierno anda preocupado también por este tipo de enseñanzas.
—¿El gobierno? ¿Pero quién me tiene que decir a mí cuál es la enseñanza correcta? ¿El gobierno o mi obispo? Porque si es el gobierno, usted me sobra, pero si es usted, ¡me vale lo que diga el gobierno!
El vivía en pie de sospecha, no arrancaba. Desde un comienzo, cada vez que yo o que cualquiera le mencionaba Medellín, el hombre se ponía nervioso y de qué manera le agarraba un tic. Le empezaba a temblar el labio aquí en la comisura y va de movérsele y de movérsele y no lo controlaba. Escuchar Medellín y comenzarle aquel temblido era una sola cosa.
De todas formas, aprendía. De la realidad, pues.
Santiago de María está a mil metros sobre el nivel del mar. Los meses de cosecha del café son muy fríos y en las noches hace hielo. El primer año él no se había fijado, pero el segundo ya se dio cuenta que los campesinos que llegaban para las cortas de café en las haciendas maldormían en las aceras, regados por la plaza, tilintes por el frío.
—¿Qué se puede hacer? -dice un día.
—Monseñor, usted tiene la solución. Mire esa casona que fue colegio y que está cerrada. ¡Abra eso!
La abrió. Allí cabían hasta trescientos. Abrió también una salita donde hacíamos las reuniones del clero, allá entraban otros treinta. Así se le fue dando a bastante gente la dormida bajo techo.
—Y me les sirven algo caliente por la noche, un vaso de leche o de atol -esa orden le dio él a los de Cáritas.
Mientras bebían aquello y entraban en calor, Romero se iba a platicar con los campesinos y pasaba escuchándolos su buen rato.
Así fue entendiendo que no eran cuenteretes los problemas de los que tanto le habíamos hablado.
—Padre -me sale un día-, ¿qué es eso del sistema de las ayudas?
—¡Eso es un grandísimo abuso, Monseñor! Mire como es: los capataces, igual los de haciendas de café que de algodón, inscriben un equis número de trabajadores en la planilla, pero siempre menos de los que necesitan. ¿Qué hacen después? Aceptan a todo el resto que llega, pero como ayudantes. Y a éstos sólo les pagan por lo que pesa la lata de café o el costal de algodón que cosechan, pero ni les dan nada de comida ni les pagan el día séptimo.
—¿Y por qué hacen eso?
—Porque así se ahorran un montón de plata, les sale una buena cantidad de mano de obra más barata. Siempre aparecen campesinos necesitados y siempre hay cosecha que recoger. Así que ¡negocio redondo!
—Pero, ¿cómo es posible que gente tan cristiana consienta estas cosas?
—¡Pues consienten más! ¿Sabe usted cómo reparan estos cristianos tan amigos suyos tamaña zanganada? Pues con un regalito de Navidad. En tal hacienda, donde son íntimos amigos suyos, ¿sabe qué le regalaron a cada trabajador que corta algodón chicharroneándose el lomo bajo esos solazos? Un calzoncillo que vale tres pesos. ¡Y tres pesos es lo que les han quitado diario dejándolos sin comer durante todo el día!
—No es posible, padre...
Más le contaba, más se apesaraba él.
—Monseñor, ¿por qué no va usted a la finca de ese otro amigo suyo y va a ver cómo en la pizarra se anuncia sin ninguna vergüenza que el jornal diario es de 1.75 colones, completamente por debajo de lo legal?
—¿Pero el mínimo que marca la ley no es 2.50?
—Lo es.
—¿Y qué dicen de esto los inspectores de Trabajo?
—Esos no dicen nada, se callan con una mordida que les dan los capataces.
—No puede ser...
—No me crea a mí, compruébelo usted mismo.
Se fue a la finca a comprobarlo.
—Tenía razón, padre -me dice a la vuelta-. Pero, ¿cómo es posible tanta injusticia?
—Monseñor, fue de todo ese mundazo de injusticias de lo que se habló en Medellín.
—Medellín, Medellín...
Escuchó la palabra, la repitió el mismo. Y no le tembelequeó el labio. Nunca más le miré aquel tic.
( Juan Macho)
En tierra blanca, allá por aquellos algodonales, por aquellos latifundios, llegó un domingo a celebrar misa.
—Monseñor -le dije- la costumbre nuestra es leer las lecturas de la liturgia y luego invitamos a los que quieran a hacer algunos comentarios. Al final, el sacerdote que preside resume lo que han dicho y añade o rectifica lo que crea. Hoy le tocaría a usted poner ese punto final. ¿Qué le parece?
Aquel domingo tocaba el evangelio que cuenta el milagro de la multiplicación de los panes y los peces. Cuando llegó la hora de los comentarios, Juan Chicas pidió la palabra.
—A mí esta lectura me ha hecho entender que el muchacho que llevaba en su cebadera los cinco panes y los dos peces fue el que mero le obligó a Cristo a hacer el milagro.
En cuanto Monseñor oyó lo de “le obligó”, le interrumpió.
—Muchacho, ¿quién crees tú que le podía obligar a nada a Cristo? ¡Cristo era libre!
Pero Juan Chicas no se achicó por eso.
—Permítame, Monseñor, un momentito y ya va a ver. Yo digo que le obligó porque cinco panes y dos peces eran nada para alimentar a aquel gentío, pero a la vez eran todo lo que él tenía. Nada y todo a la vez, ¡ahí está la cosa! ¿Qué pasó? Que en cuantique él puso todo de su parte, Jesús no podía ser menos y tuvo que hacer todo lo que él podía. ¡Y él podía hacer milagros! ¡Y lo hizo, pues! Creo que ya se la barajé y ya me la agarró, ¿verdad?
Monseñor lo miró fijo y se quedó callado. Siguieron otros comentarios. Al final le tocaba a él cerrar la celebración.
—Yo traía preparada una larga homilía para esta ocasión, pero ya no. Después de escucharlos a ustedes, sólo me sale repetir aquello que dijo Jesús: “Gracias, Padre, porque revelaste la verdad a los sencillos y se la ocultaste a los entendidos”.
Regresamos a Jiquilisco.
—Fíjese, padre, que yo tenía mis reservas con estos campesinos -me dice al despedirse-, pero veo que ellos comentan mejor que nosotros la Palabra de Dios. Le atinan.
( Juan Macho)
El dudó hasta el final. Había un sacerdote muy muy tradicional, en el que confiaba extremadamente. Trabajaba en una parroquia vecina a la nuestra en Jiquilisco. Este hombre salía en todos sus sermones con que nosotros no éramos pasionistas sino comunistas. Ésa era su idea fija.
Un día yo estaba apenas levantado, ni me había bañado, y llega aquel cura con su modo de intriga:
—Que manda a decir Monseñor Romero que de una vez suspenda las clases que da el padre David en Los Naranjos, porque todos dicen que ya se declaró comunista.
¡A aquellas horas de la mañana con el mismo chambre!
—¡Pues vas y le dices a Monseñor Romero que yo me declaro sordo y que me lo venga a decir él y que jamás me mande una razón contigo! ¡Bocón! ¡No quiero que metás tus narices en cosas que son delicadas!
Se fue corrido. Sin duda salió volando a contarle de mi cólera a Monseñor. Yo me bañé, desayuné y al poco, Romero se me apareció en la casa. Algo incómodo, pero sentí que más con él mismo que conmigo.
—Es que el padre me contó su reacción y yo quería que...
—Monseñor, usted sabe que el padre acusa públicamente a David de comunista en el púlpito y con eso lo expone, ¡hasta a que lo maten! ¿Cómo le encomienda usted ese recado a él precisamente? ¿Es qué usted es la misma opinión? ¡Porque eso es lo que le da a entender a ese chichimeco!
—Dispénseme, padre, no caí en la cuenta.
—¡Y que quede claro que si usted tiene cualquier problema, me llama directamente a mí, no importa la hora! ¿Para qué si no me nombró su vicario, pues?
—Dispénseme, padre, no me di cuenta.
—Mire, Monseñor, yo quisiera que usted se convenciera que defectos tenemos montones, pero lo que queremos también a montones, es ayudarlo a levantar a este pueblo y a esta Iglesia.
—Dísculpeme, padre.
Sólo eso repetía.
—No, si ya no estamos hablando del percance con ese cura chismoso, eso ya pasó. Pero que sirva para que entienda que queremos trabajar a la par de usted, diciéndonos las cosas de frente. ¿Estamos equivocados? Díganoslo de frente. Y déjenos decirle de frente si es usted el que se equivoca.
Se sintió tan confundido que se hincó de rodillas delante de mí. Y cuando yo lo miré así, hecho nada, lo levanté del suelo y lo abracé.
—No, Monseñor, no es eso, sólo acéptenos.
Y cuando vio que yo lloraba, también él lloró. Después rompió el abrazo y me miró de frente.
—Ahora los entiendo.
( Juan Macho)
—Yo soy del otro siglo -repetía cuando le preguntaban la edad.
Nunca supimos sus años. Nunca se casó. Tampoco nunca usó zapatos. A saber si fue por eso que se le arruinaron los riñones. Sabía de todo. Los secretos de todas las culebras, de la coral, de la masacuata y hasta cómo cortarle el chischil a la cascabel. Con él los cipotes aprendíamos a cazar el garrobo y a tumbar el coco. El enseñó en todo lo de la vida a mi primo Lito, a Rafael Arce Zablah.
Mariano. Su oficio de siempre fue fabricar santos de palo. Mariano el santero. Los tallaba, les pintaba el manto, los colochos y los ojos de colores y los revestía al final con una capita de barniz por si acaso el comején o la polilla los arruinaban cuando ya eran viejos.
El taller de Mariano era una covachita de taquezal con las cuatro paredes cubiertas de arriba a abajo con estampitas de santos. Todos los santos del cielo estaban allí, pegados con cola o guindados con tachuelas. Le servían de modelos para los que él esculpía. Hasta a San Bartolo sabía él cómo hacerlo. Santos de caoba y de roble blanco, de guayacán y de chipilte, madera fina siempre. Toda casa de Usulután, toda ermita y todos los conventos de por allá lucían los santos que salieron de las manos artesanas de Mariano. El fue el padre de una cofradía de santos.
Monseñor Romero lo encontró desde la primera visita que hizo por Usulután, que era también territorio bajo su mando de obispo. Y desde que se vieron, fue desarrollándose una amistad de platicar horas los dos ellos.
—Está buena la vida para otros, no para mí, ya no hay trabajo para mí -le dice una noche Mariano a Monseñor Romero.
—¿Ciego te estás quedando, pues?
—No, no es eso. Ojos no me faltan y madera sobra en estos bosques. ¡Mire cuánto palo galán! ¡Y mire estas manos, se mueven como las de un cipote, no saben de tullidencias. Pero ya no, ya no...
—¿Qué pasa entonces, vos?
—Que ahora los santos vienen de fuera. Ahora los traen de España, de Italia, de por esos mundos. Son chiquitíos, fabricados con escayola, de baquelita, esmaltaditos. Como viajan en barco, tal vez en el camino se ponen cherches por el mal del mareo.
—¿No te gustan esos santos, pues?
—Son bonitos, sí, que lo sean no lo replico. Pero, ¡qué huevo!, a mí me quitan mi trabajo. Y por más cuenta, son intrusos, no son de aquí.
Mariano dejó de mirar a Monseñor Romero y se quedó viendo más largo, más allá de su rancho y de la calle arbolada y del cerco y de aquellos campos. Se le perdió la mirada a saber hasta dónde más.
—Esos santos no son nacidos aquí, no tienen nuestra raíz, nuestra madera, como los que yo he visto crecer de estos palos. Esa es mi inconformidad, pues.
—¿Y entonces, qué vas a hacer Mariano? ¡Porque si vos dejás de trabajar ahí sí te morís!
—¿Qué voy a hacer? Esperarme un tantito. Me late que será pronto que vamos a fabricar un santo nuestro, de madera salvadoreña, pues, de la que no se raja. Y ¡por ésta! que no voy a morirme sin verlo, sin palparlo.
Está brisando. Y el aire le ha hecho agarrar fuerza a la luz del candil.
( Rafael Romagosa)
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