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La situación se estaba enmarañando. En abril del 77 las FPL secuestraron nada menos que al Canciller Borgonovo. Los cuerpos de seguridad estaban en máxima alerta.
Regresaba yo de decir misa en un cantón por el lado de Nejapa cuando un guardia me para en la calle cerca del Reloj de Flores.
—¡Identificación!
Cuando vieron que era panameño y encima cura, cambiaron la cara y pusieron las del chucho que encuentra un hueso.
—¿Y esa SJ detrás de su nombre, qué es?
—Societatis Jesu.
—¿Y esa babosada qué es?
—Compañía de Jesús, jesuita.
—¡Ah, ¿usted es jesuita?! Reconózcalo: usted se ha metido en un problema muy grave.
Entonces, me quitaron el reloj, me esposaron y me subieron a un carro de ellos. Para el cuartel de la Guardia Nacional. Nomás entrar me vendaron los ojos y empezaron a interrogarme. Sobre Rutilio Grande, sobre los campesinos de Aguilares. Y más que todo, sobre Borgonovo. Que dónde lo teníamos escondido, que quién de nosotros había escrito el comunicado que salió en los periódicos...
Me echaron a un calabozo esposado, en el suelo. Ahora me matan, ahora sí, ya... Al rato vino un tipo al que no podía ver y venga a darme de patadas por todo el cuerpo.
—¡Cura hijueputa, ahora vamos a ver si tenés lengua!
Diez minutos pateándome. Y sólo por joder fue. Aunque como yo esperaba la muerte, que me patearan ni lo sentí casi. Se fue él y ahí quedé yo tendido, todo me dolía.
La segunda noche me amarraron al bastidor de una cama, con las dos manos y un pie esposados a los barrotes. Seguía vendado y no me daban nada de comer. Sólo un carcelero, cuando yo llamaba, me traía agua. Cuando me sacaban para interrogarme... ¡ahora me avientan por un barranco! El vergo de interrogatorios a toda hora.
Por las noches era otra la angustia: podía oir cómo torturaban a otros presos que tenían allí. Se escuchaban los golpes, los gritos. También oía a los cuilios va de entrarles al trago, olía el licor. Tremendas borracheras. A qué horas se acaba esto...
Cuatro días después, el viernes tempranito...
—¡Se acabó, cura! ¡Andá a bañarte!
¿Qué bañarme? Me eché sólo agua por la cara. Me llevaron a empujones por los pasillos y sólo cuando entré en una oficina me quitaron la venda. Abrí los ojos medio zurumbo.
—¡Ahí lo tiene, Monseñor!
Tras de la mesa estaba el jefe de la Guardia Nacional, el Coronel Nicolás Alvarenga, afamado asesino. Sentados frente a él, el Gordo Jerez -nuestro padre provincial- y Monseñor Romero. Los dos me miraban ansiosos.
—Vea, Monseñor, no le hemos hecho nada, ni lo hemos tocado. Para que después no anden haciendo propaganda.
Monseñor Romero, sin mirar siquiera a Alvarenga cuando le habló, se volteó hacia mí.
—¿Cómo lo han tratado, padre?
—¿Quiere que se lo diga?
—Sí, sí, dígale al obispo cómo lo hemos tratado -cortó Alvarenga.
—¡Pues no me han dado de comer hace cinco días, me patearon y me tuvieron amarrado a una cama! Y ésta es la hora en que no me han dicho por qué me tienen aquí ni por qué me hacen esto.
—Bueno, Monseñor -dijo el coronel-, usted sabe que siempre hay algún subordinado al que se le pasa la mano.
En eso entró un soldado y le sirvió café a Alvarenga, a Jerez y al obispo. Yo debí mirar las tazas con tanta ansia que Monseñor se levantó y me dio la suya. ¡Café caliente! Me lo bebí de un solo, ni las gracias le di.
—Les quiero leer la declaración que el padre hizo -alzó la voz Alvarenga.
¿Yo declaración? Y empieza el tipo aquel a leer un papel hechizo, lleno de mentiras. Que yo había declarado estar desde hacía dieciseis años en El Salvador organizado en la subversión, que era seguidor de los padres Alas de Suchitoto, que me habían detenido mientras azuzaba a la gente en la manifestación del primero de mayo... ¡Todo zanganadas!
—Para que le entreguemos libre al padre, usted, Monseñor, tiene que firmar esta declaración.
Monseñor agarró el papel y sin echarle ni un vistazo me preguntó:
—¿Es cierto esto que dice aquí, padre?
—No, Monseñor. Todo es mentira.
Monseñor se volteó hacia Alvarenga y lo miró a la cara por primera vez en toda aquella entrevista:
—Señor Coronel, usted verá lo que hace, pero yo no voy a firmar nada.
Unas horas después estaba yo en un avión rumbo a Panamá, expulsado de El Salvador.
( Jorge Sarsanedas)
San Salvador, 10 mayo 1977 - El cadáver del Canciller de la República, Mauricio Borgonovo Pohl, apareció esta noche en una vía secundaria en dirección a La Libertad, causando una auténtica conmoción nacional. Casi un mes estuvo secuestrado el alto funcionario del gobierno por las Fuerzas Populares de Liberación, FPL, que pedían por su rescate la liberación de 37 prisioneros políticos. El pasado 29 de abril, el Coronel Molina, Presidente de la República, declaró que el gobierno jamás negociaría con los secuestradores y que no tenía en su poder a ninguno de los prisioneros reclamados por la organización clandestina.
Los Borgonovo eran de “las catorce familias”. Durante los días del secuestro solicitaron ayuda a Monseñor Romero, que pidió públicamente en varias ocasiones a las efe que respetaran la vida del Canciller. Aunque a la par, reclamó siempre por la vida de los prisioneros que sí tenía en su poder el gobierno y de los que no se conseguía la más mínima información. Ya se habían hecho costumbre las capturas y “los desaparecidos". Pero de nada sirvió nada.
Los funerales de Borgonovo fueron en San José de la Montaña, en plena Colonia Escalón. ¡Estaba de oligarquía esa iglesia hasta las escalinatas! No faltó uno. Esa primera calle poniente se miraba atestada de cadillacs y mercedes benz y ya se empezaban a ver los cherokees de vidrios ahumados llenos de los guardaespaldas armados de estas gentes.
El padre Esnaola decidió ir al funeral. Este jesuita vasco fue una institución en El Salvador. Había llegado de los primeros, en los años 30, y muy pronto se convirtió en un famoso predicador y en el confesor más solicitado. Los más conocidos apellidos de la oligarquía salvadoreña, las catorce y otras más, pasaron por su confesionario.
Esnaola quiso concelebrar la misa de Borgonovo con Monseñor Romero. Tendría casi 90 años y estaba dichoso con el cambio de Romero. Y confiaba en que sus amigos ricos también cambiarían.
—Esta gente tiene menos terquedad que plata -decía-. También ellos abrirán los ojos, ahí van a ver.
Con esa esperanza el viejo Esnaola se fue a la iglesia aquel día. En la homilía delante del cadáver de Borgonovo, Monseñor habló muy firme.
—La Iglesia rechaza la violencia. Lo ha repetido mil veces y ninguno de sus ministros predica la violencia...
Al escucharlo, aquel selecto público empezó a murmullear y a murmullear, a abuchearlo prácticamente. Como queriéndole decir: hipócrita, qué te vamos a creer. Fue algo ostentoso.
Al final de la misa, Esnaola salió a la puerta a saludar a sus amigos ricos de toda la vida. Pero nadie le dirigió la palabra ni nadie le dio la mano. Nadie. Desairándolo estaban acusando a la Iglesia de ser responsable de la muerte del Canciller.
Esnaola llegó a la casa con el corazón deshecho.
—Mi vida ha sido inútil.
Esa mañana, por toda la calle poniente regaron los primeros volantes que decían: HAGA PATRIA, MATE UN CURA.
( Juan Hernández Pico)
Los escuadrones de la muerte hicieron patria y mataron a un cura al día siguiente.
Llegaron cuatro hombres a la puerta principal de la parroquia de la Colonia Miramonte y tocaron como si nada. Luisito Torres, que ayudaba de sacristán, salió a abrirles. Le taparon la boca, lo golpearon en la cabeza y con la cara pegada al suelo lo encañonaron. Uno de los hombres corrió a la cocina y le puso la pistola al cuello a la empleada. ¿Dónde carajo está el cura? Pero nada dijo ella. Con aquel ruidal, el padre Navarro se asomó por el jardín. Al verlo aparecer, uno de los hombres le voló una patada que le aventó contra la pared y le quebró un brazo y los otros dos le dispararon hasta siete balazos. Después de meterle una bala en la frente a Luisito, los cuatro escaparon en dos cherokees de vidrios ahumados que habían dejado parqueados bajo un sauce.
El padre Navarro tenía 35 años. Murió camino al hospital desangrado. Alcanzó a decir: Sé quiénes fueron, los perdono. Luisito murió unas horas después.
Son muchos los que aun no olvidan el comienzo de la homilía de Monseñor Romero en el funeral de Navarro:
—“Cuentan que una caravana, guiada por un beduino del desierto, desesperaba sedienta y buscaba agua en los espejismos del desierto. Y el guía les decía: No por allí, por acá. Y así varias veces. Hasta que, hastiada, aquella caravana sacó una pistola y disparó sobre el guía. Agonizante ya, todavía tendía la mano para decir: No por allá sino por aquí. Y así murió, señalando el camino. La leyenda se hace realidad: un sacerdote, acribillado por las balas, que muere perdonando, que muere rezando, señalando el camino..."
ROBERTO D’AUBUISSON, aquel hombre que fue mi hermano, entró en el apogeo de su contrainsurgencia cuando Monseñor Romero comenzó en el arzobispado. Roberto salía en la televisión desprestigiando a todos los curas de línea comprometida. Enseñaba la foto de cada uno de ellos y les volaba insultos. Decía:
—Conózcanlo. ¡Es un comunista que se viste de cura!
Así desmoralizaba a la gente y la confundía.
—Estos curas han armado una cosa que se llama Iglesia Popular, que no es nuestra Iglesia del Vaticano, la Iglesia que dirige el Papa, la Iglesia de la que nosotros somos creyentes.
Roberto fue total y absolutamente responsable de la campaña “Haga patria, mate un cura". Fue él con los del PAN -fundado por él, que luego se convirtió en ARENA- los que inventaron aquella barbaridad.
A casi todos los sacerdotes a los que él sacó por televisión los fueron matando después.
( Marisa D’Aubuisson)
El ejército ocupó Aguilares. Venía peinando la zona, como dicen los militares. El lío había empezado hacía un mes, en la semana santa del 77. Hubo una toma de tierras en la hacienda San Francisco. Unos quinientos campesinos le exigían a la señora dueña de aquellas tierras que les bajara los alquileres para sus siembros de maíz.
—¡Ni un colón les rebajo!
Ella no salía de ahí y seguía la toma. La hacían los campesinos de FECCAS-UTC y el padre Marcelino los acompañaba. Monseñor Romero intervino con la señora, pero nada. La señora intervino con el Presidente de la República y entonces sí, mandaron a la guardia a desalojar a los campesinos.
De largo, los de la toma vieron venir a los guardias. Mandaban como a dos mil y traían hasta una tanqueta. Pero los campesinos de FECCAS tenían un sistema de comunicación muy eficaz por carreras y se pasaron rápido la noticia.
—Viene la guardia...
—Viene la guardia...
—¡Viene la guardia!
No había nadie en la toma cuando llegaron los chafas. Después de maldecir, empezaron lo del peinado, que era igual a hacer barbaridades: catearon casas, hubo saqueos, violaron mujeres, detuvieron gente, desaparecieron como a cincuenta campesinos sólo ese día.
Desde hacía un tiempo, por prevenir, yo estaba yendo todas las noches desde Guazapa a Aguilares a dormir con Marcelino y Carranza. Allí estábamos los tres aquel 19 de mayo cuando llegaron los guardias a la ciudad. Era aún noche, madrugada. Unos campesinos, que ya sabían, los recibieron a tiro limpio y ahí mismo murieron dos guardias y siete campesinos. Se desataron entonces.
Al sentir que llegaban a la casa cural, subimos en carrera al campanario los tres, con Miguelito, un cipote campesino, y empezamos a tocar las campanas para avisar a la gente que saliera de sus casas. Pero tocamos y tocamos y nada. Para esas horas cada manzana de Aguilares estaba rodeada de soldados armados y nadie asomaba ni las narices. Nosotros qué íbamos a saber y seguíamos en el campanario. A patadas tumbaron la puerta de la casa cural y por ahí entraron a la iglesia. Oíamos los golpazos, la quebradera de cristales, la tiradera de bancas. Y como las campanas seguían sonando, enseguida supieron dónde estábamos.
—¡Ríndanse, hijos de puta!
Desde abajo nos empezaron a tirar pequeñas granadas que hacían añicos los ladrillos y desbarabatan las paredes. Tirados en el suelo seguíamos repicando campanas.
—¡Tal vez este talán-talán nos salva! -me decía Miguelito con sus ojos como chibolas negras encendidas.
Y movía el mecate y tantalaneaba el badajo.
—¡Dale, Miguelito, tal vez nos salvamos, dale!
Así un buen rato. El estrépito de las campanas tan cerca no nos dejó escuchar cuando lograron subir a la torre.
—¡Entréguense, curas cabrones!
No había de otra que entregarse. Al levantarme, me di cuenta que Miguelito estaba sobre un charco de sangre, con sus ojos todavía brillantes mirando las campanas. Una esquirla lo había alcanzado. Estaba muerto. Un guardia lo pateó y el charco se hizo mayor.
Nos esposaron a los tres curas y nos llevaron al cuartel de la guardia. Al salir alcanzamos a ver cómo estaban haciendo chingaste toda la iglesia. Del cuartel nos aventaron a los tres en un vehículo. Deportados para Guatemala. Nomás arrancar el carro, los guardias ametrallaron el sagrario, regaron todas las hostias por el suelo y las patearon y las repatearon con sus botas.
( José Luis Ortega)
“No me explico, señor Presidente, como usted, por un lado se proclama católico de formación y convicción ante la faz de la nación y por otro lado permite estos atropellos incalificables de parte de un cuerpo de seguridad, en un país que llamamos civilizado y cristiano... No comprendo, señor Presidente, los motivos que tuvieron las autoridades militares para no permitir al suscrito personarse en la iglesia de Aguilares, para informarse de visu y garantizar la conservación del patrimonio eclesiástico del pueblo católico de Aguilares. ¿Es que la persona del arzobispo hace peligrar también la seguridad del Estado?"
( De la carta enviada por Monseñor Romero al Presidente Molina, 23 mayo 1977)
Aguilares quedó militarizado. Ya estábamos acostumbrados a masacres y a operativos de represión en zonas campesinas, pero que militarizaran toda una ciudad un mes entero fue la primera vez. Nadie pudo entrar ni salir de Aguilares en treinta días.
Un mes de incertidumbre. ¿Qué estaría pasando? Corrían todo tipo de rumores de lo que el ejército estaba haciendo allí.
El 19 de junio desmilitarizaron y permitieron la pasada. Las comunidades de San Salvador convocaron a ir a Aguilares, acompañando a Monseñor Romero, que iba a celebrar una misa.
La iglesia se llenó totalmente, pero no habían muchos de allí mismo. Señal del terror de todo aquel mes. Nunca supimos, pero se habló hasta de doscientos asesinados, de torturas, de violaciones, de gente que nunca apareció...
—“A mí me toca ir recogiendo atropellos, cadáveres, y todo eso que va dejando la persecución a la Iglesia. Hoy me toca venir a recoger esta iglesia y este convento profanado, un sagrario destruido y sobre todo, un pueblo humillado, sacrificado indignamente..."
Así empezó Monseñor Romero su homilía. Si uno le pregunta a un obispo cuál es su misión, diría cualquier otra cosa. El definió aquel día su misión: recoger cadáveres. Atinadamente. En El Salvador de aquel tiempo eso era lo más realista, lo más histórico: los muertos matados de cada día. El obispo debía acogerlos, recogerlos.
Al terminar la misa, Romero nos invitó a hacer una procesión con el Santísimo por las calles, como desagravio a la profanación que habían hecho los guardias.
Salimos de la iglesia cantando. Era un día de un calor tremendo y Monseñor Romero iba empapado en sudor bajo la capa pluvial roja. Llevaba en alto la custodia. Delante de él, cienes de personas. Fuimos rodeando la plaza, cantando, rezando. La alcaldía, frente a la iglesia, estaba repleta de guardias que observaban. Cuando nos acercamos, varios de ellos se pusieron en mitad de la calle apuntándonos con sus fusiles. Salieron más. Abrían las piernas desafiantes, con sus grandes botas y formaron una muralla para que no pasáramos. Los que iban en cabeza se quedaron inmóviles y luego, los de más atrás. La procesión se detuvo. Frente por frente, nosotros y sus fusiles. Cuando ya nadie se movía, nos volteamos a mirar a Monseñor que venía de último. Alzó un tanto más la custodia y dijo en voz alta para que todos oyeran:
—¡Adelante!
Entonces seguimos avanzando hacia los soldados poco a poco y empezaron ellos a retroceder también poco a poco. Nosotros hacia ellos y ellos hacia atrás. Después hacia el cuartel. Terminaron por bajar los fusiles y nos dejaron pasar.
Desde aquel día, y como aquel día, en cualquier hecho importante que ocurrió en El Salvador, para seguirlo o para perseguirlo, hubo que volver la vista hacia Monseñor Romero.
( Jon Sobrino)
La persecución a la iglesia salvadoreña era ya una noticia internacional.
En junio del 77 el Consejo Nacional de Iglesias de los Estados Unidos y el Consejo Mundial de Iglesias me pidieron que viajara a El Salvador con otros dos compañeros por ver cuál sería la solidaridad más eficaz que podríamos aportar las Iglesias evangélicas.
Nomás llegar al país, Monseñor Romero nos mandó a invitar a participar en una reunión de lo que él llamaba Comité de Emergencia. Cuando entré a la reunión no supe al principio ni siquiera quién era él, porque no presidía y porque las presentaciones se fueron haciendo según el orden de los asientos que sacerdotes, religiosas y laicos ocupaban alrededor de la mesa. Hasta entonces caí en la cuenta de cuál de ellos era Monseñor.
Trataban de ponernos al corriente de lo que estaba ocurriendo y hablaron de bombas, cateos, amenazas, torturas, deportaciones, de dos sacerdotes asesinados y decenas de catequistas campesinos también matados. Escuchando aquello me agarró tanta rabia y tanta aflicción que empecé a sollozar. Hice lo posible por contenerme pero no pude y todos terminaron volteándose a mirar quién lloraba.
Entonces, Monseñor Romero se levantó, rodeó la mesa hasta llegar a mí y me puso la mano en el hombro.
—No se apene, doctor, también nosotros hemos llorado. Lo que no debemos hacer es amargarnos. Nos persiguen porque no saben qué hacer con una Iglesia que ahora defiende a los pobres.
Me fui tragando las lágrimas.
—Y usted sabe que en nuestros países tocar el tema del pobre es tocar un cable de alta tensión. No vamos a dejar de pedirle a Dios por los que nos persiguen, tampoco vamos a desanimarnos. Recuerde que Dios tarda, pero no falla.
Dejé de llorar y miré las cosas de otra manera. Cuando regresé a Nueva York unos días después decidí dedicarme por todos los medios posibles a promover lazos de solidaridad entre la comunidad ecuménica internacional y la arquidiócesis de San Salvador.
( Jorge Lara Braud)
San Salvador, 1 julio 1977 - En el marco de la ceremonia habitual en estas ocasiones, tomó hoy posesión de la Presidencia de la República de El Salvador el General Carlos Humberto Romero, Ministro de Defensa y de Seguridad del Presidente saliente, Coronel Arturo Armando Molina.
Fiel al compromiso hecho público el pasado mes de marzo, de no asistir a ningún acto oficial del gobierno hasta que no se aclare el asesinato del padre Rutilio Grande, el arzobispo metropolitano, Óscar Arnulfo Romero, no estuvo presente en la ceremonia. Otros tres obispos tampoco asistieron. Participaron el Nuncio Emmanuele Gerada, Monseñor Barrera, obispo de Santa Ana y el obispo-coronel Eduardo Álvarez, de la diócesis de San Miguel.
El papá de Juancito, de aquel gran dirigente popular que fue Juan Chacón, era un hombre cabal, de esos que Dios fabrica de una sola pieza. Felipe de Jesús Chacón, Don Chus para los amigos. En cursillos de cristiandad nos conocimos y allí estábamos los dos mano a mano en el mismo grupo, hasta dirigentes llegamos a ser.
Siempre luchó por superarse. “El que se aflige se afloja", remataba a menudo en las pláticas. Y él ni se afligía ni se aflojaba, fuera esfuerzo o fuera riesgo. Campesino era y llegó a trabajar en contabilidad en la aduana del aeropuerto. Y en su cantón El Salitre y en no sé cuántos cantones a la redonda, lo que dijera el catequista Don Chus era lo más respetado.
Y ahora, ahí está Don Chus, botado en este charral hediondo, comiéndoselo los perros. No logro reconocerlo. Le han despellejado toda su cara, desollado está, se le perdió la risa, el pelo arrancado de raíz, el cuerpo troceado a machetazos. Ahí está doña Evangelina, su esposa, ya llegó, por mirarlo y despedirlo.
Monseñor Romero también lo mira. Lo mira y no se lo cree. Porque mucho lo ha querido.
—Fue un gran cristiano Don Chus -dice.
Que es como decirlo todo, pero aún quedarse corto. Se le asoman las lágrimas y dice más.
—La vida de Don Chus es un ejemplo.
Lo mira y no se lo cree. Ha cambiado el gobierno y siguen matando igual.
—¿Cómo fue? -pregunta después.
La gente ya sabe cómo.
—Se bajaba del bus para ir hasta El Salitre y unos guardias y los de la policía de hacienda le echaron mano. Apareció hasta ahora, pero tan herido que no es él.
—También agarraron a otro, Monseñor. A Serafín Vásquéz, un dirigente comunal. Y a un Pablo, que esa tarde posaba donde Serafín. También a ellos los machetearon y fueron a botarlos por ahí.
—¿Por qué...? -se lamenta Monseñor.
—Es por ponernos en miedo. Porque no nos queden ejemplos y así fracasemos.
( Inge Gabrowsky / Juan Bosco)
Un día aparecí por su oficina buscando una firma para Cáritas. No estaba y lo esperaban con apuro porque se retrasaba para una reunión de los obispos. Por la cara de la secretaria me pareció que era importante.
—Monseñor, la reunión sólo comienza cuando usted entre.
En ese mismo momento se dio cuenta él que allí en una banca estaba sentada una ancianita toda afligida.
—¿Y usted? ¿Ya la atienden?
—Quisiera platicarle, Monseñor -se levantó despacito-, vengo de más adelante de Chalatenango.
Enseguida él le pasó el brazo por el hombro y se la llevó al paso, al paso, escuchándola.
—¡Monseñor, los obispos están esperando por usted! -le recordó la secretaria poniéndole más urgencia al reclamo.
—Pues dígales de mi parte que me sigan esperando o que regresen mañana. A ella sí no la voy a hacer esperar.
Yo me senté en una banca por verlo platicar con la viejita. Sin la más mínima prisa. Me pareció que la señora venía con el problema de un familiar desaparecido. Ya empezaban a abundar esos casos. Conté más de media hora y seguían los dos hablando.
( Miriam Estupinián)
Uno de los pocos curas que se salvó de las garras de ese hombre que fue mi hermano fue el padre Tilo Sánchez. Yo conocí a Monseñor Romero precisamente en un día en que Tilo andaba en problemas.
Los guardias, que lo estaban taloneando desde hacía tiempo, le habían robado su carrito. Convocaron entonces a una reunión, Monseñor llamó a algunos curas y laicos para ver qué hacer y mi esposo Edín y yo caímos por ahí.
—Mas que el carro me preocupa la agenda -explicó Tilo al grupo-. Tengo ahí un poco de direcciones y de teléfonos de gente que anda en trabajo pastoral y las pueden fregar.
La agenda la llevaba en el gavetín del carro. Y se la habían robado también. Tilo andaba una cara de aflicción tremenda.
—Pero más que la agenda me preocupa otra cosa...
No hablaba, no se decidía.
—¿Qué cosa, pues?
—En el carro... en el gavetín del carro... yo llevaba también... una pistola.
Primero el silencio, después los murmullos, luego la discusión.
—Por favor, padre Tilo, ¿puede usted explicarnos por qué causa llevaba usted un arma? -le preguntó Urioste.
—Porque... Seré bueno, ¡pero no pendejo! Mucha fe podré tener, pero también tengo mucho miedo, y cualquier cosa ¡menos que me agarren vivo!
De nuevo, el murmullo. ¿Qué pensaría hacer con la pistola: suicidarse o matar él?
Urioste le pegó su buena regañada:
—A mí no me parece evangélica la actitud del padre Tilo. Andar armado no va con el evangelio. A Cristo lo agarraron vivo y lo mataron. Él ni mató ni tenía pistola.
Tilo en el banquillo. Opiniones iban, opiniones venían. El último en hablar fue Monseñor Romero. Era el criterio que todos estábamos esperando.
—Hermanos, estamos viviendo una situación muy difícil y los sacerdotes somos humanos y tenemos derecho a tener miedo. Sánchez -miró fijo a Tilo-, sabés que yo no apruebo las armas. Pero de esto que ya no se hable más. Ahorita lo que importa es que nos solidaricemos con el padre Tilo y que veamos entre todos qué explicación vamos a dar al gobierno de esa bendita pistola.
( Marisa D’Aubuisson)
San Salvador, 25 noviembre 1977 - Desde hace varias semanas ha surgido en la constelación periodística de este país centroamericano un nuevo semanario, La Opinión. El periódico se vende en las calles y circula gratuitamente en las oficinas de las grandes empresas privadas. Según algunas fuentes, de las dependencia del gobierno se envían semanalmente ejemplares a las alcaldías para que la publicación se reparta también gratis en pueblos y cantones. En diferentes géneros y estilos, el semanario dedica íntegramente todas sus ochos páginas a comentar crítica y ácidamente la actuación y sermones del arzobispo de San Salvador, a quien el periódico llama irónicamente Monseñor Marxnulfo Romero.
La oficina de “el hombre del machete" era coto reservado. El escritorio era grande, de caoba pulida. Lo protegía un vidrio que cubría también una colección de fotografías. Nomás entrar se alcanzaba a ver la de una mujer desnuda. Aunque no era cosa rara la pornografía en nuestros cuarteles, la foto era la de una prisionera encerrada en las bartolinas de la sección II de la Guardia Nacional.
Tras el escritorio estaba el Coronel Nicolás Alvarenga, jefe máximo de la Guardia. Frente a él, sentados, el Chato Castillo, Subteniente Jefe de la sección y el Mayor Roberto D’Aubuisson. Al rato llegaron otros oficiales.
Era imposible no leer el mensaje que colgaba de un cuadro en la pared, junto a la bandera nacional: “Lo que aquí se oye, lo que aquí se dice, lo que aquí se hace... aquí se queda". Sobre la mesa, brillaba la hoja del afiladísimo machete de Alvarenga.
—El volado va bien, pero mucha gente ya sabe y hay que ser más discretos -advirtió el Mayor D’Aubuisson.
En la reunión evaluaban una operación secreta que él había llamado “De uno en uno" y que se había iniciado en marzo de aquel año 77 con el asesinato del párroco de Aguilares, el padre Rutilio Grande.
—Es importante quebrarnos a varios curas más, pero hay que hacerlo bien limpio y bien rápido. Muerto el perro se acabará la rabia.
El Mayor sacó una lista con los nombres de “los perros" y los fue nombrando en desorden, mirando fijo a las caras de sus compañeros después de cada mención. Incitando.
—Y al primero que hay que volarse es a Monseñor Romero. Si no, lo vamos a lamentar después.
En ésas andaba D’Aubuisson cuando yo era Capitán de la Guardia Nacional.
( Francisco Mena Sandoval)
Dicen que dicen... que al padre Miguel Ventura lo colgaron de las ramas de un árbol del patio del convento de Osicala y lo golpearon sañudamente. Que lo siguieron penqueando después en el garage y que el oficial del ejército que dirigía aquella operación terminó zampándole un pañuelo en la boca al padre para que nadie oyera sus gritos de dolor.
La tortura continuó en una celda del cuartel de Anamorós. Y dicen que cuando ya soltaron al cura y algunos fueron a reclamarle al obispo de San Miguel, Eduardo Álvarez, que también era Coronel del Ejército de El Salvador y responsable directo del padre torturado, por qué no había hecho ni dicho nada en su defensa, el obispo-coronel respondió “teológicamente":
—Es que al padre Miguel lo torturaron en cuanto hombre, pero no en cuanto sacerdote.
Fui a gotera a ver al padre Miguel cuando lo liberaron, por saber de su propia boca lo que él había sufrido y no más salir de hablar con él en el convento, ¡bangán!, me capturaron a mí. Empecé a sufrir yo, pues.
De Gotera me llevaron al cuartel de la Guardia Nacional en San Salvador. Allí me tuvieron una docena de días sin comer y bajo tortura. Toques eléctricos y diferentes cosas que ellos hacen y que yo gustaría no recordar. Luego me pasaron a la Policía Nacional. Allí fue otra docena de días. Igual la crueldad, igual o peor casi.
Por donde quiera de mi cuerpo me dieron así, así, así, puñaladitas con punta de puñales para que me sangrara y cuando estaba todo agujereado me ponían un espejo enfrente para que yo mismo me diera terror y así dijera nombres de curas subversivos.
Cuando por fin me liberaron, un compañero catequista, Napoleón, el del almacén de Gotera, tuvo la idea de que yo fuera donde Monseñor Romero a contarle, pues. Yo no lo conocía, pero esa tarea me dieron y con gusto fui a cumplirla.
—El delito del que me acusan -le dije a Monseñor- es que yo predico el evangelio.
Y de ahí le relaté que desde que participé en los cursos del centro El Castaño hacía rato, yo había entendido lo que allí se nos planteó: la injusticia en que vivíamos los pobres era una ofensa a Dios y había que acabar con ese pecado.
—De sola esa idea agarramos las fuerzas, Monseñor. Y ya sabe usted, caballo que ya vuela no quiere espuela. Lo que está pasando ahora es que con tanta tortura nos quieren meter el freno.
—Los que torturan a sus semejantes son agentes del demonio.
Esto me lo dijo Monseñor triste y serio a una vez. Y de ahí, caso por caso, comenzó a historiarme la Iglesia y me habló de ese camino que se llama opción por los pobres, que tanta persecución estaba trayéndonos. Bien me recuerdo de una frase que él martillaba.
—Esto de ponernos al lado de los pobres nos va costar sangre, Tanta sangre es un signo de estos tiempos.
—¿Y hasta cuándo sera esto, Monseñor?
—No sabemos. Hay que estar mirando al cielo y hay que saber leer las señales. Ahora tenemos ésta. En El Salvador el cielo se ha puesto rojo. No sabemos hasta cuándo...
( Fabio Argueta)
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