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San Salvador, 12 abril 1978 - Durante los festivos y tradicionales días de la semana santa las autoridades gubernamentales lanzaron un amplio operativo militar en la zona de San Pedro Perulapán, se conoció hoy. En estas localidades abundan los campesinos afiliados a la ilegal organización FECCAS-UTC, que hace parte del Bloque Popular Revolucionario. Los cantones abarcados por el operativo fueron El Rodeo, El Paraíso, La Esperanza, San Francisco, Tecoluco y La Loma. Según algunas fuentes, campesinos organizados en la estructura paramilitar de ORDEN se sumaron a la acción de “limpieza” del ejército.
“Estos santuarios han sido profanados”. Así resumió los hechos el padre Luis Montesinos, que trabaja pastoralmente en la zona, afirmando que han sido víctimas del operativo un gran número de niños, mujeres y ancianos. “Las ideas no se matan”, comentó críticamente el sacerdote al valorar la actuación del gobierno. Decenas de campesinos de los cantones afectados huyeron hacia la capital, refugiándose en dependencias del arzobispado de San Salvador.
A mi comadre y a mí nos golpearon poniéndonos mismamente en la pose “de garrobo”. Es fea esa tortura que hacen ellos. Te vuelan en un calabozo todo tufoso y te tapan la boca con un poco de esperatrapos para que nadie escuche los pujidos de uno. De ahí ya te acuestan boca abajo, la panza prensada y las canillas y los brazos plegados como patas de garrobo. Y empiezan ellos a volarte planazos de machete por la espalda, la grandísima penqueada.
Yo y mi comadre, viejas al fin, hasta ahí nomás llegaron, pero a las más cipotas, después de tenerlas así, garrobeadas, les hacían la grosería. Se ponía la fila de diablos de la tira para ofenderlas en lo de ellas. Uno tras otro las iban abusando. Hasta con niñitas lo hicieron. La Menches abortó, pues.
( Mariana Alonso)
El día del cateo fue el mas torcido. A los hombres se los llevaron presos enyugados uno al otro, amarrados con mecates las manos a las espaldas. Decían ellos presos, pero ni regresaron ni dijeron a dónde los iban, afilados así como que fueran bestias.
Los que escaparon pasaron varias noches durmiendo al raso escondidos en los charrales para así salvar la vida. Algunos sumidos en hoyos llenos de basura hedionda, sin casi respirar para que los guardias no se apercibieran ni de su huelgo. Cuando capturaban a alguno, lo hacían arrodillarse, le obligaban a hacer el bendito y pedirle perdón al uniformado, como adorándolo. Después, lo mataban.
También se comportaron como ladrones estos diablos. Hasta los centavitos de los bolsillos y los comales y las sillas que teníamos en los ranchos, todo se robaban. Y nos mataron los cuches y las gallinas y algotros por ahí van, al garete los animalitos, porque perdieron a sus dueños. Casi no quedó acá familia que no llorara por un su muerto. Y todo esto sucedió llegando la hora de la siembra, y en aquella ruina, nada pudimos hacer.
( Tomasa Pérez)
La hacienda Colima fue un capítulo de mi niñez. Allí aprendí a montar a caballo y conocí de aquellas misteriosas fiestas en las que se capaba al toro, y en las que los hombres, sólo los hombres, bebían “sopa de toro” para ser más machos. En Colima aprendí los nombres de los árboles y jugué feliz de la vida en las largas vacaciones de muchos veranos.
Colima fue propiedad de mi bisabuelo y después pasó a manos de los Orellana, mis tíos. Cuando comenzó la construcción de la presa del Cerrón Grande, las tierras de muchos colonos que trabajaban allí para mis tíos, se anegaron. Y empezaron interminables conflictos.
Ya en los tiempos de Monseñor Romero, y después de mucha ausencia, regresé un día a Colima con mi esposo, precisamente por la zona del embalse, donde peores eran los pleitos.
El agua iba subiendo de nivel, pero allí seguían los colonos y sus familias resistiendo, defendiendo aquellas tierras que no eran suyas, pero que por añales habían sembrado y cosechado con tanto afán para mis tíos. No los reubicaban y ellos no se iban. No les hacían caso a sus reclamos y ellos no se cansaban de reclamar.
—¡Ay, Chico Orellana -se lamentaban-, hemos nacido en estas tierras y tantos años te hemos trabajado y ahora nos botás como basura! ¡Ay, Chico Orellana, y a dónde vamos a ir!
En cada casita una tragedia y en medio de aquella confusión, aún recuerdo a una campesina que hasta nos invitó a comer a su rancho. Alrededor todo era agua, los niños estaban abrasados de mosquitos y ella se tragaba las lágrimas, pero sacó de su pobreza y hasta puso la gallina india que nos ofreció sobre un mantelito.
—¡Estas aguas serán nuestras tumbas, pero de aquí no nos vamos!
—¡Qué ingrato has sido Chico Orellana, de piedra tu corazón!
Hicimos un recorrido. Por todos lados, la misma terquedad y la misma aflicción. Me desbordaron el alma. Al regresar al arzobispado, le contamos a Monseñor Romero:
—El conflicto por el embalse y ahora los operativos militares están haciendo invivibles aquellos lugares -le dijo mi esposo-. Colima va a reventar.
—Monseñor, Colima ya no es lo que era antes -le dije yo con nostalgia.
—¿Y no será que Colima nunca fue lo que usted creyó? -me dijo Monseñor.
Cerré un instante los ojos y volví a aquella linda finca de mi infancia, a los caballos lustrosos y a las fiestas... El paraíso de una niña feliz. Pero ahora yo venía de un infierno.
Monseñor me trajo a la realidad con otra pregunta, que era para mí y más allá de mí, para mi familia, para todo lo que ellos representaban:
—¿Y qué le parece a usted? ¿Es eso comunismo? Esa lucha de los campesinos por vivir, por quedarse en aquellas tierras, por tener donde trabajar, todo eso, ¿le parece que es comunismo?
No supe qué decirle. Me repitió la pregunta.
—¿Es eso comunismo?
( Ana Cristina Zepeda)
Dicen que dicen... que han sido las mejores familias de la oligarquía las que están financiando tanto papel impreso en contra del arzobispo Romero. Campos pagados en los diarios, un semanario, folletos, panfletos... Hoy las calles de San Salvador aparecen regadas de volantes con una oración para formar una más de esas cadenas de rezos. Esta vez es “por la salvación del alma de Monseñor Romero”.
Oh Divino Salvador del mundo, te pedimos, mesericordioso Señor, que destierres el espíritu del mal que habita en el corazón del arzobispo metropolitano, para que deje de sembrar la cizaña entre el pueblo, para que no alimente con sus prédicas sediciosas el espíritu destructor y criminal de aquellos que quieren destruir a nuestra patria y hundirla en un abismo de sangre y violencia.
También informa el semanario de la derecha que se está solicitando al Papa autorización para hacer un exorcismo a Monseñor Romero “a fin de expulsar el espíritu maligno del cuerpo y la mente del arzobispo”.
-EL NUNCIO ESTÁ RECIBIENDO INFORMACIONES parciales, sólo de un lado. ¿Por qué no van ustedes a dialogar con él y le muestran el otro lado?
Monseñor Romero nos estaba enviando a una misión casi imposible: convencer al nuncio Gerada de las “razones” que había del lado de los campesinos.
—Inténtenlo, llevénle información. A ver si logran que no critique tanto al arzobispo.
Los seis, laicos, jóvenes y ansiosos de este tipo de aventuras, aceptamos el reto que nos ponía Monseñor. Fue precisamente Ana Cristina, mi esposa, la que le pidió la cita al nuncio. Aceptó, pero por razones familiares. Nunca se imaginó el señor nuncio qué sabor tendría el guiso.
Los seis nos reunimos antes para preparar bien el encuentro.
—Tiene que ser algo que lo haga despertar, no vamos a ir donde él todos humilditos.
Con sus más y sus menos, todos éramos beligerantes, también aquellos eran tiempos de beligerancia. El grupo me eligió para que le leyera un escrito y de esa forma abrir el diálogo. ¿Un escrito crudo? ¡Sí, pues, que oiga lo que nunca ha oído!
—¡Avanti! Esta es la casa de todos.
Nos recibió en la nunciatura, estaba solo. Entramos. Empecé a leer muy calmadamente aquel papel:
—...Consideramos su actitud como un antisigno cristiano. Usted apoya públicamente a los militares, a este gobierno represivo, usted aparece vestido con sotana al lado de ellos, usted vive en el lujo...
Me cortó furioso.
—¡Señora -le dijo a mi mujer-, usted no me avisó que su marido iba a venir a insultarme en mi propia casa! ¡Salgan de aquí todos!!
Se puso en pie y abrió la puerta botándonos.
—¿Pero es que no hay diálogo en la Iglesia? -dijo María Elena, viendo que estábamos fallando a la misión conciliadora que nos había encomendado Monseñor.
Conseguimos calmarlo, volvernos a sentar y que recobrara su color natural.
—Yo soy un diplomático, que representa a la Santa Sede. Y la Santa Sede tiene relaciones normales con este gobierno.
Ese era su principal argumento en el “diálogo” que logramos establecer.
—Pero usted representa al Papa no sólo ante el gobierno sino ante todo el pueblo y por eso tiene que hablar con todos y tiene que ir a los lugares en donde están reprimiendo a los campesinos que se organizan y tiene que ver lo que hacen allí esos militares que usted bendice...
—¡La Iglesia no tiene nada que hacer en esos lugares!
—¡Claro que tiene que hacer! ¡Y es la única que puede hacerlo! Todas las instituciones están amordazadas y en mayor peligro que la Iglesia.
—¡En peligro está la Iglesia por las locuras de este arzobispo!
—¡Monseñor Romero es el único que está poniendo el poder de la Iglesia al servicio de los pobres! ¡Y usted debería imitarlo en eso!
Fue una discusión tremenda, de hora y media o así. Lo invitamos a venir con nosotros a las zonas del campo en donde había comunidades cristianas y era más dura la represión, para que escuchara el testimonio de los campesinos.
—Ya les he dicho que yo no tengo nada que hacer allí.
Lo que no tenía era valor para ir. No podía esconder el pánico.
—Pero si usted no quiere ir donde los campesinos, ellos vendrán donde usted. ¡Aquí se los vamos a traer!
—A no ser que usted no quiera recibirlos...
—Sí, sí, cómo no... Esta es la casa de todos. ¡Pero también es mi casa! Así que... ¡afueri!
Nos fuimos. Es decir, nos fueron.
—¿Escuchó algo? -nos preguntó con esperanza, Monseñor cuando nos vio llegar.
—A saber... Ya usted sabe que el peor sordo es el que no quiere oir.
( Armando Oliva)
Se disparó en la homilía con una denuncia muy fuerte contra los funcionarios del Poder Judicial. Era el 30 de abril de 1978.
—“No podemos olvidar -dijo Monseñor Romero aquel domingo- que un grupo de abogados lucha por una amnistía y publica las razones que les han movido a pedir esta gracia para tantos que perecen en las cárceles. Estos abogados denuncian también anomalías en el procedimiento de la Cámara Primera de lo Penal, donde el juez no permite a los abogados entrar con sus defendidos. Mientras, se permite a la Guardia Nacional una presencia que atemoriza al reo, que muchas veces lleva las marcas evidentes de la tortura. Un juez que no denuncia señales de tortura, sino que sigue dejándose influir por ellas en el ánimo de su reo, no es justo. Yo pienso, hermanos, ante estas injusticias que se ven por aquí y por allá, hasta en la Primera Cámara y en muchos juzgados de pueblos y ya no digamos, ¡jueces que se venden!. ¿Qué hace la Corte Suprema de Justicia? ¿Dónde está el papel trascendental en una democracia de este Poder, que debía estar por encima de todos los poderes y reclamar la justicia a todo aquel que lo atropella? Yo creo que gran parte del malestar de nuestra Patria tiene allí su clave principal”.
Fue tirar una piedra contra un avispero. Unos días después, en una carta abierta dirigida a él y en página entera en los diarios, la Corte Suprema de Justicia respondió a Monseñor Romero: “...Respetuosamente le ruego a Su Excelencia expresar los nombres de los ´jueces venales´ a los cuales se refirió usted para abrirles un proceso y un juicio, si es que sus acusaciones pudieran ser probadas como correctas.”
Lo retaban. ¿Quién ganaría en aquel mano a mano? La situación era bastante delicada. Pero él no se achicó.
—¡Qué vamos a hacer? -me dijo enseñándome el periódico.
Cuando miré el gran volado que habían publicado los de la Corte hasta me asusté. El no, él parecía en su charco.
—Reúname a un grupo de abogados -me ordenó-. ¡Hay que responder a esto rápido!
( Roberto Cuéllar)
La corte pretendía toparlo, ponerlo a prueba. Cabal, era una trampa. Nos reunimos un grupo de abogados para ver qué era lo mejor a hacer. Hasta penalistas y constitucionalistas llegaron ese día para analizar el caso al derecho y al revés.
—De las consecuencias legales yo no sé nada, necesito escucharlos a ustedes -nos dijo al comienzo.
Y nos escuchó. Cada quien desenmarañando aquello.
—El delito es que usted denunció que había jueces venales, jueces que se venden.
—Porque se venden. ¿O no se venden?
—¡Pues claro que se venden, Monseñor! Pero ahora es a usted al que pueden acusar de venal.
—¿Por qué a mí? Yo no me estoy vendiendo.
—Si usted acusa a alguien de corrupto, de que se vende a un soborno, es porque usted es el que ha sobornado, y eso es delito. O porque usted fue testigo del soborno y entonces participó en él, ¡y eso también es delito!
—¡Pero no puede ser delito señalar un delito!
—Sí, técnicamente lo pueden acusar a usted de ser un sobornador o de ser un encubridor. O peor, si estuviera mintiendo, de ser un difamador.
—Pero yo no estoy difamando a nadie. Cualquiera de ustedes sabe que es el miedo de todo mundo a hablar de estas cosas lo que los encubre a ellos.
—Eso es así, pero jurídicamente no es así.
Después de darle todos los pros y todos los contras, las leyes y las jurisprudencias, y después de más de dos horas, coincidimos en una sola recomendación:
—Monseñor, usted no debe aceptar ninguna cita de la Corte, es pura provocación.
—Debe dejar que el caso se vaya apagando, se vaya muriendo.
—No insistir más en eso. Si insiste, lo pueden acusar de delito de contumacia.
—¡Vaya pues, delito si no lo digo y si lo digo delito!
Por fin, nosotros y él nos pusimos de acuerdo: evadir el tema era lo más sabio jurídica y políticamente en los momentos que vivíamos.
—No saben cuánto les agradezco -nos dijo al final-, todo esto me ha ayudado mucho ¡y ya estoy claro de todos mis delitos!
Esto fue un viernes en la tarde. Había una verdadera expectación nacional por la homilía de Monseñor Romero al siguiente domingo. Todo mundo estaba pendiente de por dónde iría a salir.
Unos amigos abogados me invitaron ese domingo al mar. Todos aparecimos con un radito y nadie quería irse a la playa hasta no escuchar la homilía.
—Por dicha, el hombre ya sabe qué es lo que tiene que decir.
—¡Esos majes de la Corte se van a quedar con los colochos hechos!
Al poco empezó la homilía:
—“¿Quién me iba a decir que hoy, en este Pentecostés de 1978, precisamente la Corte Suprema de Justicia iba a funcionar como el huracán de Jerusalén, atrayendo la atención de todo mi querido auditorio? Con su despliegue de publicidad en toda la República han hecho interesante este día de Pentescostés en la Catedral de San Salvador. Yo sé que es grande la expectativa: ¿qué va a decir el arzobispo ante el emplazamiento de la Corte Suprema de Justicia?...”
Se fue del tema y arrancó con toda la parte doctrinal de sus homilías, que era siempre larguísima. Cuando iba a acabar y ya estábamos todos en calzoneta para meternos al mar, volvió al asunto:
—“No soy yo el indicado para expresar unos nombres que la Suprema Corte puede investigar teniendo en cuenta, por ejemplo, las conocidas agrupaciones de madres o familiares de reos políticos o desaparecidos o desterrados o tantas denuncias de venalidades publicadas bajo la responsabilidad de los medios de comunicación social, no sólo en el país sino en el extranjero...”
Empezaron los aplausos. Nos miramos preocupados.
—“Sin duda alguna, de mucha mayor gravedad que los casos de venalidad son aquellos otros que sí demuestran un desprecio absoluto de la Honorable Corte Suprema de Justicia por las obligaciones que la Constitución Política le impone, la cual todos sus miembros se han obligado a cumplir...”
Y comienza a hacer una lista de todas las irregularidades judiciales que había en el país: torturas, desapariciones, violaciones a los derechos constitucionales a la vida, al habeas corpus, a la huelga, a la sindicalización... Lo tocó todo, ¡hizo un tratado! No sólo no se calló sino que volvió a denunciarlos. Y no sólo porque hubiera jueces que se vendían sino porque no había rastro de justicia en el país. ¡Se dio gusto! Y terminó desafiando abiertamente a la Corte.
—“Esta denuncia creo un deber hacerla en mi condición de pastor del pueblo que sufre la injusticia. Me lo impone el evangelio, por el que estoy dispuesto a enfrentar el proceso y la cárcel, aunque con ello no se haga más que agregar otra injusticia”.
La gente lo aplaudía a rabiar.
—“Muchas gracias por esta rúbrica que han puesto a mi pobre palabra” -contestó a la interminable ovación.
Y siguió la misa.
Nos quedamos como estatuas de sal, o de arena, en mitad de la playa...
—¡Ve, este viejo no nos hizo caso! Salió provocando él, exactamente lo contrario de lo que le dijimos.
Después de la sorpresa, se nos cayó el mundo encima, ya veíamos a Monseñor Romero acusado ante los tribunales ¡y ya estábamos organizando los expedientes para su defensa mundial! Sólo al final de la tarde nos metimos al mar. Estaba calmo, sin ningún huracán de Pentecostés.
—¡Mañana será el relajo!
El lunes nos lo pasamos esperando la reacción de la Corte. Nada. El martes, lo mismo. No dijeron ni mu. Ni el miércoles ni el jueves. Fueron los de la Corte quienes siguieron al pie de la letra nuestro consejo: dejaron morirse el caso. Después de aquella homilía, que se callaran ellos: eso era lo más sabio políticamente.
( Rubén Zamora)
-Vamos a platicar al calor de un vinito...
Con gente de más confianza tenía Monseñor Romero esa costumbre. Y al calor del vinito buscaba que descansáramos.
—No hablemos de trabajo -decía-, mejor busquemos “el personaje”...
Eso le gustaba para acompañar el vinito: proponer una persona para platicar sobre ella. Ahí se elegía de todo: amigos comunes, personajes políticos o de la familia eclesiástica. Había nombres casi obligados, ¡pero no los daré! Nos reíamos a gusto un rato.
También “el vinito” era una clave para llamarnos de urgencia. Una noche, como a las once, me despierta mi mujer.
—¡Ve, te llama Monseñor!
—Roberto, aquí están unos amigos -me dice- y queremos platicar al calor de un vinito.
Entendí enseguida que aquel vino era un gran volado y salí corriendo.
Daba miedo aquel hombre que vi sentado junto a Monseñor en una sala del arzobispado. La barba le llegaba a la cintura, el pelo larguísimo, enmarañado, los ojos hundidos, llena de grietas la piel, todo encorvado...
—Es Reynaldo, consiguió huir de una de las cárceles de la Policía de Hacienda hasta llegar aquí -me lo presentó Monseñor.
Era un muerto que volvía. Reynaldo Cruz Menjívar, militante de la Democracia Cristiana, había sido capturado en Chalatenango hacía nueve meses.
—¡Pero si yo he interpuesto tres recursos de exhibición personal por usted! -fue mi saludo.
Casi no podía hablar, estaba muy débil. La Policía de Hacienda lo había tenido en una cárcel clandestina, pero no lo reconoció nunca. Aparecía por fin uno de los famosos desaparecidos.
—Hay que ayudarlo -me pidió Monseñor.
Él ya había llamado a un médico amigo para que lo revisara. Lo habían torturado bárbaramente y después lo dejaron amarrado a los barrotes de una celda. De vez en cuando le echaban mendrugos de pan y él se los disputaba con las ratas. A pesar de todo estuvo suertero, a muchos “desaparecidos” los botaban al mar.
—No se le puede dar de comer, puede ser peligroso -recomendó el médico.
Medicinas sí. Monseñor las mandó a buscar y fue el primero en dárselas allí mismo.
—A ver, Reynaldo, que esto le va a hacer bien... -Monseñor con la cuchara en la mano.
Y cuando me regresé a la casa, todavía se quedó él con Reynaldo, tratando de entender la historia que le estaba balbuceando.
—No haga esfuerzos, Reynaldo, despacio, que tenemos toda la noche para platicar...
( Roberto Cuéllar)
Los ojos se nos rebalsaban de lágrimas pensando en tantos que estaban muriendo a pausa. Buscar presos, tratar de encontrar desaparecidos, desenterrar cadáveres por ver quiénes eran... Ese trabajo nos tocó hacer aquellos años.
En septiembre del 76 habían capturado a mi hijo Miguel Angel. “Desaparecido”. Eran tendaladas de presos políticos las que tenía el gobierno, pero no reconocía a ninguno. En el 77, por la grandísima presión que hicimos, el propio Presidente había tenido que hablar: dijo que existían sólo dos presos políticos. Miguel Angel Amaya, mi hijo, y Roger Blandino. A los dos ellos los pasaron de las cárceles clandestinas a las cárceles públicas y los condenaron a veinte años. Y en el olvido quedó el otro montón de muchachos.
A finales del 77, con la mamá de Roger y yo a la cabeza, teníamos fundado ya un grupo de madres que íbamos a luchar por encontrar nuestros hijos. Ese fue el primer Comité de Madres de Reos y Desaparecidos Políticos. En el 78 ya nos presentamos donde Monseñor Romero y él hasta nos prestó el seminario para nuestras reuniones, que eran delicaditas. Empezamos unas treinta mujeres. Allí estaba doña Tenchita, la mamá de Lil Milagros Ramírez, la mamá del doctor Madriz, había gente de Suchitoto, de Santa Ana y hasta un papá de un desaparecido, que se nos unió a las madres, pues. Un día decidimos ya no comprometer más a Monseñor Romero haciendo las reuniones en el seminario.
—Mejor en nuestras propias casas, es por su seguridad.
Pero él siguió apoyándonos en todo.
Nos penqueábamos. Miguel Angel y Roger, respaldándonos, se fueron con otros presos de la cárcel de Santa Tecla a una huelga de hambre. Ellos pasaban dando conciencia a sus compañeros, porque el que tiene ideales, sea fiesta o sea cárcel, levanta su bandera.
Por los días de aquella huelga llegué yo a ver a mi hijo a la prisión.
—Ya no está aquí, lo trasladaron.
—¿A dónde?
—No se sabe.
¡Dios mío, otra vez desaparecido! Roger tampoco estaba. Salimos corriendo las dos madres a reclamarlos en todas las cárceles. En Santa Ana nada, nada en Chalatenango, nada en Cojute...
—Tal vez les dieron ley de fuga -pensamos las dos.
Ya usted sabe cómo es esa zanganada: le dicen a los presos ¡váyanse! y cuando se van, ahí mismo los matan. Simulando que están escapándose, los balean y así los acaban más chichemente. Ésa es la ley fuga y ellos la usaban para deshacerse de muchos. Con ese tormento, fuimos a hablar con el Juez Quinto de lo Penal, un don Atilio.
—¿A qué vienen? ¡De esos subversivos yo no sé nada! -nos azareó.
De ahí, corriendo donde Monseñor bien afligidas:
—Si en su homilía algo pudiera decir usted...
Y cabal, el domingo Monseñor Romero sacó todo el caso en la misa de Catedral y responsabilizó al Juez Atilio de lo que le pasara a nuestros muchachos. O sea, que el mundo entero lo oyó.
El lunes volvimos las dos madres donde Atilio.
—Venimos a que nos diga de una vez dónde están nuestros hijos. Porque ya todo mundo sabe que usted es el responsable.
—¡Cuál todo mundo!
—¿Usted es sordo? ¿Usted no escucha radio? La palabra de Monseñor Romero es como abeja. Lleva miel, pero también lleva aguijón. ¡Y ayer lo picó a usted!
¡Babosadas! -dijo el juez molesto, pero bien sabía él de lo que le hablábamos.
Ahí mismo llamó por teléfono, tal vez al Coronel encargado de las cárceles.
—Mirá, aquí están las nanas de Amaya Villalobos y de Blandino Nerio queriendo saber de ellos.
Puede que el otro se le negara.
—¡Vos me vas a decir dónde están, carajo! ¿Y es que no oiste ayer la homilía de Monseñor Romero cachimbeándome?
Estuvieron en la gran averiguata. Y él colgó.
—Ya les voy a dar una orden para que vayan donde están.
Según el papel que nos dio, mi hijo estaba en Sensuntepeque y Blandino en Cojutepeque. Las dos madres salimos voladas, una para un lado y la otra para el otro, todavía con un poco de dudas, porque de palabra de militar ¿quién se fía?
Cuando llegué a la cárcel con la orden, un guardia me llevó bajando gradas y gradas por unos lados que eran bien apartados de la cárcel pública y al fin me metió a un lugar al fondo del todo, como que si fuera cárcel clandestina, que era donde tenían a mi muchacho. ¡Ay, que dicha abrazarlo!
—Mamá, yo sabía que ustedes nos iban a encontrar.
—Nosotras te buscamos, hijo, pero el que te encontró fue Monseñor Romero. Sin la palabra suya, ¡mentira que aparecías!
( Alba Villalobos)
-Queremos conocer lugares del campo donde las comunidades cristianas estén perseguidas.
Llegaron a El Salvador unos periodistas holandeses. Entre ellos Koos Koster, aquel que después mató al ejército en el 85.
—Muy en hora llegan -les dijo Monseñor Romero-, me acabo de enterar que por Cinquera, en el cantón El Cacao, hay problemas. Si ustedes quieren ir allí es una buena ocasión.
—¿Y alguien que nos acompañara?
—¿Usted conoce ese cantón? -se volteó Monseñor hacia mí.
—De nada.
—Pues vea cómo se arregla y se va con ellos.
Típico. si alguna vez dijiste: le ayudo, Monseñor, ¡él te hacía trabajar! Así que si era por compromiso y uno no quería sudar, mejor ni le decía nada.
Pregunté a varios y me fui con los holandeses. Al llegar, un asombro, por que aquel cantón estaba íngrimo, ni un alma. Sólo escuchamos un chorro de agua que caía por allá al fondo.
—No me explico -les dije-, no logro explicarme esta soledad.
Cuando ya casi nos regresábamos, vimos a una señora toda pechita, con un vestido raído, apucuyada entre unas piedras.
—¿No es esto El Cacao, señora?
—Es.
—¿Y la gente, dónde está?
—Están monteando.
—¿Monteando...?
—Sólo monteando pasan y sólo monteando se salvan.
—¿De qué se salvan, pues?
Se puso de pie y trató de componerse el vestido.
—Todas las noches ha estado llegando aquí la defensa civil. Y cada noche, seño, matan a tres, matan a cuatro... Todas las familias ya tiene sus difuntos. Por eso todos se han ido a montear.
—¿Y por dónde montean?
Alzó su brazo delgado como alambre y nos señaló un camino.
—Tal vez los hallen por ese rumbo...
Nos fuimos y ella se quedó mirándonos ir. La caminata fue agotadora. Después de un buen rato encontramos a un grupo de los que monteaban.
—Nos llaman comunistas para poder matarnos, pero ya no vamos a aguantar más y ahora vivimos monteando.
—¿Y cómo es eso de montear?
—Eso es andar, andar todo el día por el monte y cuando cae la noche dormir en el monte. Para que no nos encuentren.
—¿Y qué comen?
—Lo que el monte da: raíces, hojas, frutas.
—¿Y ahora que es invierno, con las lluvias?
—Pues nos rempapamos, muchos montean con la calentura.
En aquel grupo iban hombres, mujeres, niños y hasta varios chuchos...
—No ladran. Los animalitos también saben montear.
No era el único grupo. Dispersos había más por allí. Los holandeses grabaron, filmaron, entrevistaron.
Fue la primera vez que yo escuchaba la palabra “montear”. Después ya se hizo rutina. La represión obligó a nuestros campesinos a huir a los montes. Esa es la gente que después se va a organizar. ¡Y algunos se escandalizaban después de que hubiera casi niños en la guerrilla! Si no eran otros que estos mismos tiernos que monteaban porque les mataron a sus papás o porque escapaban de su cantón con ellos para que no los acabaran a todos.
Primero montearon. Luego se enmontañaron y se hicieron guerrilleros.
( María Julia Hernández)
Yo le tenía miedo, le tenia pánico, no voy ahora a negarlo.
Monseñor Romero convocaba a muchas reuniones ecuménicas y yo no acudía. Y era por el miedo. ¿Quién no sabía que él era muy perseguido? Yo lo admiraba que cada vez fuera más aventado, pero eso me alejaba de él. Ése era el dilema en el que yo andaba.
Un día iba manejando mi carro por una calle céntrica de San Salvador y se fue armando un tranque tremendo, una aglomeración de tráfico de ésas que desesperan. Entonces, me fijé que casi a la par mío iba Monseñor Romero en su carrito, manejando él.
Pasó un buen rato y aquello no se resolvía. Entonces, Monseñor como que se impacientó. Tendría prisa y decidió bajarse. Dejó allí su vehículo y siguió a pie.
Yo estaba observándolo desde mi carro, que no avanzaba. Ahí cerca estaba parada una camioneta con la tina llena de muchachitos burgueses que cuando lo vieron, empezaron a gritarle groserías y a chifletearlo.
—¡Sacerdotes de Belcebú, vayan todos a Moscú!
—¡Cura Romero, váyase el primero!
Se chunguiaban de él, le sacaban la lengua, hasta algo le tiraron, un cono de charamusca o así.
Monseñor ni los miró, siguió caminando tranquilo, ni se paró ni aligeró el paso. A mí me dio una pena tan grande aquello, como que me lo hubieran hecho a mí.
—Si un día a mí me pasara eso... -pensé afligido.
Y eso fue lo que me pasó años después, igualito. Esa tortura de vivir como si uno fuera un delincuente. Esa herencia me dejó él.
( Medardo Gómez)
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