“ESTOS SON LOS QUE VIENEN DE LA GRAN TRIBULACIÓN” (Apoc 7, 14)
HOMILÍA DEL CARDENAL GREGORIO ROSA CHÁVEZ EN LA MISA DE BEATIFICACIÓN DE CUATRO MÁRTIRES, EL 22 DE ENERO DE 2022 EN LA PLAZA SALVADOR DEL MUNDO DE SAN SALVADOR
- Introducción
La imagen del Divino Salvador del Mundo que corona este monumento acoge hoy un simbólico rancho de paja, la humilde vivienda de nuestros campesinos, y nos invita a sentirnos una sola familia que retoma fuerzas para seguir caminando. Como los desterrados que vuelven a su casa, el pueblo salvadoreño ve en los mártires que hoy han sido inscritos en el libro de los beatos, una imagen de su propia historia, marcada por alegrías y esperanzas, por tristezas y angustias. En este caminar ha sentido a su lado al Señor tanto en los momentos duros como en los de gozo. “Al ir iban llorando -dice el Salmo que hemos cantado- llevando la semilla; al volver vuelven cantando, trayendo sus gavillas” (Salmo 126, 6). Hoy es un día glorioso porque estamos recogiendo la cosecha. ¡Y qué cosecha!
¿Quiénes estamos aquí? Somos una representación de todo el pueblo salvadoreño y hemos venido de todos los rincones de la patria. En nuestra asamblea hay humildes campesinos y campesinas que exultan de júbilo al ver que la Iglesia reconoce la santidad de quienes han dado la vida en su servicio. Hay también representantes de las comunidades que fueron pastoreadas por Fray Cosme y por el Padre Rutilio. Tenemos con nosotros -en la figura de Manuel Solórzano y del joven Nelson Rutilio- representantes de “esa inmensa multitud que nadie podía contar” (Ap 7, 9), es decir, de los innumerables mártires anónimos que forman parte de ese número simbólico de los setenta y cinco mil muertos que hemos llorado a lo largo de la lucha fratricida que nos desangró durante doce años y que terminó felizmente cuando las partes enfrentadas firmaron los Acuerdos de Paz.
¿Por qué estamos aquí? La respuesta es muy variada. Llenamos esta plaza y sus alrededores quienes hemos vivido esta experiencia intensamente, los que han experimentado en carne propia el drama de la violencia institucionalizada, de la violencia del conflicto armado y la violencia de todos los días. Los que hemos visto caer sin vida a personas muy amadas que no tenían nada que ver con el conflicto: son las víctimas civiles y los que “han escapado como un pájaro de la trampa del cazador” (cf. Salmo 124, 7). Están también los jóvenes que nos han acogido con amor y entusiasmo como voluntarios. ¡Qué hermoso verlos aquí! Tomen la antorcha de los mártires para seguir adelante como Iglesia. Y fuera de este escenario grandioso, a lo largo y ancho del país y del mundo, tantos hermanos y hermanas a los que saludamos con emoción desde el único país del mundo que lleva el nombre de Jesucristo.
Nos acompañan asimismo hombres y mujeres investidos de autoridad, llamados a ser instrumentos de diálogo y reconciliación mediante la búsqueda del bien común, así como representantes de países hermanos que forman parte del cuerpo diplomático. ¡Cuánto les debemos en ese largo camino que llevó al fin del enfrentamiento armado!
- “Estos son los que vienen de la gran tribulación”.
Para iluminar la realidad martirial de la Iglesia en El Salvador hemos escuchado un texto del Apocalipsis. Al autor de ese libro sagrado contempla una “multitud inmensa que nadie podría contar de todas las naciones, razas, pueblos y lenguas delante del trono y delante del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en las manos”. Todos los que forman parte de esta multitud inmensa comparten un rasgo común: todos ellos “vienen de la gran tribulación; han lavado sus vestiduras y las han blanqueado con la sangre del Cordero” (Ap 7, 14).
De los cuatro mártires de El Salvador que acaban de ser beatificados, también se puede afirmar que “vienen de la gran tribulación” y “que han lavado sus vestiduras y las han blanqueado con la sangre del Cordero”. En efecto, la guerra fratricida en que con su martirio “lavaron sus vestiduras y las blanquearon con la sangre del Cordero”, puede ser descrita como una gran tribulación para nuestra querida patria. ¿Cómo olvidar lo que este drama horrible trajo consigo?: odio, venganza, dolor, destrucción, terror, muerte, calumnias, estigmatización, son componentes perversos de “la gran tribulación” que compartieron con el pueblo indefenso. Como los mártires del Apocalipsis, su sangre derramada, con la que sellaron el testimonio supremo de su fe, se mezcló con la de todas las víctimas inocentes cuyos nombres ni siquiera son conocidos. Pero Dios sí los conoce y conoce su testimonio.
Esta sangre derramada, unida a la de Cristo es fuente de esperanza para nuestro pueblo. En primer lugar, porque en la persona de los mártires Dios ha reivindicado a todas las víctimas inocentes. Rutilio, Manuel, Nelson y Cosme, dan nombre a todas las víctimas inocentes ofrecidas en el sacrílego altar de los ídolos del poder, del placer y del dinero. La sangre derramada por nuestros mártires, asociada a la del sacrificio de Cristo en la cruz, es germen de reconciliación y de paz (cf. Ef 2, 14-16).
Los cantos que hemos entonado reflejan bien la rica herencia que nos dejan. Rutilio, cuando devuelve la dignidad a los campesinos, que expresan su toma de conciencia y su compromiso mediante el Festival del Maíz, nos hace pensar con su bella parábola de la mesa con manteles largos en los que cada uno tiene un lugar “y a todos alcanza el con qué”.
Y aprendemos el himno en honor a Fray Cosme, “mártir de la reconciliación y de la paz”, cuando cantamos: “Devoto de la Eucaristía, celoso del templo de Dios, de enfermos y necesitados tú siempre fuiste bienhechor. Cercano al sufrimiento de pueblo, mediador en favor de la paz, tú fuiste hasta la muerte, un mártir, un siervo de Dios”.
La “gran tribulación” no vino sólo por las muertes violentas, sino también por los estigmas que marcaron injustamente a la mayoría de las víctimas. ¡Cuánto hay sufrido miles de familias ante la calumnia, la difamación y el desprestigio inmerecidos que hicieron aún más fuerte su dolor! La lengua, dice la palabra de Dios, puede servir para alabar a Dios y puede también volverse homicida. El Reino de Dios es todo lo contrario: es luz y verdad, es santidad y gracia, es amor, justicia y paz.
Los mártires que hoy veneramos eso fue lo que hicieron: continuar la obra de Jesús, anunciando el Reino y haciéndolo presente durante treinta años de humilde pastoreo, como lo hizo Fray Cosme Spessotto; o en el ministerio del Padre Rutilio tanto en sus labores de formador de sacerdotes como en el contacto con la dura realidad de los campesinos y marginados. Ellos fueron descubriendo a la luz del Evangelio, lo que San Pablo VI, en su visita a Colombia para inaugurar los trabajos del episcopado latinoamericano reunido en Medellín llamó “miseria no merecida”, previniendo contra la tentación de la violencia que produce los estallidos de la desesperación.
- Es un testimonio que no podemos olvidar
Somos una Iglesia martirial, pero estamos bastante pasivos: no tenemos plena conciencia del tesoro que llevamos en vasijas de barro. Vale para nosotros lo que dijo el Papa Francisco en Nairobi, Uganda, en el año 2015: “Pidan la gracia de la memoria… Con la sangre de los católicos ugandeses está mezclada la sangre de los mártires. No pierdan la memoria de esa semilla, para que, así, sigan creciendo”.
Pido al Señor que esta celebración nos despierte y nos ponga en camino. La memoria nos llevará a la fidelidad, es decir, al camino de la santidad. Pero memoria y fidelidad sólo son posibles con la oración. La primera urgencia es, por tanto, recuperar la memoria.
En América Latina el martirio está relacionado con la vivencia del Evangelio y de la doctrina de la Iglesia sobre todo después del Concilio Vaticano II y de la asamblea de Medellín. Un ejemplo evidente es Rutilio Grande quien, después de seguir en Ecuador el curso del IPLA (Instituto Pastoral Latinoamericano) y de haber compartido la experiencia de trabajo con campesinos e indígenas en la diócesis de Riobamba, en tiempos de Monseñor Leonidas Proaño, volvió a nuestro país con una clara e inequívoca opción por los pobres.
Él fue quien encabezó la lista de nuestros mártires. Le siguieron veinte sacerdotes, tres religiosas y una misionera estadounidenses y cientos de mártires anónimos. El más ilustre de los pastores es por supuesto Monseñor Romero, pero no podemos dejar de mencionar a otro obispo, Monseñor Roberto Joaquín Ramos, asesinado en junio de 1993. La presencia de dos laicos -Manuel Solórzano y Nelson Rutilio Lemus - son como una ventana para asomarse a la realidad de “una multitud inmensa que nadie podía contar” (Ap 7, 9).
- Mueren perdonando
Me llena de gozo ver cómo su comunidad parroquial de San Juan Nonualco lo venera como pastor que no se distinguió por su elocuencia sino que, como su santo fundador, anunció el Evangelio, “si es necesario, también con palabras”. El título de “mártir de la reconciliación y de la paz”, destaca bien su perfil de fiel seguidor de Jesús. En el fragor de la guerra, no rehuyó el peligro ni dejó de defender a su rebaño ante las autoridades militares y los grupos insurgentes. Y a muchos jóvenes que encontró en el campo de batalla les recordó que él les había bautizado y les exhortó a dejar el camino de la violencia. Igual que pasó con Rutilio, su palabra no fue escuchada pero quedó claro que nunca la violencia será el camino para alcanzar la paz.
La misma idea expresó Monseñor Romero en la misa exequial del Padre Rutilio y sus compañeros: “El amor verdadero es el que trae a Rutilio Grande en su muerte, con dos campesinos de la mano. Así ama la Iglesia; muere con ellos y con ellos se presenta a la trascendencia del cielo. Los ama, y es significativo que mientras el Padre Grande caminaba para su pueblo, a llevar el mensaje de la misa y de la salvación, allí fue donde cayó acribillado. Un sacerdote con sus campesinos, camino a su pueblo para identificarse con ellos, para vivir con ellos, no una inspiración revolucionaria, sino una inspiración de amor y precisamente porque es amor lo que nos inspira, hermanos”. Y añadió, dirigiéndose a los asesinos: “¿Quién sabe si las manos criminales que cayeron ya en la excomunión están escuchando en un radio allá en su escondrijo, en su conciencia, esta palabra? Queremos decirles, hermanos criminales, que los amamos y que le pedimos a Dios el arrepentimiento para sus corazones, porque la Iglesia no es capaz de odiar, no tiene enemigos. Solamente son enemigos, los que se le quieren declarar; pero ella los ama y muere como Cristo: ¿Perdónalos, Padre, porque no saben lo que hacen’” (Homilía, 14 de marzo 1977). Fray Cosme nos dio la misma lección, cuando en su breve testamento, que pidió abrir “en caso de una muerte inesperada”, estaba el texto que todos conocemos: “Presiento que, de un momento a otro, personas fanáticas me pueden quitar la vida. Pido al Señor que, a momento oportuno, me dé fortaleza para defender los derechos de Cristo y de la Iglesia. Morir mártir sería una gracia que no merezco. De antemano perdono y pido al Señor la conversión de los autores de mi muerte”. |
- La Iglesia martirial es una Iglesia en camino
Nuestros mártires pueden ayudarnos a recuperar la memoria y la esperanza para que no renunciemos al sueño de un país reconciliado y en paz, un país como lo quiere nuestro Dios: justo, fraterno y solidario. Para ello hace falta recuperar “el espíritu de los Acuerdos de Paz” y la “hoja de ruta” que allí se trazó.
Y hace falta que quienes nos profesamos discípulos y discípulas de Jesucristo, miembros todos del “santo pueblo fiel de Dios”, nos convirtamos en testigos creíbles, es decir, en una Iglesia martirial, una Iglesia de testigos. ¿Cómo es la Iglesia martirial que sueña el Papa Francisco? El Santo Padre la describe de distintas maneras: es una Iglesia que “vive la dulce alegría de evangelizar”; una Iglesia en salida; una Iglesia que sale a la calle, corriendo el riesgo de tener un accidente; una Iglesia “hospital de campaña”; una Iglesia que muestre el rostro de Dios Padre: cercano, tierno y misericordioso; una Iglesia que hace presente el Reino de Dios; una Iglesia donde todos se sientan “en casa”; “una Iglesia pobre para los pobres”.
Soñemos esta noche en una Iglesia martirial y sinodal, en la que todos caminemos juntos hacia esa meta que llamamos el Reino de Dios, reino de justicia, de amor y de paz que nuestros mártires han construido con la efusión de su sangre. Una Iglesia en camino no se detiene nunca. Y el camino es Jesucristo. María, nuestra Señora de la Paz encabeza nuestra peregrinación. Que ella nos lleve a Jesús, el único Salvador del Mundo, camino, verdad y vida.