No querría haber tenido que escribir este artículo. Pero la aguda crisis política actual y el abuso que se hace del nombre de Dios provocan la función pública de la teología. Como cualquier otro saber, ella tiene también su responsabilidad social. Hay momentos en que el teólogo debe descender de su cátedra y decir una palabra en el campo de lo político. Eso implica denunciar abusos y anunciar los buenos usos, por más que esta actitud pueda ser incomprendida por algunos grupos o tenida como partidista, lo cual no es así.
Me siento, humildemente, en la tradición de aquellos obispos proféticos como Dom Helder Câmara, de los cardenales don Paulo Evaristo Arns (recordemos el libro que ayudó a derrocar la dictadura: Brasil Nunca Más) y don Aloysio Lorscheider, del obispo don Waldir Calheiros, y de otros que en los tiempos sombríos de la dictadura militar de 1964 tuvieron el coraje de levantar su voz en defensa de los derechos humanos, contra las desapariciones y las torturas realizadas por los agentes del Estado.
Vivimos actualmente en un país desgarrado por odios viscerales, por acusaciones de unos contra los otros, con palabras de bajísimo nivel y con noticias falsas (fake news), difundidas hasta por la máxima autoridad del país, el actual presidente. Con ello muestra la falta de compostura en su alto cargo y las consecuencias desastrosas de sus intervenciones, además de los despropósitos que profiere aquí y en el exterior.
Su lema de campaña era y sigue siendo “Dios por encima de todos y Brasil por encima de tudo”. Tenemos que denunciar la utilización que hace del nombre de Dios. El segundo mandamiento divino es claro: “no usar el santo nombre de Dios en vano”. Sólo que aquí el uso del nombre de Dios no es solo un abuso, representa una verdadera blasfemia. ¿Por qué?
Porque no es posible combinar Dios con odio, con elogio a la tortura y a torturadores y con amenazas a sus opositores como hacen Bolsonaro y sus hijos. En los textos sagrados judeocristianos Dios revela su naturaleza como “amor” y como “misericordia”. El “bolsonarismo” lleva a cabo una política de confrontación con los opositores, sin diálogo con el Congreso, la política entendida como un conflicto, de corte fascista. Esto no tiene nada que ver con Dios-amor y Dios-misericordia. Consecuentemente propaga y legitima, desde arriba, una verdadera cultura de la violencia, permitiendo que cada ciudadano pueda poseer hasta cuatro armas. Un arma no es un juguete del jardín de infancia, sino un instrumento para matar o para defenderse mutilando o matando al otro.
Se considera religioso, pero es de una religiosidad rencorosa; aparece despojado de sacralidad y con un perturbador vacío de espiritualidad, sin sentido de compromiso con la vida de la naturaleza ni con la vida humana, especialmente con la de aquellos que tienen menos vida. Con propiedad afirma a menudo el Papa Francisco que prefiere un ateo de buena voluntad y ético que un cristiano hipócrita que no ama a su prójimo, ni tiene empatía con él, ni cultiva los valores humanos.
Cito un texto de uno de los mayores teólogos del siglo pasado, hecho cardenal al final de su vida, el jesuita francés Henri De Lubac:
«Si falto al amor o si falto a la justicia me alejo infaliblemente de Vos, Dios mío, y mi culto no es más que idolatría. Para creer en Vos debo creer en el amor y en la justicia. Vale mil veces más creer en estas cosas que pronunciar Vuestro nombre. Fuera de ellas es imposible que yo os encuentre. Aquellos que toman por guía el amor y la justicia están en el camino que los conduce a Vos» (Sur les chemins de Dieu, Aubier 1956, p.125).
Bolsonaro, su clan y seguidores (no todos) no se guían por el amor ni aprecian la justicia. Por eso están lejos del “milieu divin” (T. de Chardin) y su camino no conduce a Dios. Aunque haya pastores neo-pentecostales que vean en él a un enviado de Dios, eso no cambia en nada la actitud del presidente, al contrario agrava aún más la ofensa al santo nombre de Dios, especialmente por seguir difundiendo ataques ofensivos a todos los que no piensan como él.
¿Qué Dios es ese que le lleva a quitar derechos de los pobres, a privilegiar a las clases acomodadas, a humillar a la personas mayores, a rebajar a las mujeres y menospreciar a los campesinos, sin la perspectiva de poder tener una pensión en la vejez?
El proyecto de la Seguridad Social crea profundas desigualdades sociales, Y todavía tienen la desfachatez de decir que está creando igualdad. Desigualdad es un concepto analítico neutro. Éticamente significa injusticia social. Teológicamente, es un pecado social que niega el designio de Dios de reunir a todos en una gran comensalidad fraternal.
El economista francés Thomas Piketty, famoso por su libro El Capital en el siglo XXI (FCE 2014), escribió también un libro entero sobre La economía de las desigualdades (Siglo veintiuno 2015). El simple hecho, según él, de que cerca del 1% de multibillonarios controlen gran parte de los ingresos de los pueblos y en Brasil, según el especialista del ramo Márcio Pochmann, los seis mayores billonarios tengan la misma riqueza que los 100 millones de brasileros más pobres (JB 25/9/2017), da muestra de nuestra injusticia social.
Nuestra esperanza es que Brasil es mayor que la irracionalidad reinante y que saldremos mejores de la actual crisis.
*Leonardo Boff es teólogo y comentó La oración de san Francisco por la Paz, Sal Terrae 2009.